Resumen
VIII
(11 de junio)
La idea del viaje ofusca enormemente a Mouche, quien se declara enferma con tal de retener al narrador. Sin embargo, su dolencia fingida en nada conmueve a su amante, y al día siguiente toman el autobús que remonta la cordillera con un traqueteo ensordecedor. Toda la naturaleza se presenta con proporciones desmesuradas a los ojos del protagonista, quien está maravillado por aquellas moles de piedra y los precipicios entre los que se mueve el vehículo. Tras varias horas de andar, justo frente a un pequeño puente de piedra, una mujer aparece sentada a un costado del camino, sola y como paralizada en aquella inmensidad. Cuando el transporte se detiene y los pasajeros bajan para hablar con ella, comprueban que la mujer se encuentra estupefacta, con la mirada empañada y los labios temblorosos. Alguien le da entonces una tableta de melaza, y al masticarla, la mujer comienza a recuperar la consciencia. Luego mira al narrador, se levanta y sube al autobús, con lo que se retoma el viaje.
La mujer se sienta junto a Mouche y todos los pasajeros a su alrededor comienzan a relatar historias que mucho tienen de mitología, sobre expedicionistas muertos en aquellas montañas, cuyos cuerpos congelados aún se mantienen intactos al paso del tiempo.
Una vez que llegan al pueblo donde deben hacer noche, los viajeros descienden y se hospedan en la posada. Mouche se acuesta temprano y el narrador se queda en la sala principal de aquella posada, conectada con la cocina, donde hay un gran hogar que ilumina y caldea la estancia. Allí también se encuentra la mujer que levantaron en el camino. El narrador establece un diálogo con ella, tras observarla por mucho tiempo y sorprenderse por lo variopinto de sus ropas, donde diferentes épocas parecen conjugarse, aunque ella lo ignora. La mujer se llama Rosario y rápidamente se pone a conversar con el narrador, mostrándole un sinfín de hierbas aromáticas y medicinales que lleva consigo, y explicándole para qué sirve cada una. Una vez terminadas las explicaciones, Rosario quema algunas hierbas en el hogar, saluda al narrador y se retira de la sala principal.
IX
(Más tarde)
El narrador se queda solo junto al fuego, y repentinamente nota que la radio ha quedado prendida. Hasta él llegan las notas de la Novena Sinfonía de Beethoven, cosa que lo sorprende y le recuerda el episodio en la sala de conciertos. La sinfonía despierta en él recuerdos de su padre, gran músico alemán a quien él debe toda su educación musical. El narrador cuenta entonces que nació en las Antillas, gracias a una casualidad: tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, su padre, asqueado con el rumbo que tomaba la política europea, se enlistó en una gira musical que una compositora llevaba al Caribe. Cuando la guerra se extendió, el músico decidió instalarse en las Antillas, puso un modesto negocio de instrumentos musicales y formó allí su familia. Allí vivió por muchos años, hasta enviudar y trasladarse a América del Norte, puesto que las Antillas ya no representaban nada para él excepto una profunda soledad.
El narrador recuerda entonces que, muerto su padre, decidió recorrer la Europa fabulosa que estaba presente en todos sus relatos de niño. Así, comenzó un largo viaje del que no pretendía volver a América del Norte y que lo llevó por todas las capitales y los museos más famosos del viejo continente. Sin embargo, las realidades con que se topó contrariaban completamente a las historias de su padre. Lejos de encontrarse con el genio del pensamiento europeo que su padre tanto había ensalzado, el protagonista se encontró con unas sociedades rápidas en el juicio del pasado que idealizaban un sistema decadente y violento. En sus años de viaje, pudo comprobar cómo las masas enardecidas juraban lealtad a regímenes totalitarios y las grandes figuras artísticas del pasado se transformaban en instrumentos de las ideologías fascistas. Despechado y herido profundamente, donde buscaba la lógica, la razón y el espíritu humanístico, encontraba solo procesos políticos desconcertantes y brutales. Así, una tarde en que escuchara la danza macabra interpretada en un osario en Blois, lo sorprendieron las noticias que anunciaban el comienzo de la guerra.
Tras estos recuerdos, los aromas que desprenden las hierbas quemadas por Rosario en el hogar hacen saltar al narrador a imágenes de su infancia, en la que jugaba con María del Carmen, vigilados por una negra que limpiaba ajíes, a navegar en una cesta de esparto. De allí la música vuelve a conectarlo con Europa y el final de la guerra, y en su mente se hacen presentes las imágenes brutales de un campo de concentración que visitó y que quebró definitivamente su fe en Europa y en la humanidad: no podía creer que la modernidad fuera aquello: la sistematización y economización de la tortura y la muerte. No podía creer que los campos de concentración, siniestramente modernos, fueran producto de aquel pueblo que había albergado al genio de Beethoven. La imagen de los nazis prendiendo las cámaras de gas y cantando, momentos después, el "Himno a la Alegría" con sus versos, “Todos los hombres serán hermanos donde se cierne tu vuelo suave”, le parecía tan repulsiva que destruyó profundamente su interés por Europa y por aquel occidente repleto de contradicciones, ínfulas de grandeza y una mediocridad insalvable.
