Los pazos de Ulloa

Los pazos de Ulloa Resumen y Análisis Tomo II, Capítulos XXVII-XXX

Resumen

Tomo II, Capítulo XXVII

Nucha está cada vez más deteriorada, tanto física como mentalmente. Julián no sabe cómo ayudarla. La esposa del marqués, además, no se confiesa con él. Si lo hiciera, él le diría que debe aprender a soportar su cruz con resignación.

Un día, después de misa, Nucha le pide a Julián que la ayude a escapar junto a la niña. Está convencida de que las van a matar. Don Pedro la está maltratando porque ella no ayudó con dinero para las elecciones y porque no le dio un heredero varón. Nucha quiere volver a la casa de su padre en Santiago de Compostela. Julián decide, por una vez en su vida, ser valiente. Accede al pedido de ayuda de Nucha.

Tomo II, Capítulo XXVIII

Antes de que comience esta misa, Julián echó a Perucho (que usualmente lo ayudaba con los preparativos litúrgicos) para conversar con Nucha a solas. En general, Julián le daba unas monedas a Perucho por su servicio, pero esta vez no le dio nada. Entonces, el niño decide ir a contarle a su abuelo que la misa ha terminado, y que Julián y Nucha están hablando a solas. Primitivo le había prometido dos cuartos a cambio de esta información.

Encuentra a su abuelo en el archivo. Primitivo está muy concentrado contando dinero, pero apenas escucha la información que le da su nieto, se marcha a toda prisa. No le da los dos cuartos prometidos. Perucho siente la tentación de tomar el dinero para cobrarse lo que le deben, pero se resiste. Decide ir tras su abuelo para reclamarle las monedas que se ganó justamente.

Ahora, Perucho encuentra a su abuelo en medio del monte. Este le ofrece cuatro cuartos en lugar de dos si da con el paradero de don Pedro y le brinda la misma información que le acaba de brindar a él.

Gracias a su conocimiento del terreno, Perucho encuentra al marqués de Ulloa de inmediato. Le dice que Julián y Nucha están charlando a solas en la capilla. Don Pedro se dirige hacia allí enseguida.

Perucho, entonces, va a buscar a Primitivo para recibir los cuatro cuartos que este le debe. Lo ve a la distancia. Está por ir hacia él pero, entonces, ve que un hombre tuerto se acerca entre la mata. Perucho se esconde detrás de un muro y, desde allí, ve cómo el Tuerto de Castrodorna asesina a su abuelo de un disparo. Entonces se dirige a la capilla. Allí encuentra al marqués amenazando a los gritos a Julián y a Nucha. La marquesa está tendida en el piso. Julián, horrorizado, pide clemencia. Perucho siente que debe proteger a la pequeña beba de la violencia del marqués. Entra en la casa y se la lleva del cuarto de Nucha. La nodriza está totalmente dormida y no escucha nada.

El hijo del marqués se esconde con la beba en el hórreo. Allí la entretiene, contándole cuentos, hasta que ambos se quedan dormidos. Los despierta la nodriza, que los ha encontrado. Enfadada, le da un golpe a Perucho en la cabeza y se lleva a la hija de la marquesa. Perucho se queda en el hórreo, llorando.

Tomo II, Capítulo XXIX

Julián es acusado por el marqués de tener relaciones íntimas con Nucha. Se lo expulsa inmediatamente de los Pazos. Por el camino hacia Santiago de Compostela, se encuentra con el cadáver de Primitivo y siente una pequeña satisfacción.

En la ciudad corren muchos rumores acerca de las relaciones que mantenía el párroco con Nucha. El arzobispo decide enviarlo a la parroquia de una población rural prácticamente aislada en medio de las montañas.

Julián se acostumbra a la tranquila vida del pueblo y a sus humildes campesinos. Un día, le llega la noticia de la muerte de Nucha. El párroco piensa que es lo mejor que le podría haber pasado a su pobre y querida amiga.

Después de diez años de vivir allí, Julián es ascendido por el arcipreste y enviado nuevamente a los Pazos de Ulloa.

