¿No sois vos de la corte? Pues ordenad a los elementos que se callen y, si podéis, que haya paz inmediata, que nosotros no habremos de tocar jarcia alguna. ¡Ejerced vuestra autoridad! Si no podéis, dad gracias por haber vivido tanto tiempo y volved a vuestro camarote a prepararos allí para la hora funesta, por si llegara. –¡Venga, coraje, muchachos! – Y vos, ¡fuera de aquí, os digo!.
La tempestad inicia con una violenta confrontación entre la naturaleza y el orden social. Las palabras del Contramaestre señalan que, frente a los elementos naturales, de nada vale la autoridad que detentan los nobles o el rey; ellos no pueden aplacar la tormenta con sus palabras. En cambio, los marineros sí pueden hacer algo para contrarrestarla, de modo que en este conflicto se invierten los lugares de poder. Con su tono imperativo y con sus órdenes, el contramaestre pone en jaque las jerarquías sociales, puesto que se dirige sin protocolo ni pleitesía a personas que se ubican en un estrato superior. Sus palabras replican el caos de la tempestad en el plano de lo verbal y aluden a la desestabilización del orden, conflicto principal del drama. Que este deorden de las jerarquías sociales en el interior del barco tenga su reflejo en la naturaleza, a través de la tempestad, es coherente con aquella armonía del cosmos en la que los isabelinos creían: la desestabilización del orden en un plano implicaba necesarias consecuencias en el otro.
Mi hermano y tío tuyo, de nombre Antonio –te lo ruego, escúchame, ¡que un hermano pueda ser tan pérfido! –, a quien yo amaba casi tanto como a ti, es a quien yo entregué el mando de todo mi Estado, que era a la sazón el primero entre los Señoríos… Y yo, Próspero, era entre los duques el primero y el de más reputación y dignidad, y sin rival alguno en el estudio de las artes… a las que dediqué todo mi afán. Yo dejé en sus manos el peso del gobierno, mientras poco a poco me convertía en un intruso de mi propio Estado; tal era el éxtasis que sentía por las ciencias de lo oculto… Y ese hermano mío… ese traidor… ¡Miranda! ¿Escuchas?.
En la escena 2 del Acto I, Próspero recupera en su discurso lo que sucedió antes del comienzo de la obra. El mago dirige sus palabras a Miranda, quien apenas tenía tres años cuando su tío Antonio traicionó a su padre, por lo que no recuerda nada. Al mismo tiempo, Próspero interpela con estas palabras al público, que precisa de esta información para comprender el drama. Por esta razón, los llamados de atención que dirige Próspero a su hija están también dirigidos al público, para que no se pierda una parte importante de la representación. El discurso de Próspero plantea una ironía dramática, porque hace que el público sepa más de lo que sucedió y de lo que va a suceder que el resto de los personajes.
Próspero acusa a su hermano de “pérfido” y de “traidor”, posicionándose de esta manera en relación de antagonismo con él, sobre quien recaerá su venganza. No obstante, en este mismo discurso se plantea el tema de la identidad y la anagnórisis, puesto que Próspero admite una parte de la responsabilidad en haber “entregado” el mando a su hermano: “yo dejé en sus manos el peso del gobierno”, dice, y de esta forma complejiza la distinción entre buenos y malos en la obra. La referencia a las “ciencias de lo oculto” plantea una imagen de la magia como modo de conocimiento problemático, puesto que a Próspero le ha costado su ducado, aunque ahora sus poderes sobrenaturales se pondrán al servicio de su plan de venganza.
Todas las cosas de la Naturaleza surgirían sin sudor y sin esfuerzo. Ni la traición, felonía, espada, pica, cuchillo, ni el arcabuz, o máquina alguna serían necesarias; pues la Naturaleza daría todo tipo de cosecha en abundancia para nutrir a mi inocente pueblo.
En este pasaje, Gonzalo elabora una imagen de cómo sería su república ideal si él fuese rey, rememorando el mito clásico de la Edad de Oro, recurrente en la época de Shakespeare a través de textos como Utopía, de Tomás Moro, y De los caníbales, de Montaigne. La de Gonzalo es una utopía de la abundancia en la que la naturaleza proveería todo lo necesario, y en la que no habría ningún tipo de conflictos ni necesidad de jerarquías: “no habría ricos ni pobres” (150), dice unas líneas más arriba, dando a entender que el hombre en estado de naturaleza es mejor que aquel que vive bajo los lineamientos del orden social. Se contrapone, en este sentido, al modo en que Próspero concibe la naturaleza como un estado salvaje, perceptible en su apreciación negativa de Cáliban.
