Resumen
Escena 1
Como Ferdinand ha dado con su servicio pruebas suficientes de su amor a Miranda, Próspero decide poner fin a su castigo y aceptar la unión de los amantes. Sin embargo, les advierte que si Miranda pierde su virginidad antes de la ceremonia, su unión se verá maldecida. Ferdinand le promete a Próspero que esperarán hasta después de la ceremonia para consumar su matrimonio. Entonces, Próspero llama a Ariel para realizar uno de sus últimos actos de magia. Se da inicio a una mascarada de compromiso, llevada a cabo por los espíritus mágicos de Próspero. La representación cuenta con la presencia de las diosas Juno, Ceres e Iris, quienes hablan de las recompensas de un buen matrimonio y bendicen a la feliz pareja. Este acto de magia cautiva tanto a Próspero que este se olvida del plan de Cáliban para matarlo. Así, por un momento el mago está cerca de perder el control, pero logra salir de su ensoñación y tomar acción en el asunto.
Cáliban, Stefano y Trínculo llegan buscando a Próspero. Cáliban sigue determinado en su intención de matar a Próspero, pero Trínculo y Stefano están, como siempre, demasiado borrachos, y se muestran incapaces de llevar a cabo ningún plan que no sea el mezquino acto de hurtar las prendas de Próspero. Este los descubre sin dificultad, puesto que hacen mucho ruido, y envía a Ariel a atraparlos mientras ellos escapan.
Análisis
Próspero intenta justificar sus tiránicas demandas con las que somete a Ferdinand diciendo que son “pruebas de amor” (IV.1. 6), pero también menciona en esta escena que sus órdenes han funcionado como castigos con los que Ferdinand paga por las fechorías que se cometieron contra el mago. La palabra “castigo” nos recuerda que Próspero, en el Acto I, había acusado a Ferdinand de espía y de potencial usurpador. La ironía es que Próspero continúe sospechando de Ferdinand, que no tiene tales designios, olvidando que Cáliban y su hermano tienen planes bien concretos.
Las acusaciones de Próspero son injustas e infundadas. Él utiliza el amor de la pareja para excusarse en esta ocasión, pero en realidad Próspero no es el juez justo que pretende ser. Irónicamente, la decisión de Próspero de permitir que Miranda y Ferdinand se casen ya había sido tomada antes de que Ferdinand llegara a la isla, y es parte de su plan de recuperar el poder, puesto que este matrimonio aseguraría la posición de Próspero al volver a su hogar, permitiendo además que su hija sea reina. Los trabajos forzosos a los que somete a Ferdinand y el encantamiento mediante el cual hace que los dos jóvenes se enamoren son dos piezas más del rompecabezas que el Próspero-dramaturgo arma para concretar su objetivo. Por esta razón, es necesario distinguir entre el modo en que el personaje de Próspero se presenta a sí mismo y las maquinaciones que subyacen detrás de la imagen que quiere proyectar, especialmente en instancias como esta.
Sin embargo, justo en el momento en que Próspero empieza a bendecir la unión de Miranda y Ferdinand, su tono otra vez se torna amenazante. Es muy importante para Próspero que los amantes no consuman el matrimonio “antes de que se celebren todos los ritos sagrados y todas las ceremonias santas”, porque sino, augura, todo será “odio estéril y amargo desdén” (IV.1. 16-20). Continúa luego su discurso con una retórica severa, como para enfatizar su pedido. Próspero contrasta la tradicional imagen de la cama de matrimonio sembrada de flores con una imagen de “vil cizaña” que simboliza la caída y la contaminación del matrimonio. El lenguaje de Próspero, denso en imágenes y símbolos desagradables, produce algún resultado, puesto que Ferdinand, con seriedad, abjura de “la más fuerte tentación del genio más maligno” (26-27) o de cualquier influencia de lujuria y de deshonor que lo pueda poseer.
Próspero se muestra preocupado por la virginidad de Miranda porque aquella está aunada estrechamente a su propio poder. La virginidad de su hija es el principal bien que tienen para conseguir un matrimonio ventajoso que consolide sus posiciones en la jerarquía social. Si Miranda se casa con Ferdinand, padre e hija aseguran la recuperación de su poder en Italia y el restablecimiento del orden. En la época de la obra, la virginidad es un importante recurso de negociación, como lo demuestra la propia Reina Isabel, quien sacó provecho de su eligibilidad para obtener poder durante su reinado. Si Miranda desperdicia su virginidad, la esperanza de Próspero de recuperar su propiedad y su posición se desvanece. Por eso Próspero hace lo posible para que Miranda esté bien informada sobre la importancia de este asunto y para que Ferdindad esté advertido sobre las potenciales consecuencias de sus acciones.
La preocupación de Próspero anticipa la importancia que tiene este tema, que se relaciona con las fuentes del poder, en la mascarada de compromiso. En esta representación, Iris menciona que la pareja no podrá estar junta “hasta que Himeneo [encienda] su antorcha” (IV.1. 97); su lenguaje es paralelo al que Próspero había utilizado en el discurso anteriormente mencionado.
Próspero reduce a Miranda, que es inteligente y digna, a un mero objeto, al que envuelve en un lenguaje de transacción, cuando de ella habla con Ferdinand. Se refiere a su hija no por su nombre, sino como un “preciado don”, una “recompensa” por los sufrimientos de Ferdinand. Próspero dice luego que su hija ha sido una ganancia “conquistada”, como una “adquisición”, intensificando la analogía de su hija como un bien de intercambio. Las metáforas que utiliza Próspero, y el modo hiperbólico en el que habla de la perfección de Miranda – “sobrepasa las alabanzas todas” (10)– podrían ser parte de una maniobra para distraer a Ferdinand y que no se percate de lo que él y su hija están obteniendo del negocio. En rigor, Próspero nunca menciona que con este casamiento padre e hija están recuperando su poder y su posición, ni cuál es el verdadero precio que hay que pagar a cambio de la mano de Miranda.
