Resumen
El pachuco y otros extremos
Octavio Paz inicia el primer ensayo de El laberinto de la soledad estableciendo una comparación entre la adolescencia del individuo y lo que podríamos llamar la “adolescencia” de los pueblos. Paz arguye que “a todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso” (p.9), y que eso ocurre frecuentemente durante la adolescencia. Del mismo modo, los pueblos en trance de crecimiento se preguntan sobre su carácter singular, aquello que los hace diferentes de otros pueblos o naciones. Paz sostiene que el pueblo mexicano, en ese entonces (c.1950), se encuentra en una etapa reflexiva, en la que se ha vuelto sobre sí mismo para interrogarse sobre su propio ser. Considera que aquella autocontemplación es una necesidad de aquel período posterior a la “fase explosiva” (p.10) de la Revolución mexicana, y que las preguntas y las respuestas que surjan de esta etapa son circunstanciales a la época, puesto que nuevas circunstancias pueden producir nuevas reacciones, del mismo modo que el individuo adulto puede no sentirse identificado con las inquietudes de su yo adolescente.
Sin embargo, no todos los habitantes del país, sino algunos son los que tienen “conciencia de su ser en tanto que mexicanos” (p.11), y los que moldean México a imagen y semejanza de sí mismos. Entre estos individuos se encuentran los pachucos, a los que Octavio Paz describe como “banda de jóvenes, generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur [de Estados Unidos] y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje” (p.13). El pachuco, define Paz, es un rebelde que se caracteriza por la contradicción: no tiene intención de reivindicar su ascendencia mexicana ni de integrarse en la sociedad estadounidense. Se diferencia del resto portando un disfraz que a la vez lo oculta y lo exhibe; su forma de vestirse no significa pertenencia a un culto o agrupación, es una moda exagerada que se opone a la practicidad norteamericana, si bien ese traje, paradójicamente, “constituye un homenaje a la sociedad que pretende negar” (p.15). El pachuco tiene el deseo de humillarse a sí mismo con su conducta irritante y escandalosa, para ocupar así, como víctima o delincuente, un lugar en aquella sociedad que le es hostil. El pachuco encarna “la libertad, el desorden, lo prohibido” (p.15) y, de esta forma, se convierte en un ser mítico y peligroso a los ojos de los estadounidenses.
Paz realiza una distinción entre el carácter mexicano y el carácter estadounidense. El mexicano y el estadounidense tienen diferentes sentimientos de soledad: el primero siente la soledad ante una realidad a la vez “destructora y creadora” (p.18) de la que se siente arrancado, mientras el segundo, el estadounidense, se encuentra solo “en un mundo abstracto de máquinas, conciudadanos y preceptos morales” (p.18). El mexicano quiere volver a un origen, cualquiera que este sea, para restablecer los lazos que lo unen a la creación. El estadounidense, en cambio, cree que ha construido el mundo a su imagen y semejanza, pero se siente separado de sus propias creaciones. La sociedad norteamericana quiere realizar sus ideales y tiene confianza en su supervivencia; su realismo es un realismo optimista, utilitario e ingenuo, porque no puede enfrentar los horrores de la realidad. Por el contrario, la sociedad mexicana tiene una mirada más pesimista y nihilista de la realidad, lo que se manifiesta en cómo contempla la muerte con familiaridad y religiosidad.
Los estadounidenses son abiertos, activos, alegres y humorísticos; los mexicanos, desconfiados, quietistas, tristes y sarcásticos. Unos creen que el mundo se puede perfeccionar y que la felicidad tiene que ver con la higiene ascética y con el trabajo; los otros creen que el mundo se puede redimir y que la felicidad tiene que ver con el contacto comunal y con la fiesta. Pero ni mexicanos ni estadounidenses han logrado reconciliarse con el universo. Finalmente, Paz afirma que ha conocido en España, durante la guerra, una soledad más esperanzadora y abierta a la trascendencia, que se produjo por “la cercanía de la muerte y la fraternidad de las armas” (p.25). Esta soledad era la de otro hombre, no español sino universal, que late como posibilidad en cada ser.
Máscaras mexicanas
En este ensayo, Octavio Paz caracteriza al mexicano como un ser encerrado, que se repliega sobre sí mismo y se esconde bajo una máscara. Reservado y reticente, celoso de la intimidad propia y de la ajena, el mexicano no permite que el mundo exterior lo penetre y cree que abrirse a los demás es una muestra de cobardía y de debilidad. Paz utiliza el término “rajarse” –el abrir una brecha entre el interior y el exterior– como una ofensa que denuncia falta de hombría por haber mostrado confianza hacia otro, renunciando a la soledad. La cuestión de la hombría es central a la caracterización del mexicano. La expresión más alta del hermetismo macho del mexicano es el estoicismo, es decir, mostrar indiferencia ante el dolor o el peligro e impasibilidad ante la derrota. Los mexicanos también son “resignados, pacientes y sufridos” (p.28).
