La identidad
La construcción de la identidad es un tema presente durante toda la novela, operando fundamentalmente sobre el narrador protagonista. El viaje a la selva latinoamericana dispara una regresión hacia el pasado del protagonista que se manifiesta bajo el mecanismo de la memoria involuntaria: conforme avanza hacia la selva, determinados estímulos sensoriales hacen emerger en el narrador imágenes de su pasado, que son sometidas a una profunda reflexión. El protagonista trata de explicarse su vida, sus aciertos y fracasos, por medio de la recuperación de su pasado, de las figuras de sus padres y de su juventud como compositor.
En esta fuga tanto geográfica como temporal, el narrador comienza a cuestionar la modernidad y la opresión a la que se ve sometido el hombre occidental en las grandes ciudades. Observa su vida desde una óptica crítica y comprende que su identidad está construida sobre la repetición insensible del mismo esquema: trabajar para una agencia publicitaria, sostener relaciones sexuales con su mujer los domingos, participar en las tertulias de su amante, y no mucho más. Contra esta identidad alienada contrapone los ritmos de vida primordiales que observa en los indios, y decide abandonar la ciudad y quedarse en la selva.
La modernidad
La modernidad es uno de los grandes temas que se problematiza a través de las reflexiones del narrador. Los ideales de progreso y el espíritu romántico de la modernidad están continuamente puestos en duda y atacados por el protagonista, a quien la experiencia de la Segunda Guerra Mundial vació de fe y esperanzas en la humanidad.
La modernidad presenta una lucha, un constante contrapunto entre la sensibilidad barroca y la romántica. El narrador encuentra en lo barroco una conexión más profunda con los ritos ancestrales y los ritmos primordiales, mientras que ve en lo romántico la degradación de la cultura y una sensibilidad que ha sido capaz de generar en Europa a los grandes dictadores (de los que Hitler es, por supuesto, el caso más paradigmático).
El narrador es un buen ejemplo del hombre influido por la filosofía del absurdo del siglo XX, para quien todos los sistemas de intelección de la modernidad y el positivismo han entrado en crisis tras las grandes guerras. En ese sentido, es importante recordar que la segunda mitad del siglo XX fue testigo de una profunda crisis epistemológica que puso en jaque los paradigmas heredados de la modernidad, crisis que el protagonista manifiesta en sus reflexiones. La ilusión positivista del progreso, en derrumbe luego de las dos grandes guerras del siglo XX, no puede sostenerse frente a los cambios vertiginosos de un tiempo cuyo signo es el movimiento. Armadas de su racionalismo matemático, las ciencias pierden la cohesión armónica de que gozaran en el siglo XIX y ya no pretenden dar una respuesta totalizante frente a los grandes interrogantes de la vida en el mundo. La creencia en un sistema de intelección que diera cuenta de la complejidad de lo real es abandonada; se torna una empresa imposible y, a la luz de los nuevos tiempos, se vuelve absurda. Frente al desequilibrio generalizado que se percibe, muchos intelectuales vuelven sus miradas sobre las formas en que la humanidad ha representado su relación con el mundo en busca de comprenderse y justificarse. Y esto es exactamente lo que sucede al narrador, una transición que Carpentier logra representar con maestría en su novela. Frente a la crisis de todos los paradigmas que han constituido las bases de su personalidad, el narrador se entrega de lleno a la experimentación del mundo más simple pero a la vez más profundo y significativo que encuentra en la selva, un mundo que no conoce la decadencia de la modernidad, que aparece fuera del tiempo y que solo puede aprehenderse, como se verá en varios pasajes de la novela, en clave mítica.
El tiempo
El problema del tiempo es uno de los temas fundamentales de la obra. El narrador está constantemente atravesado por la noción del paso del tiempo y de las épocas. El título de la novela, Los pasos perdidos, hace referencia a la regresión temporal que realiza el narrador en la selva, hasta llegar "al cuarto día del Génesis": a un momento previo a la existencia de los seres humanos.
En primer lugar, al narrador lo preocupa la época que vive, y califica al siglo XX como el tiempo del "Hombre-avispa": una época donde el ser humano se encuentra totalmente alienado y entrega su vida a la repetición inconsciente de los mismos gestos y de una rutina vaciada de sentido. Es el tiempo de la posguerra, y todo occidente está sacudido por la brutalidad del conflicto reciente.
Al tiempo cronológico de la ciudad -que es el tiempo del trabajo, de la rutina y del ocio; el tiempo monetizado -se le opone la noción del tiempo mítico que se despliega en la selva latinoamericana: allí los hombres parecen mantenerse en un pasado remoto que la modernidad no ha invadido ni sometido a sus prácticas. El tiempo mítico es el tiempo de los ritmos primordiales, de la vida en contacto con la naturaleza y sometida a sus estructuras. Es un tiempo donde no hay que sacarle provecho a las horas para constituirse como una persona valiosa para la sociedad. En esa nueva concepción del tiempo el narrador encuentra la pureza y el sentido que la modernidad ha perdido, y por eso decide quedarse a vivir en la selva.