Para un lector contemporáneo podría parecer extraño que el hígado (liver, en la traducción: “entrañas”) que Ferdinand menciona, tuviera algo que ver con el amor, pero durante la época de Shakespeare, aquel órgano correspondía a la lujuria y la pasión, sentimientos que hoy asociamos con el corazón. En ese entonces, el corazón también se vinculaba con el amor, pero en relación con la moderación y con la pureza, más que con la pasión. Ahora sabemos, por medio de la medicina moderna, que los sentimientos se originan en el cerebro, y que esas correspondencias entre órganos y emociones son perceptiblemente anticuadas. No obstante, el corazón sigue siendo hoy en día un símbolo de amor y un antiguo dispositivo literario que continúa en uso.
Aunque los ritos maritales que aquí se representan son cristianos, abundan las alusiones a las mitologías paganas y antiguas. Próspero evoca a Himeneo, dios del matrimonio en la mitología griega, cuando expresa su deseo de realizar los ritos sagrados para su hija. Ferdinand menciona “los corceles de Febo”, símbolo del día y del sol. Asimismo, los personajes de la mascarada de Próspero provienen de mitos clásicos. Estas referencias eran frecuentes en la literatura isabelina; de hecho, las primeras mascaradas que se realizaron en las cortes regias del período contaban con estas mismas diosas como personajes de la obra.
Próspero convoca a Iris, mensajera de los dioses y diosa de la lluvia, para que realice una mascarada de compromiso para Ferdinand y Miranda. El mismo ritual aparece también en Como gustéis, presidida por Himeneo. La mascarada de Shakespeare confirma que este tipo de funciones eran llevadas a cabo en la corte del Rey Jacobo, en especial para las bodas de personas ricas e importantes. Dichas mascaradas consistían en la representación de un ritual en el que el monarca era siempre el protagonista, y el asunto trataba de cómo la realeza producía armonía y resolvía tensiones entre las personas. Aunque la mascarada de Shakespeare se inspira en ceremonias anteriores, es completamente innovadora en el modo en que muestra el poder real en relación con el poder de la naturaleza. La imagen de la realeza que proyecta la ceremonia de La tempestad volverá a aparecer años después, en las mascaradas que Ben Jonson representaba en la corte.
Los eventos que transcurren en la obra tienen un paralelismo alegórico en lo representado en la mascarada, que tematiza de este modo la cuestión del teatro dentro del teatro. Ceres preside la ceremonia porque simboliza el orden y la plenitud: es una diosa a la que se le atribuye la enseñanza de la agricultura, y que civiliza a los hombres impidiendo que continúen sus formas salvajes de cazar y recolectar. Su misión es parecida a la de Próspero, quien también intenta llevar orden a la isla y civilizar al salvaje Cáliban, aunque no logra tener éxito en esta acometida. Ceres menciona también al “oscuro Plutón”, dios que secuestró a su hija Proserpina. Cáliban recuerda la figura de este dios del inframundo, en sus intentos de secuestrar a Miranda, primero para sí y después para Stefano. Si bien estos paralelos son sutiles, se debe recordar que fue Próspero quien convocó a los espíritus “para esta representación de [su] fantasía” (121-122), de modo que la historia de Plutón y Proserpina, tangencial a la trama de la mascarada, tuvo que haber sido incluida a propósito, como una suerte de recordatorio.
Una vez más, Próspero está cerca de perder el control, absorto por la fascinación que le produce su propio arte. Se plantea en esta instancia el tema del borramiento de los límites entre la realidad y la ficción. La mascarada que él creó se desvanece al instante, entonces Próspero comprende que la magia, y todo lo que habita en el mundo, es una “vana ficción” destinada a desaparecer. Observa que “estamos hechos de la misma materia que los sueños” (IV.1. 157-158), que su mente ha envejecido y que sus poderes son frágiles y vacilantes.
Finalmente, Próspero es capaz de salir de su ensoñación y tomar conciencia de la realidad y del paso del tiempo. Este despertar es importante porque Próspero se encuentra en verdadero riesgo de abandonarse a sí mismo y de desaprovechar la oportunidad de concretar su plan. Este momento humaniza al personaje, que se da cuenta de su propia mortalidad, de su olvido y de los límites de su magia. Es un momento aleccionador para Próspero, parte de su proceso de anagnórisis, en el que admite su “debilidad” y su “flaqueza”. Esto marca el comienzo de su renuncia a la magia.
Próspero no debe preocuparse por Cáliban y sus amigos borrachos, a quienes Ariel describe con este símil de animalización: “tal potros salvajes” (IV. 1. 176). A Próspero le molesta más la presencia de Cáliban que su plan, y así maldice su naturaleza, “que repele toda educación” (189). Próspero considera que Cáliban es malo porque no supo adoptar el pensamiento “civilizado” que intentó inculcarle. No se da cuenta de que la bondad relativa de Cáliban ha sido estropeada más por el modo en que Próspero lo ha tratado que por cualquier rechazo a adoptar pensamientos extranjeros. Cuando se trata de Cáliban, Próspero perpetúa, a pesar de todo su conocimiento, un punto de vista colonial, y deja que sus prejuicios corrompan la naturaleza de un hombre potencialmente bueno.