Traído al presente con estos pensamientos derrotistas, el protagonista reconoce su propia mediocridad al haber contemplado estafar a la universidad con los instrumentos falsos, lo que reafirma su nueva resolución de internarse en la selva para cumplir con su tarea.
X
(Martes, 12)
A la mañana siguiente, cuando Mouche se levanta, el narrador puede notar con un solo vistazo el deterioro en el aspecto de su amante: la mujer está macilenta, con el pelo crespo y todo el cuerpo desganado. Durante el desayuno los acompaña Rosario, con quien la pareja charla con familiaridad. Otra vez en el autobús, tanto Mouche como Rosario se enfrascan en la lectura de los libros que llevan con ellas. Al narrador le llama la atención el contraste entre las dos mujeres: Mouche, burguesa con ánimos de artista revolucionaria, lee con velocidad una obra de cierto intelectual muy de moda en los círculos artísticos, mientras que Rosario avanza lentamente, casi deletreando cada palabra, sobre una novela rosa de decorado medieval. Frente a tan dispares lecturas, el protagonista se hace repentinamente consciente de la ingenuidad de aquella mujer de la selva, para quien cualquier cosa escrita “es verdadera”; por otra parte, Mouche le parece cada vez menos atractiva y su presencia comienza a molestarle.
Horas después el autobús se interna en una zona de la montaña en que los yacimientos petrolíferos son explotados por enormes maquinarias extractoras que el narrador compara con pájaros diabólicos. La visión es fabulosa: enormes lenguas de fuego se desprenden de los yacimientos y se elevan enrevesadas en el aire, cambiando de color y apagándose súbitamente para encenderse nuevamente.
Esa noche llegan a otro pueblo donde deben pasar la noche. En la posada y sus alrededores se respira un aire de fiesta porque, casualmente, ese día ha llegado un grupo de prostitutas cuyos vestidos y bailes mucho se asemejan a un espectáculo teatral. Todos en el pueblo parecen mostrar cierto respeto y tolerancia hacia las prostitutas, como si su llegada suspendiera los juicios morales de esposas, madres e hijas, y todos disfrutaran de los ánimos exaltados. Mientras el protagonista se retira a su habitación para descansar, Mouche intenta establecer un diálogo con las prostitutas, mezclándose entre ellas. Momentos después, la voz angustiada de su amante llama a los gritos al protagonista, quien se asoma al pasillo para descubrir que un hombre fornido la arrastra por el pasillo y quiere hacerla entrar en una habitación a la fuerza. El narrador entonces salta sobre el hombre y lo golpea, y ambos luchan con energía y ruedan por el piso. En el momento en que el hombre fornido está por descargar sus puños contra el rostro del narrador, Rosario los separa y logra explicar el malentendido. Cuando el hombre, un minero llamado Yannes, comprende su error, se disculpa profusamente con el protagonista, y ambos terminan bajando a la posada a beber un trago.
Al rato se les unen Mouche y Rosario; la amante del protagonista se aproxima a Yannes y comienza a sacarle charla, en un juego de seducción que pone incómodo al hombre y que acrecienta el rechazo que el narrador ha comenzado a sentir por ella. De allí los cuatro piden unas botellas de cerveza y abandonan la posada para recostarse en una embarcación junto al río y contemplar la magnífica noche. Sin embargo, al narrador le molesta mucho que Mouche no pare de hablar y no se muestre en nada conmovida por el espectáculo natural que los rodea, y termina por reflexionar en cuán diferente es su amante a Rosario, quien, a pesar de la distancia cultural que los separa, lo atrae profundamente.
XI
(Miércoles, 13)
El narrador comienza el viaje por vía fluvial, sumándose a la tripulación de un barco que transporta pasajeros y cargamento. Lo acompañan Mouche, Rosario y Yannes. En el transcurso de las horas, el narrador se da cuenta de que su reloj hace tiempo se ha quedado sin cuerda y él ha dejado de controlar maniáticamente los horarios, como solía hacer. A su vez, cada vez se arrepiente más de haber llevado a Mouche con él, quien ahora le impide mezclarse a gusto y placer con la gente de la tripulación. También, se da cuenta de que frente a Rosario siente constantemente el temor a hacer el ridículo, puesto que comprende que en aquellos lugares él es el ignorante y ella la sabia y conocedora.
A la puesta del sol atracan en un tosco muelle, en un lugar que el narrador presenta como las "Tierras del Caballo". Todo allí gira en torno a esos animales: las herrerías, las curtiembres y las talabarterías.