Otra forma en la que se expresa el hermetismo del mexicano es en la “preferencia por la Forma” (p.29). Con esto, Octavio Paz se refiere a la predilección mexicana por la ceremonia, las fórmulas y el orden. Para el mexicano, el orden es “una esfera segura y estable” (p.28), lo que explica su esfuerzo por ser formal y su tradicionalismo, que es “una de las constantes de nuestro ser –dice Paz– y lo que da coherencia y antigüedad a nuestro pueblo” (p.29). Esto también explica su inclinación por el arte clásico y barroco y su reserva frente al romanticismo, que es expansivo y abierto. Pero, a veces, las formas no se corresponden con el ser mexicano; lo atan y lo ahogan, como sucedió con la Constitución de 1857, que derivó en la Dictadura de Porfirio Díaz, de la que el mexicano se liberó con la Revolución de 1910. Fue entonces cuando se descubrieron las artes populares y se creó una nueva poesía mexicana.
Si al estadounidense le da miedo y vergüenza su cuerpo, el mexicano lo vive con naturalidad y plenitud, pero de forma reservada. De ahí que manifieste pudor como un modo de defender su intimidad. Las mujeres mexicanas expresan ese pudor a través del recato, una de las virtudes más apreciadas por el hombre, que ve a la mujer “como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asignan la ley, la sociedad o la moral” (p.32). Desde la mirada masculina –observa Paz– la mexicana debe ocultarse, mantener el secreto, ser decente y sufrida. Ella debe ser pasiva y responder a un modelo genérico de feminidad y no puede tener deseos propios. Se diferencia de la española y de la estadounidense en que la española es una mujer “lujuriosa y pecadora de nacimiento” (p.32) a la que el hombre debe someter –la mexicana no tiene ningún instinto, ni malo ni bueno– y en que la norteamericana “reprime su espontaneidad” (p.33), mientras que la mexicana no tiene voluntad alguna. En ella se simboliza “la estabilidad y la continuidad de la raza” (p.34).
Por último, Octavio Paz agrega a estas actitudes del mexicano la simulación, como la parte activa de su ser que requiere invención y recreación constantes. El mexicano miente por placer y fantasía, pero también para ocultarse y ponerse al abrigo de intrusos. Ocurre que la mentira no solo sirve para engañar a los demás, sino también –dice Paz– “a nosotros mismos” (p.36), por eso llega un punto en que la realidad y la apariencia se confunden. Esto puede verse en la conducta del enamorado, que exhibe sus “llagas de amor” (p.37), transformándose en una imagen, un espectáculo que lo pone al reparo de revelar su verdadero ser. Para el mexicano, el amor suele estar asociado con la falsedad y la mentira y es percibido como una lucha; en vez de rendirse a la entrega mutua, el mexicano quiere obtener a la mujer, conquistarla.
Simular no es lo mismo que actuar. El simulador no quiere olvidarse de que disimula, no se entrega a su representación. Tampoco quiere mostrarse, sino pasar desapercibido. Paz intuye que el disimulo mexicano nació durante la Colonia, cuando indígenas y mestizos cantaban palabras de rebelión entre dientes para no ser oídos. Esta experiencia ha dejado temor, desconfianza y recelo, que se manifiestan en el disimulo tanto de la cólera como de la ternura. Una de las formas radicales de la simulación mexicana es el mimetismo: esconderse en el paisaje, cambiar de apariencia, confundirse con el entorno. El mexicano “aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes que abrir su intimidad y cambiar” (p.39). Por eso, la disimulación mimética es otra de las manifestaciones de su hermetismo.
Análisis
En los dos primeros ensayos de El laberinto de la soledad, Paz realiza lo que podríamos llamar el perfil psicológico del mexicano, describiendo actitudes y comportamientos característicos a su forma de ser o personalidad.
En el primer ensayo, “El pachucho y otros extremos”, Octavio Paz introduce uno de los temas centrales del libro, la soledad, manifiesta en la conciencia de sabernos y sentirnos solos. Este reconocimiento, arguye Paz, ocurre en la adolescencia, cuando nuestro ser se nos revela como un interrogante. Al igual que el adolescente que se interroga sobre sí mismo, México se encuentra –en 1950– en un momento de introspección, del que Paz se hace cargo en estos ensayos intentando responder a la pregunta del ser mexicano.
Paz decide iniciar su reflexión sobre México a través del pachuco, expresión descarnada de lo mexicano que se muestra en abierta confrontación con el país en el que vive, Estados Unidos. El pachuco es caracterizado por Paz como un “dandi grotesco” (p.14) y un “clown impasible y siniestro” (p.15), lo que acaso sugiere que tiene una perspectiva negativa de esta expresión “extrema” de lo mexicano. No obstante, el propio Paz se coloca a sí mismo entre los que perciben su propia identidad en contraste con la del estadounidense.