Tomo II, Capítulo XXX

Julián regresa. Está muy envejecido. El pueblo de Cebre se ha modernizado. Barbacana se ha retirado de la política, dejando todo el poder en manos de Trampeta.

La casa de los Pazos, sin embargo, sigue igual de derruida. Apenas llega, el párroco hace una visita a la iglesia y, luego, al camposanto de los Pazos. Allí encuentra la tumba de Nucha. Rompe en llanto.

Unas risas juveniles lo sacan de su ensimismamiento. Julián ve a un adolescente con una niña de unos once años, de la mano. Son Perucho y la hija de Nucha. El adolescente lleva prendas vistosas, mientras que ella está vestida con ropa vieja y zapatos rotos.

Análisis

Llegamos al desenlace. Aquí, las historias de Julián y Nucha toman su cauce definitivo. Lejos de entregar un final feliz, Pardo Bazán, con el pesimismo que caracteriza al naturalismo, nos entrega un final fatalista.

Tras la derrota del marqués en las elecciones, la política desaparece de la novela y el narrador se enfoca solamente en la esfera de lo privado. Nucha se encuentra sumamente abatida. A sabiendas de que su vida no va a cambiar, y deberá resignarse a vivir con su marido golpeador, que tiene por amante a la criada, decide nuevamente rebelarse, huir y hacer su propio destino. Pero Nucha es delicada y, sobre todo, es mujer. En Los Pazos de Ulloa, las mujeres no pueden hacen nada por sí mismas. Por eso, Nucha acude a un hombre, esto es, a Julián Álvarez, para pedirle que la ayude a fugarse. He aquí el clímax de la novela. El párroco, ante el pedido desesperado de la esposa del marqués, conmovido por esa mujer a la que ama platónicamente, decide, por primera vez en su vida, ser valiente; dejar atrás su fisiología linfática y su urbanidad para convertirse en un verdadero héroe. O, para decirlo en los términos de la novela, decide convertirse en un verdadero hombre: “¿Qué cosa en el mundo dejaría él de intentar por secar aquellos ojos puros, por sosegar aquel anheloso pecho, por ver de nuevo a la señorita segura, honrada, respetada, cercada de miramientos en la casa paterna? Se representaba la escena de la escapatoria. Sería al amanecer…” (250).

El tópico del cura enamorado (platónica o carnalmente) es muy frecuente a finales del siglo XIX, cuando Pardo Bazán escribe Los Pazos de Ulloa. El crimen del padre Amaro (1875), de Eça de Queiroz; La falta del abad Mouret (1875), de Émile Zola; Pepita Jiménez (1874), de Juan Valera; Tormento (1884), de Benito Pérez Galdós, y La regenta (1884), de Leopoldo Alas, son algunas de las obras en las que este tópico está presente.

En todo caso, esta transformación de Julián a lo largo de la novela ha permitido a cierta parte de la crítica considerar a Los Pazos de Ulloa como una novela de aprendizaje en la que su “héroe”, un jovencito inocente y tímido, se enfrenta a sucesivas dificultades que le enseñan a forjar su propio carácter. Al respecto, debemos hacer una salvedad: en las novelas de aprendizaje, los héroes terminan abriéndose paso en el mundo gracias a ese carácter que han forjado a lo largo de las páginas. Eso, en Los Pazos de Ulloa, no sucede. A Julián, su aprendizaje no le termina sirviendo de nada. En el capítulo XXVIII, luego de decidir que será un hombre valiente, Julián se somete cobardemente al marqués y a las autoridades eclesiásticas. El pesimismo naturalista de Pardo Bazán no posibilita la transformación liberadora de Julián. El héroe habrá aprendido cosas, habrá curtido su corazón, se habrá hecho más valiente, pero su destino sigue estando en manos de las circunstancias.