En boca de un personaje secundario como Gonzalo, esta utopía podría ser vista como demasiado ingenua y fantasiosa. Cabe mencionar, no obstante, que Shakespeare suele hacer que los personajes más pedestres de sus dramas sean portavoces de verdades que otros personajes, por su condición noble, no podrían o no se animarían a decir.
¡Esclavo repugnante! Jamás la virtud dejará en ti huella alguna. Sólo sirves para el mal… Me dabas lástima y puse todo mi empeño en enseñarte a hablar. Y ora te enseñaba esto, ora lo otro. Cuando tú, salvaje, no sabías lo que eras; cuando sólo dabas gritos tal una alimaña, yo te proporcioné palabras con que expresar tus propósitos, pero tu instinto vil, por mucho que aprendieras, siempre retenía lo que virtud jamás podrá tolerar. Por eso fuiste justamente condenado a la roca, tú, que merecías mucho más que una prisión.
En este discurso, Miranda utiliza varios adjetivos peyorativos –“repugnante”, “salvaje”, “alimaña”, “instinto vil” – para nombrar a Cáliban, repudio que responde al esmero con el que quiso enseñarle a hablar, sin obtener los resultados deseados. El intento de Miranda, que es también el de Próspero, significa el fracaso de su proyecto civilizador sobre Cáliban y sobre la naturaleza indómita de la isla. La “virtud” aparece personificada para dictaminar una condena: Cáliban merece la prisión no solo porque rechazó los valores de la civilización, sino también porque su misma esencia es contraria a dichos valores; por eso Próspero y Miranda conciben a Cáliban como un sirviente nato.
Cáliban contesta diciendo que, de todo lo que le ha enseñado Miranda, solo ha aprendido a maldecir. En este sentido, la imposición de la “civilización” no hace sino empeorar su condición degradada. Se puede leer en este fracaso una crítica a la mirada colonial; desde esta perspectiva, el carácter vil de Cáliban no se debe a su naturaleza salvaje, sino al modo en que se le quiso imponer una cultura ajena y se lo obligó a someterse a la autoridad de un foráneo.
Miranda le ha dado herramientas a Cáliban para su proceso de anagnórisis, puesto que antes del lenguaje el isleño carecía de identidad –“no sabías lo que eras” – ni tenía palabras para “expresar [sus] propósitos”. Cáliban aprende a hablar –habilidad que se hace evidente en varias partes de la obra, en las que despliega sus destrezas verbales– pero en vez de aprovechar el lenguaje para asimilar la cultura del otro, pone este conocimiento al servicio de su propia causa, es decir, para manifestar su desprecio hacia Próspero y para reclamar su derecho sobre la isla.
Miranda, por mi condición soy príncipe y acaso ya rey –quisiera equivocarme. Mejor sufriera en mi boca el roce infecto de un moscardón que soportar el yugo de esta leña. Os habla ahora mi alma, escuchadla: apenas os conocí y ya voló mi corazón dispuesto a serviros. Allí habita ahora para hacerme su esclavo y sólo por amor de vos soy leñador paciente.
En estas líneas de amor que Ferdinand le dirige a Miranda predomina la hipérbole como recurso poético que manifiesta la pasión de estos personajes, quienes apenas se han conocido hace unas horas. En rigor, todo lo que sucede en la obra transcurre en menos de un día –contrario a lo que sucede en varias obras de Shakespeare, que duran días y a veces meses y años–, de modo que la infatuación inmediata que los posee puede deberse a una necesidad dramática, que acelera el proceso de enamoramiento. Por otra parte, la exageración de su amor tiene una explicación en la intervención de Ariel, ordenada por Próspero en pos de restaurar y consolidar su poder mediante la unión de su hija con el heredero del trono de Nápoles.