XII
(Jueves, 14)
Al día siguiente reanudan la navegación por la noche, con luna llena, para poder superar por la mañana un paso turbulento. Al mediodía llegan a una prodigiosa ciudad en ruinas y mientras caminan por sus calles y se maravillan con el espectáculo de sus edificios derruidos, un grupo de hombres disfrazados de diablos aparecen en procesión y se dirigen a la iglesia. Allí, golpean las puertas cerradas y profieren largos aullidos, hasta que estas se abren y dan paso a una procesión que carga la imagen del apóstol Santiago, ante la cual los diablos huyen despavoridos y se pierden a los gritos por la ciudad. La procesión con el santo avanza da una vuelta por la ciudad y regresa a la iglesia. Terminada la representación ritual, los fieles se disgregan y el narrador queda solo en medio de la plaza. Al poco tiempo aparece Rosario, junto a un monje capuchino llamado fray Pedro de Henestrosa, que va a embarcar junto a ellos. El fraile le explica entonces al protagonista que lo que acaba de presenciar es la festividad del Corpus, que se sigue festejando por tradición.
Nuevamente en la embarcación, Mouche manifiesta que la vista de aquella ciudad fantasmal le parecía que aventajaba en misterio y maravilla a cualquiera que hubieran podido imaginar los pintores modernos. El narrador está muy de acuerdo con ella, pero el hastío que siente por su amante es tanto que no le presta atención. La embarcación en la que avanzan le parece una cosa de locos: cargada de toros, de gallinas enjauladas y de cerdos sueltos en cubierta, llevando a monjes, artistas y marineros, el protagonista la compara a la "Nave de los Locos" de Bosco. Mientras avanzan por el río, el narrador siente cómo se desprenden del territorio de la historia para adentrarse en la tierra del mito, donde todo cobra una dimensión profunda y cargada de nuevos sentidos.
XIII
(Viernes, 15 de junio)
Una vez que llegan a Puerto Anunciación, el narrador reflexiona que aquella ha dejado de ser la "Tierra del Caballo" y se ha convertido en la "Tierra del Perro". La vegetación selvática crece de forma tan exuberante que la gente está siempre luchando una batalla por mantenerla a raya. Allí los caballos resultarían inservibles, puesto que es imposible sostener senderos abiertos en la selva. Sin embargo, los perros resultan muy útiles para mantener a las alimañas alejadas, por lo que son el compañero perfecto para el hombre en la selva.
Los personajes se hospedan en una posada construida sobre un viejo cuartel cuyo patio interno está lleno de lodo y de grandes tortugas. Mouche se encuentra de pésimo humor por las pocas comodidades que hay en aquel lugar, a donde no ha llegado ni siquiera la luz. En la última jornada de viaje, toda su figura parece haberse marchitado a los ojos del narrador. La diferencia ideológica entre el narrador y su amante se pone en evidencia cuando ella comienza a hablar “con tono economista” de las falencias y la precariedad de la cultura en la que se han sumergido; el protagonista, por el contrario, le dice que justamente lo que lo tiene maravillado en ese viaje es que aún existan lugares en el mundo en los que la gente viva más cerca del mito y de las tradiciones que de la sociedad de confort.
Mouche monta en cólera en medio de la discusión y llama al narrador “burgués”, lo que a él le parece una estupidez, puesto que, justamente, Mouche es la que sostiene una conducta burguesa: siempre coloca por encima de todo sus pequeñas pasiones y placeres. La discusión sube de tono, y el narrador termina insultando a su amante con saña. Mouche entonces abandona la habitación, sale enfurecida al patio, se resbala en el lodo y cae sobre las tortugas. Frente a este espectáculo deplorable, el narrador la socorre, la baña y la acuesta, pero luego la deja allí, sola, y sale a tomar aire y recorrer la ciudad.
En una taberna se encuentra con Yannes, que está hablando con un sujeto al que llama el Adelantado. Éste le cuenta sobre las civilizaciones perdidas selva adentro, de las cuales él –y solo él– conoce las geografías y sus ubicaciones en el mapa. El Adelantado le dice también que de seguro podrá encontrar los instrumentos que busca, sin mucha dificultad, en los primeros pueblos de la selva. Sin embargo, su discurso es interrumpido por fray Pedro de Henestrosa, que se aproxima a avisar que el padre de Rosario ha muerto.