El choque entre culturas
El choque de culturas está presente a lo largo de toda la novela. El contrapunto entre las oposiciones constituye uno de los conflictos principales en Los pasos perdidos y puede observarse en la polarización con la que el narrador interpreta el mundo: la idea de un "acá" y un "allá" que luego es subvertida (el acá de la cultura occidental y el allá de la selva se invierten y el narrador termina refiriéndose a la capital occidental como el "allá" al que no quiere regresar), la idea de época moderna o contemporánea y de un tiempo primitivo e incluso lo barroco versus el romanticismo son todas formas de abordar la idea de choque cultural.
Pero el mayor choque de culturas lo experimenta el narrador al acercarse a Rosario. Como lo plantea desde que comienza a interesarse por ella, "reconocía que toda una cultura, con sus deformaciones y exigencias, me separaba de esa frente detrás de la cual no debía haber siquiera una noción muy clara de la redondez de la tierra, ni de la disposición de los países sobre el mapa" (p.104). Esta misma distancia cultural es la que experimenta Mouche, la amante del narrador, en relación a todo lo que encuentra en la selva. Sin embargo, cuando habla de las diferencias entre sus formas de vida y las de los hombres de la selva, el narrador no concuerda con las contradicciones de su amante, y esta es otra de las razones por las que terminan separándose. En verdad, el choque de culturas es tan grande, y el protagonista se muestra tan ávido de absorber la cultura de los pueblos de la selva, que se abre un abismo entre su amante y él. De esta manera, una discusión que sostiene con Mouche ilustra la profundidad de este choque, que atraviesa incluso al discurso de los personajes:
"(...) comenzó a hacer un proceso de la manera de vivir de la gente de acá, de sus prejuicios y creencias, del atraso de su agricultura, de las falacias de la minería, que la llevó, desde luego, a hablar de la plusvalía y de la explotación del hombre por el hombre. Por llevarle la contraria, le dije que, precisamente, si algo me estaba maravillando en este viaje era el descubrimiento de que aún quedaban inmensos territorios del mundo cuyos habitantes vivían ajenos, a las fiebres del día, y que aquí, si bien muchísimos individuos se contentaban con un techo de fibra (...) pervivía en ellos un cierto animismo, una conciencia de muy viejas tradiciones, un recuerdo vivo de ciertos mitos que eran, en suma, presencia de una cultura más honrada y válida, probablemente, que la que se nos había quedado allá" (p. 119).
Este choque cultural no logra resolverse en la novela, como se comprende en el último capítulo, cuando el protagonista regresa a la selva, descubre que Rosario ya se ha casado con otro hombre y comprende que él nunca podrá pertenecer a ninguno de los dos mundos, ni el que ha dejado atrás, ni el que intentaba alcanzar.
La representación versus la realidad
La representación como oposición a la realidad -y la representación teatral principalmente -es un tema de fondo que se manifiesta con recurrencia tanto en la acción de los personajes como en la reflexión del narrador.
En primera instancia, el protagonista está atravesado por el teatro: su mujer es actriz, por lo que está acostumbrado a las representaciones y a todo lo que implican. Pero el mundo de la representación y de las máscaras es el mundo rechazado por el autor, que lo considera un arte en decadencia que ha consumido la vida de su mujer.
Desde la óptica del narrador, el espacio de lo artístico ya no es más que un espacio invadido, reflejo de la sociedad materialista y tecnificada que enajena al hombre. Y no es, justamente, el lugar de cumplimiento de un rito que ayuda a los participantes a escapar de la enajenación y la alienación. El maquillaje y el traje son aquí signos de esta enajenación y del espacio del que el narrador intenta escapar regresando a los orígenes de la humanidad, en en su viaje a la selva latinoamericana.
En el sentido señalado anteriormente, Mouche también aparece cargada de este valor negativo de la representación de un papel. A medida que se adentran en la selva, el aspecto de la amante del protagonista comienza a degradarse, su rostro empalidece, su cabello cambia de color y el maquillaje pierde los efectos embellecedores que tenía en la ciudad. Así, Mouche queda al descubierto, sin esa máscara que sostenía con facilidad en la ciudad.
Al final del libro, cuando el protagonista regresa a su ciudad, también se refiere a la conducta de su mujer como un papel que interpreta y que no es verdadero: Ruth juega primero a ser la buena esposa, acompañando a su marido rescatado de la selva, llorando, emocionándose y dando discursos conmovedores. Pero cuando se entera de la verdad detrás del regreso de su marido, su representación da un giro y se transforma en la esposa despechada y vengativa que quiere hacerle la vida imposible al protagonista. Así, la vida de Ruth parece ser una constante representación teatral de papeles predeterminados por la cultura y que el narrador no puede tolerar más.