Ferdinand señala su pertenencia a la realeza para establecer un fuerte contraste con su situación actual de “leñador”. Su condición de príncipe hace más ignominiosa su labor, al punto de hacerlo preferir que una mosca deposite sus huevos dentro de su boca antes de hacer esta tarea. Con esta exageración, Ferdinand quiere manifestar que su trabajo es tortuoso no por sus exigencias físicas, sino porque la leña es como un “yugo” que convierte al “acaso ya rey” en súbdito, invirtiendo el orden de la jerarquía social. No obstante, Ferdinand acepta este sometimiento porque su amor también lo convierte en esclavo, pero en un esclavo voluntario. De esta forma, la cuestión de la desestabilización del orden social se pone aquí al servicio de una imagen hiperbólica del amor.
Monstruo mío, he de matar a ese hombre, pues su hija y yo hemos de ser rey y reina –¡Dios salve a nuestras majestades!– y Trínculo y vos mismo llegaréis a ser virreyes. ¿Qué? ¿Te place el proyecto, Trínculo?.
Este es el momento en que Stefano acepta el plan de Cáliban de asesinar a Próspero y quedarse con Miranda. Viene después de una escena cómica en la que Ariel, invisible, produce confusión entre Stefano, Cáliban y Trínculo. La sucesión de estos eventos hace que la confabulación de estos personajes bufonescos sea interpretada por el público desde el humor. En el contexto de época es completamente delirante y ridículo que Stefano, mayordomo borracho, crea que se va a convertir en rey. Como puesta en abismo que replica el plan de asesinato de Antonio y Seastian, la inversión de la jerarquía social aquí propuesta se resuelve en clave grotesca.
Nada has de temer. La isla está llena de rumores, sonidos y dulces cánticos que dan placer y no hieren. A veces, el tañido de mil instrumentos acaricia mis oídos; y otras, voces que –aun despertando de un larguísimo sueño– me volverían a adormecer; entonces soñaría nubes que se entreabren y me muestran riquezas que llueven sobre mí… y lloraría al despertar por no poder soñar de nuevo.
Aquí Cáliban construye una imagen utópica de la isla mediante la cual busca convencer a Stefano de matar a Próspero, para así disfrutar de los placeres de aquella tierra. Stefano y Trínculo temen porque escuchan la música que toca el invisible Ariel y no comprenden su procedencia, entonces Cáliban compone una imagen amena de aquella melodía desconocida para calmar a sus cómplices en el crimen. Esta configuración se asemeja a la utopía de Gonzalo, en la cual la Naturaleza provee sin exigir ningún esfuerzo; así lo entiende Stefano después de escuchar el discurso de Cáliban: “Bueno ha de ser este reino para mí, donde música tendremos sin dar nada” (155). Pero también se leen en sus palabras algo del discurso de Próspero, en el modo en que concibe la isla como un espacio que difumina los límites entre la realidad y la ficción, entre la vigilia y el sueño.
Dado que Ariel se encuentra presente durante esta escena, sin ser visto por los personajes, quizás Cáliban no habla por sí mismo, sino que está siendo hablado por la magia de Próspero. En este sentido, podríamos afirmar que el discurso de Cáliban es, en realidad, el del Próspero dramaturgo o director de escena, que conduce las palabras de Cáliban del mismo modo que maneja los otros hilos de la trama. Desde otra perspectiva, si pensamos que las palabras de Cáliban son de su autoría y no de Próspero, esto estaría manifestando que los prejuicios colonialistas en su contra son, al menos en parte, infundados. La puesta en escena no deja en claro esta cuestión que queda abierta a la libre interpretación, como otras tantas ambigüedades de la obra.
Me parece, hijo mío, que algo os perturba, como si algo temierais. Alegraros, señor, que ya terminó la fiesta. Los actores, como ya os dije, eran espíritus y se desvanecieron en el aire, en la levedad del aire. Y de igual manera, la efímera obra de esta visión, las altas torres que las nubes tocan, los palacios espléndidos, los templos solemnes, el inmenso globo, y todo lo que en él habita, se disolverá; y tal como ocurre en esta vana ficción, desaparecerán sin dejar humo ni estela. Estamos hechos de la misma materia que los sueños, y nuestra pequeña vida cierra su círculo con un sueño.
En este discurso, con el que Próspero señala el fin de la mascarada de compromiso, los temas del teatro dentro del teatro y el de la realidad y la ficción se entrecruzan. Shakespeare recoge en esta instancia un motivo recurrente de las mascaradas, que relaciona la labor de los actores con el carácter efímero de los sueños, que de un momento a otro desaparecen. En esta función en particular, dicha relación se hace más evidente por la naturaleza etérea de los espíritus que interpretaron la mascarada. Constituye también un tópico medieval, todavía vigente en la época renacentista, que la existencia del ser humano sea vista como un sueño de Dios, quien observa el mundo como si fuera el escenario de una representación.