XIV
(Noche del viernes)
Todos participan del velorio. El narrador contempla a las mujeres que rezan Aves Marías alrededor del cajón del difunto y a los notables que las acompañan, como el Alcalde, el Maestro y el Curtidor de Pieles, entre otros. En un momento aparece Rosario, toda enlutada y con el pelo lustroso, se acerca al ataúd y, de repente, lanza un aullido largo e inhumano y se abraza al cajón. Con voz ronca dice que ya no tiene por qué vivir y que va a arrancarse los ojos y arrojarse a la tumba para que la entierren junto a su padre. Finalmente, los presentes la sacan de la habitación y una de las hermanas de Rosario (tiene nueve en total) repite aquel ritual, con lo que el narrador entiende que se trata de una especie de representación trágica que mucho tiene de teatral. Esto le parece mucho más auténtico y profundo que la forma en que los hombres de las grandes ciudades lidian con la muerte, y queda hondamente impresionado por la potencia de ese rito.
Luego, el narrador se reúne con Rosario en la cocina y le hace compañía. Entre ellos se establece una situación cargada de sensualidad y de miradas cargadas de un deseo implícito hasta que los relojes dan la hora del amanecer y el narrador se sorprende, puesto que el mundo sigue sumido en la oscuridad. Salen entonces fuera de la casa y observan que el cielo está cerrado por una extraña nube rojiza, compuesta de miles y miles de mariposas de un color amaranto profundo que comienzan a llover sobre ellos. El Adelantado le dice entonces al protagonista que aquello no es una novedad en la región, y que probablemente durará todo el día. El entierro debería hacerse, pues, a la luz de los cirios, en aquella noche diurna, enrojecida de alas.
XV
(Sábado, 16 de junio)
El entierro se realiza en un cementerio invadido por la maleza, y durante todo el día continuó la penumbra causada por las nubes de mariposas. En un momento del día, Mouche aparece acompañada de Yannes, con aspecto alegre, y explica que se encontró con Yannes en el embarcadero; a la vista de unos comerciantes de caucho que pasaban por allí, le había pedido al minero que la llevara a contemplar la barrera de granito que la embarcación debía sortear. Mientras cuenta las maravillas exóticas que había visto allí, muestra unas flores que dice haber juntado al borde de las gargantas que formaba el río y dice a todos que deberían aprovechar el viaje de los caucheros para adelantar un buen trecho por el río. Yannes asegura entonces que así podrían alcanzar para esa misma noche la mina de diamantes de sus hermanos.
Rosario se suma al grupo y acepta viajar con ellos tras una invitación que le hace Mouche, lo que alegra mucho al narrador, quien no quiere separarse de la nativa. Mientras se dirigen al embarcadero, Rosario aprovecha un momento en que se queda a solas con el narrador y le dice, a modo de confesión, que aquellas flores que le mostró Mouche no crecen en las gargantas del río, sino en una isla cercana, donde se encuentran los restos de una misión abandonada, que le señala con la mano. Sin embargo, el narrador no le puede preguntar más al respecto porque, tras esa aclaración, Rosario evita quedarse a solas con él.
Los personajes van internándose poco a poco en lo que parece ser la antesala de la selva: un paisaje mineral se extiende ante ellos, de grandes bloques de granito cuyas formas asemejan, a los ojos del narrador, a dinosaurios y animales petrificados. Todo parece respirar misterio, como si estuvieran adentrándose en los restos de una necrópolis perdida. En un momento, el narrador pregunta a sus compañeros de viaje por la isla de la misión abandonada donde, según Rosario, Mouche obtuvo las flores. Estos le dicen, entre risas de los caucheros, que aquella isla, “Santa Prisca”, es un lugar afrodisiaco al que las parejas van a tener relaciones sexuales, puesto que todo allí tiene la capacidad de enardecer las pasiones.
Esta historia no enoja al narrador, sino más bien todo lo contrario, puesto que siente que después de aquel acto ya no hay nada que lo vincule a su amante, por lo que no siente ninguna responsabilidad hacia ella.
XVI
(Noche del sábado)
En el campamento minero de los hermanos de Yannes, el protagonista se encuentra con el doctor Montsalvatje, un interesante científico que estudia las propiedades alucinógenas de los hongos y las hierbas de la selva. Este personaje cuenta un sinfín de historias sobre las propiedades de diversas plantas, como una clavaria cuyo solo olor puede producir alucinaciones visuales. Luego, alrededor del fuego, también se cuentan numerosas historias sobre la mítica ciudad de Manoa y El Dorado, y los hombres pasan de mano en mano un hacha de manufactura española que el Adelantado encontró selva adentro, y que debía pertenecer a un adelantado que buscaba oro en aquellas latitudes. Más entrada la noche, el doctor incluso les muestra un tubo de cristal lleno de pepitas de oro, que el protagonista y Mouche pueden tocar y contemplar a la luz del fuego.