El capítulo XXVII termina con la escena de Nucha y Julián ultimando detalles para llevar a cabo su escape. Los lectores nos ilusionamos con la posibilidad de un final feliz, de emancipación y libertad. Entonces, la fatalidad vuelve a intervenir. Esta vez, no proviene desde la esfera política, sino de la intimidad del hogar. Perucho, con total inocencia, se encarga de delatar a Julián y Nucha. El fatalismo en Los Pazos de Ulloa es tal que hasta un pobre y bondadoso niño, con una simple acción, es capaz de desencadenar una tragedia.

El capítulo XXVIII, en el que se cierra la historia de los Pazos, está narrado precisamente desde el punto de vista del hijo bastardo del marqués. Su incomprensión de lo que está sucediendo refuerza el carácter trágico del final. La golpiza del marqués a Nucha, los pedidos de clemencia de Julián y el asesinato de Primitivo a manos del Tuerto de Castrodorna le llegan al lector a través de los ojos del inocente y amoroso Perucho, que, inevitablemente, forma parte del mundo de los Pazos y, por ende, también tiene signado su destino por la barbarie rural. Recordemos que Perucho será protagonista de La madre naturaleza, la continuación de Los Pazos de Ulloa. Allí, determinado por el carácter bárbaro de los Pazos, terminará teniendo una relación incestuosa con su hermana Manolita, la hija de Nucha, que en esta primera parte es una recién nacida.

La romántica fuga de Julián y Nucha ha quedado en la nada. El sueño de libertad se ha difuminado. A lo largo del análisis, hemos dicho que Pardo Bazán, a causa de su fervoroso cristianismo, pretendía diferenciarse de Zola dándoles a sus personajes el libre albedrío. Como puede verse en este trágico desenlace, las intenciones de Pardo Bazán han quedado truncas. Ni siquiera la autora ha sido capaz de salvar a los protagonistas de la novela del determinismo naturalista. En Los Pazos de Ulloa, el libre albedrío no existe.

Los capítulos XXIX y XXX funcionan como epílogo de la obra. El capítulo XXIX narra la partida de Julián de los Pazos, y de manera panorámica cuenta lo que sucedió con él durante los siguientes años. Finalmente, el rumor de sus relaciones pecaminosas con Nucha lo ha terminado condenando al exilio rural. Julián es trasladado a un pueblo aislado, entre las montañas. Allí se entera de que Nucha ha muerto. Una década después, cuando ya ha “purgado” sus pecados, es devuelto por las autoridades eclesiásticas a los Pazos. El capítulo XXX narra ese regreso. Al volver, Julián descubre que el liberalismo se ha impuesto definitivamente en Cebre. Barbacana se ha retirado de la lucha política y Trampeta se ha hecho con todo el poder. Cebre está algo cambiado, pero los Pazos sigue igual. Julián, en una escena de claro tinte romántico, visita el cementerio de Ulloa y siente que se le encoge el corazón al ver la tumba de Nucha. Este dolor es interrumpido por unas risas joviales. Un adolescente y una niña de once años se pasean alegremente de la mano entre las tumbas: “¡Vaya si conocía Julián a la pareja! ¡Cuántas veces la había tenido en su regazo! Sólo una circunstancia le hizo dudar de si aquellos dos muchachos encantadores eran en realidad el bastardo y la heredera legítima de Moscoso. Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen paño, de hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con un traje de percal asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que puede decirse que iba descalza” (272). Así como en España ha triunfado el liberalismo, despojando de su poder a los nobles, en los Pazos también las cosas han cambiado: el niño otrora harapiento ahora va bien vestido, y la hija de la marquesa se ha convertido en una niña harapienta.

Este final no ha de interpretarse como un mensaje político de emancipación ni nada por el estilo. Pardo Bazán no intenta hacer oda a los cambios que han impuesto los liberales, ni dar a entender que el poder, gracias a los cambios sociales, quedó felizmente en manos de los humildes. Es solamente una paradójica circunstancia de la historia. El poder habrá cambiado de manos, pero la situación sigue siendo igual. Sigue habiendo ricos y pobres. De hecho, en La Madre Naturaleza, novela que dará continuación a la historia de Perucho y la hija de Nucha, el mundo seguirá siendo un lugar inevitablemente vil, degradante e injusto; un mundo hecho a la medida del naturalismo.

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