Obra dentro de la obra, la ceremonia que acaba de terminar también promueve una reflexión metateatral, puesto que Próspero se queda pensativo, filosofando acerca de la condición onírica del ser humano, de sus creaciones (“sus templos solemnes”) y del mundo entero (“el inmenso globo”). Cuando compara “todo lo que en él [el globo] habita” con “esta vana ficción”, no queda claro si dicha ficción hace referencia a la mascarada que acaba de transcurrir o a la propia obra shakesperiana, que también es una ficción que "cobra vida" y se "desvanece" tras el acto de la representación. En este sentido, cuando Próspero dice que “estamos hechos de la misma materia que los sueños”, incluye también a La tempestad como compuesta de sueños. Esta cuestión autorreferencial sugiere que Próspero es consciente de estar desempeñado un papel dentro de una obra.
Si tú, que no eres sino aire, tienes emociones, sensaciones de su dolor, ¿cómo yo que soy de su misma especie, yo que siento con la misma fuerza sus pasiones, no voy a conmoverme como tú? Aunque sus graves ofensas me han herido en lo más íntimo, haré que la razón prevalezca sobre la cólera, pues más mérito hay en la virtud que en la venganza. Una vez arrepentidos, no he de ir en mi designo más allá de lo que va un leve gesto. Ve, Ariel, libéralos. Romperé el encantamiento y restituiré su juicio para que vuelvan a ser ellos mismos.
Próspero se dirige a Ariel momentos antes de hacer entrar al rey, a su hermano y a los otros para realizar sus acusaciones y completar la venganza. Pero la compasión del espíritu de aire produce una modificación interna en el mago, que lo lleva a identificarse con el dolor de sus enemigos. Su percepción de la situación cambia, al mismo tiempo que su identidad pasa por un proceso de anagnórisis y transformación: ya no será la venganza el fin de su plan maestro, sino el perdón. Próspero quiere que sus agresores se arrepientan para que ellos también “vuelvan a ser ellos mismos”; de modo que el reconocimiento de sí conlleve una restauración del orden perdido.
Acto seguido, Próspero decide renunciar a su magia, con la que condujo todos los eventos del drama: “Yo, aquí, ahora, abjuro de mi magia violenta” (50-51). Se establece entonces una correlación entre este abandono, hacer que “la razón prevalezca” y que se restituya el “juicio”; la magia ha sido causante de toda esta fantasía, y ahora es el momento de atemperar las emociones, interpelar a la cordura y volver a la realidad, para que su poder quede legitimado dentro de estas coordenadas, y no en el plano de lo irracional, la pasión y lo sobrenatural.
Ahora, el poder de mi magia llega a su fin y sólo me quedan mis propias fuerzas, ya cansadas. Ahora, es cierto, podríais aquí confinarme o enviarme a Nápoles. Aquí no me dejéis, pues ya recuperé mi ducado y perdoné al traidor; no queráis abandonarme en esta isla desolada, cautivo de vuestro hechizo. Liberadme de mis ataduras; hacedlo con vuestras propias manos.
En el Epílogo, La tempestad llega a una puesta en abismo en un grado mayor. Próspero se dirige al público desde una posición indeterminada, cuya identidad nos resulta ambigua: no queda claro si quien habla es el personaje o el actor que hace del personaje. Sus palabras dejan también un final abierto, puesto que depositan en manos de la audiencia la resolución del conflicto. Esta resolución interpela el motivo de la libertad y el cautiverio, mostrando que Próspero, durante toda la obra, ha sido prisionero de la representación. De esta forma, el epílogo también pone en cuestión los roles del esclavo y de quien esclaviza, de la víctima y del victimario. La isla aparece una última vez como espacio simbólico que establece los límites entre la realidad y la ficción, en donde el epílogo ocupa un lugar híbrido, entre el adentro y el afuera de la escena, el adentro y el afuera de la isla.
No existe en la obra de Shakespeare un monólogo final semejante al de Próspero, en el que se quiebra la cuarta pared de forma tan directa. Acaso sus palabras sean, a pesar de la poca evidencia que hay al respecto, un testamento poético, el modo en que Shakespeare pensó en dejar un mensaje que dé fin a toda su obra.