XVII
(Domingo, 17 de junio)
Las minas de oro en las que trabajan los hermanos de Yannes son unos pozos llenos de barro realmente muy poco agradables, que ponen de manifiesto el fracaso de los buscadores: impulsados por el descubrimiento de algunas pepitas, aquellos hombres se la pasan cavando en la tierra a la espera de encontrar, sin ningún éxito real. Cuando el narrador está investigando las “minas”, escucha unos gritos provenientes de un pozo de agua donde las mujeres se estaban bañando. Mouche aparece entonces, gritando; Rosario corre detrás y se arroja sobre ella, la tira al piso y comienza a golpearla con violencia. Cuando logran separarlas, ven que Mouche tiene dos dientes partidos y muchos rasguños sobre su piel. El doctor Montsalvatje lleva a la mujer herida a su choza para curarla. Allí, Mouche se muestra al borde de la demencia, y el doctor anuncia que ha contraído paludismo, una enfermedad muy común en la selva. Casi delirando y al borde del desfallecimiento, Mouche le ruega al narrador que vuelvan inmediatamente a la civilización, pero éste no se conmueve con el estado de su amante, sino que se limita a contemplarla sin emociones.
Una vez calmada Mouche, el doctor anuncia que la mujer no se encuentra en condiciones de continuar la marcha, pero que si el narrador quiere, al día siguiente él puede escoltarla de vuelta a los poblados, hasta dejarla en un sitio seguro y cómodo para que pueda recuperarse. El protagonista acepta gustoso aquella oferta, y abraza a Montsalvatje en signo de gratitud.
Poco después, el narrador se encuentra con Rosario e indaga qué es lo que ha sucedido. Ella le cuenta en voy muy baja que Mouche se acercó desnuda a ella mientras se bañaban y comenzó a hacerle preguntas sobre su cuerpo y a hablar de la firmeza de su vientre y de sus senos, al punto de acercársele y querer tocarlos. El protagonista comprende que, en la cultura de Rosario, aquella violación de la intimidad es mucho más dura que cualquier otra ofensa, y de ahí el estallido violento contra Mouche. Cuando están hablando, el narrador golpea accidentalmente una cesta llena de hierbas, que caen por el piso y desprenden unas fragancias embriagantes. Impulsados por aquellos aromas y por la sensualidad insinuada en días y días de viaje, el narrador se arroja sobre Rosario y ambos tienen relaciones sexuales de forma impulsiva y apremiante. Una vez consumado el acto, los dos se quedan abrazados un buen tiempo, acariciándose y mirándose como si se estuvieran descubriendo por primera vez.
Poco tiempo después, Rosario se arroja sobre el narrador con ímpetu renovado y ambos ruedan por el piso; mientras se empeñan en el acto sexual, el narrador golpea una hamaca que tiene encima y despierta a Mouche, que estaba adormecida y convaleciente. La mujer entonces comienza a gritarles “cochinos” a la pareja que, al lado de ella, continúa teniendo sexo, ignorándola por completo.
XVIII
(Lunes, 18 de junio)
Al día siguiente el narrador despacha a Mouche junto al doctor y se prepara, junto a Rosario, para una nueva etapa en su viaje. Entre ellos dos se genera una nueva complicidad, alimentada por la pasión del amor que acaban de descubrir. El narrador entonces reflexiona sobre los roles que cumplen las relaciones amorosas en aquella parte del mundo, olvidada a los ojos de la modernidad de Occidente. En el esquema primitivo y telúrico que sostienen, Rosario se encarga de prodigarle al hombre todos los cuidados relacionados con la casa: lo limpia, le hace la comida, está pendiente de sus necesidades y de su reposo, y el narrador indica que “la hembra al varón en el más noble sentido del término, creando la casa con cada gesto” (p. 146). Esa noche todos se reúnen en torno al fuego y se alimentan de una danta (es decir, de un tapir) que han cazado, en una cena que mucho tiene, a ojos del narrador, de ritual antiguo y mitológico.
Al día siguiente, los personajes se reparten en dos canoas hechas de grandes troncos ahuecados, llamadas curiaras, que son conducidas por indios –así los llama el narrador a los nativos de la selva-. Rosario, el narrador y el Adelantado se ubican en una, mientras que Pedro de Hortenosa ocupa la otra junto a Yannes y el equipo que llevan.
Análisis
El Capítulo 3 se destaca por ser el más extenso de la novela y marca la irrupción definitiva de una nueva dimensión temporal en la vida del protagonista. Desde que toman el autobús, la progresión geográfica del viaje tiene un correlato automático en la regresión temporal que experimenta el personaje. Como el propio narrador lo indica, “Hasta ahora, el tránsito de la capital a Los Altos había sido, para mí, una suerte de retroceso del tiempo a los años de mi infancia –un retorno a la adolescencia y sus albores– por el reencuentro con modos de vivir, sabores, palabras, cosas, que me tenían más hondamente marcado de lo que yo mismo creyera” (p. 77). Este proceso, que es desencadenado por la familiaridad con la lengua y la cultura latinoamericana, se hará cada vez más frecuente todo a lo largo del capítulo.