Es necesario tener en cuenta que Paz acude a menudo a la primera persona del plural, el nosotros, para incluirse dentro de este pueblo que es objeto de su examinación, y que define aquí en oposición al ellos estadounidense: “Ellos son crédulos, nosotros creyentes; aman los cuentos de hadas y las historias policíacas, nosotros los mitos y las leyendas […]. Nos emborrachamos para confesarnos, ellos para olvidarse. Son optimistas; nosotros nihilistas…” (p.21). Estados Unidos es una presencia fuerte de El laberinto de la soledad por las disputas territoriales y migratorias que tuvo (y tiene) históricamente con México y por su poder e influencia en el imperialismo moderno, pero al realizar esta comparación Paz no está pensando en poner en valor una cultura sobre la otra, sino en evidenciar cómo el mexicano y el estadounidense padecen por igual el sentimiento de soledad, aunque lo hacen de forma diferente.
En el pachuco se revela también eso que en el apéndice del libro Octavio Paz llama “la dialéctica de la soledad”: el anhelo de abrirse y de ser parte que surge del sentirse irremediablemente solo. Se expresa en el pachuco la convivencia contradictoria de soledad y comunión que atraviesa al mexicano, porque él intenta integrarse a la sociedad norteamericana pero, al mismo tiempo, también impide esa integración con su comportamiento de paria social, por el que es discriminado y perseguido. Paz afirma que la persecución redime al pachuco y rompe su soledad: “su salvación depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comunión y salud, se convierte en términos equivalentes” (p.16). Cerrando el ensayo, Paz describe otro tipo de soledad: la que se produce por la cercanía de la muerte, que percibió en España durante la guerra civil. Es la soledad del ser humano como tal, abierta a lo universal y lo trascendente. Como veremos, para Paz es la condición humana y universal del mexicano, del estadounidense o del español lo que los puede salvar de su soledad.
En el siguiente ensayo, “Máscaras mexicanas”, Paz recurre a la máscara como símbolo del cerramiento del mexicano, que se esconde detrás de su hombría, su tradicionalismo y su reserva, y que acude a la simulación para engañar a los otros y engañarse a sí mismo.
Los mexicanos creen que abrirse a los demás y manifestar dolor son signos de falta de hombría, por eso son desconfiados y estoicos. En este punto surge el tema del machismo del mexicano, para quien la mujer es débil por su naturaleza abierta: “su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su ‘rajada’, herida que jamás cicatriza” (p.27). Es la mirada masculina la que le impone a la mujer el deber de ser recatada y sufrida para preservar la moral y el orden social. Esta imposición convierte a la mexicana en un objeto instrumental que no tiene deseo ni voluntad propia, lo que la diferencia de otras concepciones machistas de la mujer, como la de “lujuriosa y pecadora de nacimiento” (p.32) de la española, o la represión de la “espontaneidad” (p.33) de la norteamericana. Octavio Paz se distancia de esta mirada machista diciendo que es “bastante falsa si se piensa que la mexicana es muy sensible e inquieta” (p.33) y afirmando que, en realidad, las mexicanas no son tan distintas de los mexicanos, porque como ellos se muestran “invulnerables, impasibles y estoicas” (p.34). De esta manera, la resistencia al sufrimiento de la mujer mexicana la hace trascender su supuesta debilidad femenina y adquirir “los mismos atributos del hombre” (p.35).
El hermetismo del mexicano se expresa también por su “amor a la Forma” (p.285), es decir, por su respeto de las tradiciones y su apego al orden establecido. La Forma, según Paz, “contiene y encierra a la intimidad, impide sus excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva” (p.28). La cuestión que se plantea aquí es que a veces las formas limitan en exceso al mexicano y lo llevan al punto de querer romper con el orden y la tradición. En este sentido, Paz afirma, utilizando de nuevo la primera persona del plural, que “la historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y las fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y a las explosiones con que nuestra espontaneidad se venga” (p.28). Un ejemplo es la Constitución de 1857 que, según Paz, intentó imponer a la fuerza la ideología liberal, y que, al eliminar la propiedad comunal indígena y la doctrina católica, terminó negando el espíritu comunal y religioso del mexicano.
En la última parte del ensayo, Paz se detiene a analizar lo que reconoce como la parte más activa y creativa del hermetismo mexicano: la simulación. El mexicano pretende ser alguien que no es, y miente y disimula con tanta destreza que termina confundiendo la realidad con la apariencia, la mentira con la verdad. De este modo, la simulación también tiene un carácter dialéctico, la contradicción de mostrarse para esconderse que termina haciendo de la mentira un camino posible para “llegar a la autenticidad” (p.36). Pero el mexicano no se olvida de que disimula, y esto Paz lo relaciona con el temor a ser descubierto que aparece con los primeros signos de rebelión en la Colonia. Es así como el ensayo termina conectándose con el siguiente, en el que se buscarán los acontecimientos históricos que explican el comportamiento mexicano.