Otra forma de representación se opone a la teatralidad negativa de las grandes ciudades occidentales: la representación ritual como una estructura cargada de sentidos profundos que permite la conexión del hombre y de la sociedad con la creación como un todo articulado. Esto es lo que ve el narrador en el velorio del padre de Rosario, cuando sus hijas se arrojan al pie del féretro y emiten prolongados aullidos, gritando que se arrojarán a la tumba junto al muerto, porque no pueden vivir sin él. Aquello no es una representación vaciada de sentido, ni una máscara alienante, sino la ejecución de un antiguo rito fúnebre que perdura en la selva y que sirve para exorcizar los sentimientos de tristeza y pesar asociados a la muerte. Algo similar ilustra el rito funerario oficiado por el hechicero. Frente a la representación alienante del teatro en la ciudad, aquellos ritos conforman un modo de representación cargado de sentido que impulsan al protagonista a permanecer en la selva.
El origen de la música
El origen de la música es el tema que desencadena la acción de la novela. De joven, el protagonista se había dedicado al estudio de la música y mientras trabajaba con el Curador en su museo organográfico había desarrollado una teoría sobre el origen de la música que "explicaba el nacimiento de la expresión rítmica primordial por el afán de remedar el paso de los animales o el canto de las aves" (p.23). A esta teoría la había llamado "mimetismo mágico-rítmico" (p.24), y sostenía que los ritmos musicales fundamentales eran los del trote, el galope, el salto, el gorjeo y el trino.
Dispuesto a encontrar más instrumentos que sustentaran aquella teoría, el Curador convence al protagonista de que viaje a la selva amazónica y visite las regiones que todavía no habían sido exploradas a fondo. El narrador así lo hace, y en su viaje encuentra los instrumentos musicales que había ido a buscar, pero también participa de un ritual funerario oficiado por un hechicero indio que le cambia totalmente la percepción sobre el origen de la música y da por tierra con su teoría de la juventud.
Durante el ritual, el protagonista contempla cómo el hechicero, mientras marca el ritmo con unas especie de maraca o sonajero, comienza a hablar con diferentes voces, imitando la voz de la muerte y oponiéndole a esta su propia voz en una representación ritual de la lucha entre la vida y la muerte. El hechicero cambia sus voces y emite aullidos y sílabas que comienzan a repetirse hasta llegar a crear un ritmo. También "hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que son el embrión de una melodía" (p.174). El ritual se extiende y se transforma poco a poco en lo que se presenta al protagonista como el prototipo de un treno, un canto fúnebre articulado dentro del ritual para exorcizar las energías negativas de la muerte. Este aparece ante los ojos del protagonista como el verdadero origen de la música, y no la imitación de la naturaleza. La conexión con el ritual, que es a la vez puesta en escena del pensar mítico, conmueve profundamente al protagonista, y es una de las razones por la que decide quedarse en aquella selva: allí, la dimensión primitiva de aquellos pueblos es un escenario propicio para la inspiración del artista y para la composición musical, fuera de los cánones impuestos por la modernidad.
La creación artística
La creación artística es un tema de fondo en la vida del protagonista. De joven se había entregado con pasión a la composición de una obra musical en torno al Prometeo Desencadenado de Percy Shelley, pero esta empresa había quedado trunca debido a la Segunda Guerra Mundial. Al regresar de la guerra, el protagonista había cambiado tanto que le parecía imposible volver sobre aquella pieza musical y se había dedicado a la composición para el cine y la radio. Así, el Prometeo Desencadenado había quedado olvidado por largos años.
Las composiciones que realizaba para agencias de publicidades le parecían una reducción de la creación musical al mundo del mercado, supeditadas en general a la imagen y con el objetivo de vender antes que de generar un placer estético. Esta comercialización de la creación musical es una de las razones por las que el protagonista se siente alienado al comienzo de la novela.
Durante su viaje, su pasado reciente como compositor comercial queda atrás y nuevas perspectivas se abren sobre él. Al encontrarse sumido en un pasado mítico, recupera también el origen de la música ante la contemplación de un ritual funerario y, a partir de ese momento, un nuevo proyecto musical comienza a forjarse en su mente. Las semanas siguientes, mientras vive en Santa Mónica de los Venados, el protagonista se entrega a la composición de su Treno, una obra basada en el canto XI de La Odisea, que narra el descenso al Hades de Ulises. Recuperada la inspiración, un mundo de posibilidades vuelve a abrirse ante el narrador, que entonces se considera ante todo un artista. Al final del libro, cuando su intento regresar a la selva fracasa, el narrador se considera a sí mismo como un artista que no puede desligarse de su época. Afirma que así como la creación musical necesita de la materia prima del tiempo, el compositor necesita del contexto histórico y cultural para la creación de sus obras.