Mientras el autobús avanza, la naturaleza se despliega, desmesurada, ante los ojos sorprendidos del narrador. Un elemento recurrente en toda la novela, a partir de este punto, es la descripción de los cambios geográficos, desde las cumbres y los valles hasta las Grandes Mesetas en lo profundo de la selva. La minuciosidad y plasticidad de estas descripciones están atravesadas por la noción de lo real maravilloso y se presentan, como se verá más adelante, como portentos inconmensurables que pertenecen a otra época del mundo y propician la regresión temporal que experimenta el personaje.
La aparición de Rosario en medio de la ruta vacía también aparece como un portento misterioso y maravilloso. “Una mujer estaba sentada en un contén de piedra, con un hato y un paraguas dejados en el suelo, envuelta en una ruana azul. Le hablaban y no respondía, como estupefacta, con la mirada empañada y los labios temblorosos, meciendo levemente la cabeza mal cubierta por un pañuelo rojo cuyo nudo, bajo la barba, estaba suelto” (p. 79). En medio de aquella inmensidad, Rosario parece una aparición, un desprendimiento de la naturaleza que conmueve profundamente al narrador. A su vez, la mujer aparece como por fuera del tiempo cronológico: “No estaba bien vestida ni mal vestida. Estaba vestida fuera de la época, fuera del tiempo, con aquella intrincada combinación de calados, fruncidos y cintas, en crudo y azul, todo muy limpio y almidonado…” (p. 83). Tampoco puede el narrador precisar su etnia, y al respecto resalta: “(...) era evidente que varias razas se encontraban mezcladas en esa mujer, india por el pelo y los pómulos, mediterránea por la frente y la nariz, negra por la sólida redondez de los hombros y una peculiar anchura de la cadera… lo cierto era que esa viviente suma de razas tenía raza” (p. 81). Cuando la mujer sale del shock en que se encuentra y sube al autobús, cuenta que está viajando a Puerto Anunciación en una suerte de procesión por la enfermedad que padece su padre, y el narrador comprende que compartirán al menos dos jornadas de viaje. Rosario se transformará progresivamente en la conexión más profunda del narrador con el contexto ctónico que lo rodea. Carpentier, comprende lo ctónico, en su sentido de folklórico, como aquello que está profundamente vinculado a la tierra en que se habita y, en ese sentido, Rosario abre ante el narrador la posibilidad de aprehender esa dimensión cultural, al mismo tiempo que marca una diferencia que es realmente insalvable.
Esa noche, cuando hacen una pausa en el viaje y descansan en una suerte de posada, el narrador tiene la suerte de encontrarse en la sala común con Rosario y conversar con ella sobre las plantas medicinales. Una vez que la mujer se retira y el narrador queda solo, se hace evidente que algo en él, en su percepción sobre el mundo y en cómo lo afectan los estímulos externos, ha cambiado. Cuando escucha que alguien ha dejado la radio prendida y suena la Novena Sinfonía de Beethoven, manifiesta que “(...) esta noche… esa remota ejecución cobraba un misterioso prestigio” (p. 84). La música despierta en él recuerdos que estaban totalmente perdidos y los coloca en el presente con una fuerza que moviliza todos sus sentidos. Este mecanismo narrativo que suele denominarse como memoria involuntaria y que muchos escritores y pensadores han explorado tiene su mayor exponente en la obra de Marcel Proust, a quien Carpentier hace referencia implícita en más de una ocasión. En un famoso pasaje de En busca del tiempo perdido, el personaje principal, abrumado por la tristeza, prueba una magdalena (un pastelito dulce de origen francés) mojada en té y su sabor lo transporta repentinamente a los veranos de su infancia en un pueblito al noroeste de Francia. De forma análoga, las experiencias sensoriales, especialmente auditivas y olfativas transportan al protagonista de Los Pasos perdidos a diferentes momentos de su vida. La Novena Sinfonía, escuchada en aquella posada le devuelve los recuerdos de su padre y, luego, los olores de las hierbas que accidentalmente tira al suelo le devuelven las imágenes de su niñez y de los juegos con María del Carmen, su amiga de la infancia.
Junto a la memoria que recupera del padre, el narrador se sume en profundas cavilaciones sobre la modernidad y la cultura. Su padre había sido un músico alemán de cierta fama, a quien el narrador debe su trasfondo culto, intelectual y artístico. Exiliado en Cuba durante la Primera Guerra Mundial, aquel hombre hablaba a su hijo de una Europa idealizada a la que contraponía con lo que él llamaba el "Nuevo Mundo", un hemisferio sin historia, ajeno a las tradiciones mediterráneas, poblado por los desechos de las grandes naciones europeas. Por contraste, la evocación de Europa aparecía marcada por la idea de un progreso irrefrenable, por la educación de los obreros que pasaban sus tardes ociosas en las bibliotecas y los conciertos, por un culto a la ciencia que reemplazaba a la misa y por la música que, como la Novena Sinfonía, exaltaba lo mejor de la humanidad.
