Los pazos de Ulloa

Los pazos de Ulloa Imágenes

La borrachera de Perucho

Una de las características más importantes del naturalismo radica en colocar el foco en la degradación. A diferencia del realismo, el naturalismo prescinde de los valores morales burgueses para ser más objetivo, y se fija especialmente en aquello que el realismo habría dejado de lado por ser de mal gusto.

El momento en que Perucho es embriagado es un ejemplo claro de dicha degradación. Como puede verse en la cita, el narrador, lejos de elidir o transmitir este terrible acontecimiento con sutileza, se fija en el hecho y lo narra detalladamente a través de diferentes imágenes visuales:

Primitivo, de pie también, mas sin soltar a Perucho, miró al capellán fría y socarronamente, con el desdén de los tenaces por los que se exaltan un momento. Y metiendo en la mano del niño la moneda de cobre y entre sus labios la botella destapada y terciada aún de vino, la inclinó, la mantuvo así hasta que todo el licor pasó al estómago de Perucho. Retirada la botella, los ojos del niño se cerraron, se aflojaron sus brazos, y no ya descolorido, sino con la palidez de la muerte en el rostro, hubiera caído redondo sobre la mesa, a no sostenerlo Primitivo (45-46).

Lo salvaje de los Pazos

Frente al tópico bucólico e idealizado de la vida campesina, típico del romanticismo, Pardo Bazán presenta un paisaje en ruinas, en el que la naturaleza venció a los hombres y los sometió a su ley salvaje. He aquí una descripción del paisaje rústico y desolador de los Pazos en la que abundan las imágenes visuales:

Antes de dar con el marqués, recorrieron el capellán y su guía casi toda la huerta. Aquella vasta extensión de terreno debía de haber sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los adornos de la jardinería simétrica y geométrica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora intrincado matorral de bojes, donde ni la vista más lince distinguiría rastro de los lobos, pinos, torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blasón de los Ulloas: y sin embargo, persistía en la confusa masa no sé qué aire de cosa plantada adrede y con arte. El borde de piedra del estanque estaba semiderruido, y las gruesas bolas de granito que lo guarnecían andaban rodando por la hierba, verdosas de musgo, esparcidas aquí y acullá como gigantescos proyectiles en algún desierto campo de batalla. Obstruido por el limo, el estanque parecía charca fangosa, acrecentando el aspecto de descuido y abandono de la huerta, donde los que ayer fueron cenadores y bancos rústicos se habían convertido en rincones poblados de maleza, y los tablares de hortaliza en sembrados de maíz, a cuya orilla, como tenaz reminiscencia del pasado, crecían libres, espinosos y altísimos, algunos rosales de variedad selecta, que iban a besar con sus ramas más altas la copa del ciruelo o peral, que tenían enfrente (51-52).

La golpiza a Sabel

Uno de los grandes valores de Los Pazos de Ulloa es su denuncia al machismo reinante de la época. A lo largo de la novela, aparecen varios momentos en los que se ve la crueldad con la que los hombres tratan a las mujeres.

He aquí la escena en la que el marqués golpea brutalmente a Sabel. El narrador, a la usanza del naturalismo, no esconde detalles, sino que intenta transmitir la violencia a través de varias imágenes visuales y auditivas:

Julián distaba de él unos cuantos pasos no más, cuando oyó dos o tres gritos que le helaron la sangre: clamores inarticulados como de alimaña herida, a los cuales se unía el desconsolado llanto de un niño. Engolfose el capellán en las tenebrosas profundidades de corredor y bodega, y llegó velozmente a la cocina. En el umbral se quedó paralizado de asombro ante lo que iluminaba la luz fuliginosa del candilón. Sabel, tendida en el suelo, aullaba desesperadamente; don Pedro, loco de furor, la brumaba a culatazos; en una esquina, Perucho, con los puños metidos en los ojos, sollozaba (81-82).

Santiago de Compostela

Podría esperarse que la ciudad, en contraposición a la hostil vida rural, sea presentada por Pardo Bazán como un lugar civilizado y digno. Pues no. Así como el campo de Los Pazos de Ulloa es rústico sin ser bonito y salvaje sin bucolismo, la gran ciudad es un lugar sucio y húmedo sin virtud alguna. El marqués (y con él los lectores) no encuentra nada que realmente lo sorprenda. Solo ve una pompa exagerada que pretende engalanar una ciudad fea y pretenciosa. El narrador, focalizado en don Pedro y utilizando el discurso indirecto libre nos describe la ciudad a través de las siguientes imágenes visuales:

Pareciéronle, y con razón, estrechas, torcidas y mal empedradas las calles, fangoso el piso, húmedas las paredes, viejos y ennegrecidos los edificios, pequeño el circuito de la ciudad, postrado su comercio y solitarios casi siempre sus sitios públicos; y en cuanto a lo que en un pueblo antiguo puede enamorar a un espíritu culto, los grandes recuerdos, la eterna vida del arte conservada en monumentos y ruinas, de eso entendía don Pedro lo mismo que de griego o latín. ¡Piedras mohosas! (103).

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