Atravesado por estas concepciones es que el narrador constituye su sistema de valores y su visión del mundo. Sin embargo, tras la muerte de su padre realiza un extenso viaje a Europa, donde piensa instalarse, y todo lo que allí encuentra destruye la imagen idealizada que había construido. En la época que le toca vivir, “lejos de mirar hacia la Novena Sinfonía, las inteligencias estaban como ávidas de marcar el paso en desfiles que pasaban bajo arcos de triunfo de carpintería y mástiles totémicos de viejos símbolos solares” (p. 88). Con estas imágenes y muchas otras el narrador describe la decadencia absoluta en que encontró sumido el Viejo Continente en vísperas del estallido de la Segunda Guerra Mundial. El mundo que su padre le había descripto no existía en absoluto, y todo a su alrededor le hablaba de una degradación que terminaría en el más terrible de los desastres.
Pero el encanto y las esperanzas del narrador terminan de hacerse añicos cuando escucha el "Himno a la Alegría", el último movimiento de la Novena Sinfonía, entonado por soldados nazis en un campo de concentración. Aquellos versos, “¡Alegría! El más bello fulgor divino, hija del Elíseo. Ebrios de tu fuego penetramos, ¡oh Celestial! En tu santuario… Todos los hombres serán hermanos donde se cierne tu vuelo suave” (p. 94) proferidos por quienes encendían los hornos y las cámaras de gas para garantizar el exterminio de los pueblos destruyó los ánimos y las esperanzas del protagonista. Su fe en Europa y en la humanidad recibió un golpe tan contundente que todo su sistema de valores se derrumbó. Tras aquella comprobación del fracaso de la cultura y el progreso, se entregó a la bebida y, tras la guerra, no pudo retomar su actividad como compositor o estudioso de la música.
El desarrollo de la cultura termina con la Solución Final aplicada por el nacismo, y al vincular la Novena Sinfonía a esta destrucción, Carpentier manifiesta de forma contundente su rechazo al romanticismo y a la idea de lo sublime. La alusión a la sociedad moderna por la música romántica se hace evidente a través de la novela; la Oda parece representar la vida del narrador a quien la modernidad le parece tan falsa y llena de ironía y de esperanzas incumplidas como la música romántica.
Con la irrupción de estos recuerdos se comprende el trasfondo de los sentimientos de hastío y tedio que el narrador manifiesta en el Capítulo 1, y el lector puede construir una imagen más cabal de su psicología. En verdad, el narrador es un buen ejemplo del hombre que suscribe a la filosofía del absurdo del siglo XX, para quien todos los sistemas de intelección de la modernidad y el positivismo han entrado en crisis tras las grandes guerras. En ese sentido, es importante recordar que la segunda mitad del siglo XX fue testigo de una profunda crisis epistemológica que puso en jaque los paradigmas heredados de la modernidad. La ilusión positivista del progreso, en derrumbe luego de las grandes guerras, no puede sostenerse frente a los cambios vertiginosos de un tiempo cuyo signo es el movimiento. Armadas de su racionalismo matemático, las ciencias pierden la cohesión armónica de que gozaran en el siglo XIX y ya no pretenden dar una respuesta totalizante frente a los grandes interrogantes de la vida en el mundo. La creencia en un sistema de intelección que diera cuenta de la complejidad de lo real es abandonada; se torna una empresa imposible y, a la luz de los nuevos tiempos, se vuelve absurda. Frente al desequilibrio generalizado que se percibe, muchos intelectuales vuelven sus miradas sobre las formas en que la humanidad ha representado su relación con el mundo en busca de comprenderse y justificarse. Y esto es exactamente lo que sucede al narrador y el proceso, la transición que Carpentier logra representar con maestría en su novela. Frente a la crisis de todos los paradigmas que han constituido las bases de su personalidad, el narrador se entrega de lleno a la experimentación del mundo más simple pero a la vez más profundo y significativo que encuentra en la selva; un mundo que no conoce la decadencia de la modernidad, que aparece fuera del tiempo y que solo puede aprehenderse, como se verá en los capítulos siguientes, en clave mítica.
Los días siguientes el narrador avanza hacia la selva y, al mismo tiempo, continúa experimentando regresiones a su infancia que son desencadenadas de forma involuntaria y repentina. Cuanto más avanza, más interesado se muestra en Rosario, y más le molesta que Mouche lo esté acompañando. Como lo manifiesta, la presencia de su amante es un recordatorio constante del vínculo que sostiene con la civilización occidental y que le impide mezclarse por completo con las gentes que lo rodean. Además, las jornadas en la selva cansan a Mouche y deterioran su aspecto hasta demacrarla completamente. Así, el aspecto de “falsa” o “engañadora” que está cifrado en su nombre, como se ha dicho en el primer capítulo, queda al descubierto y pronto pasa a ocupar el lugar de la impostora, mientras que Rosario aparece ahora como una mujer profunda y misteriosa, parte de la potencia mitológica que se despliega ante el narrador.
El tiempo cronológico poco a poco pierde sus funciones y termina por desaparecer para el protagonista, quien siente que está adentrándose en un mundo más allá del tiempo. La naturaleza también cobra nuevos sentidos y revela significados ocultos. Aparece un venado, por ejemplo, y ante los ojos del narrador parece que “tiene algo de monumento y algo, también, de emblema totémico. Es como el antepasado mítico de hombres por nacer; como el fundador de un clan que hará de su cornamenta clavada en un palo, blasón, himno y bandera” (p. 107). Este latir mítico de la naturaleza colmará los sentidos del protagonista de aquí en más y le enseñará una forma totalmente nueva de ser en el mundo y de experimentar su conexión con un orden cósmico.
En la sección 12, al llegar a un pueblo en ruinas, el asombro y el portento vuelven a impactar en las mentes del protagonista y de Mouche: tal como esta última lo expresa, “la vista de aquella ciudad fantasmal aventajaba en misterio, en sugerencia de lo maravilloso, a lo mejor que hubieran podido imaginar los pintores que más estimaba entre los modernos. Aquí los temas del arte fantástico eran cosas de tres dimensiones; se las palpaba, se las vivía. No eran arquitecturas imaginarias, ni piezas de baratillo poético; se andaba en sus laberintos reales…” (p. 114). Comparación análoga se expresa poco tiempo después, cuando embarcados con el grupo más variado de compañeros, la embarcación se presenta a los ojos del narrador como la Nave de los Locos, pintura de Bosco. Estos comentarios del narrador son recurrentes en la obra de Carpentier y figuran, por ejemplo, también en El reino de este mundo, novela que el autor escribe en 1943 y en cuyo prólogo define por primera vez lo real maravilloso. El asombro y la maravilla del protagonista de la novela surgen, al igual que el asombro de Carpentier, al observar la cultura latinoamericana con los ojos acostumbrados al Viejo Continente. Aquella tierra conocida y olvidada se observa ahora con fascinante extrañamiento. En lugar de readecuar la mirada, tanto personaje como autor de la novela señalan aquellas diferencias de proporciones y ponen de manifiesto el extrañamiento cultural que están experimentando.
Poco tiempo después de llegar finalmente a Puerto Anunciación, el padre de Rosario fallece y el protagonista concurre a su velorio. Allí lo sorprende el rito mortuorio que se despliega ante sus ojos y que le parece tener mucho de representación teatral. Rosario se arrodilla frente al féretro y estalla en un aullido que desencaja sus facciones y la hace parecer una endemoniada. Una vez terminado el lamento, se levanta, compuesta, y se retira, para ser reemplazada por otra de sus hermanas. Los turnos se suceden y los aullidos de dolor continúan. Frente a estas muestras de dolor tan tipificadas, el narrador comprende que se encuentra frente a una representación; sin embargo, hay una diferencia entre aquella puesta en escena y el teatro que hacía su mujer en la capital y que ante sus ojos se presentaba como la decadencia artística que mejor ponía de manifiesto la falsedad de la sociedad moderna. En medio de la selva, aquella representación se le aparece como una propuesta desesperada, conminatoria y casi mágica, ante la presencia de la muerte en la casa; todo ello despierta en él la idea de ritos funerarios ya olvidados por los hombres de su generación, y así lo manifiesta:
“Los hombres de las ciudades en que yo había vivido siempre no conocían ya el sentido de esas voces, en efecto, por haber olvidado el lenguaje de quienes saben del horror último de quedar solos y adivinan la angustia de los que imploran que no los dejen solos en tan incierto camino. Al gritar que se arrojarían a la tumba del padre, las nueve hermanas cumplían con una de las más nobles formas del rito milenario, según la cual se dan cosas al muerto, se le hacen presentes imposibles, para burlar su soledad (…) Pudieran sonreír algunos ante la tragedia que aquí se representaba. Pero, a través de ella, se alcanzaban los ritos primeros del hombre” (pp. 125-126).
La participación en este rito es otro de los elementos fundamentales que marcan un hito en el viaje, un paso más hacia el pasado de la humanidad y el tiempo mítico. Sobre los rituales y la relación del hombre con lo sagrado y lo profano se volverá en los capítulos siguientes.
Existen dos sucesos más, hacia el final del Capítulo 3, que marcan la escisión definitiva entre el tiempo cronológico y los modos de comprender el mundo occidentales y el tiempo mítico en el que el protagonista se interna progresivamente: la relación sexual que sostiene con Rosario y la separación definitiva de Mouche. Las dos mujeres se han peleado y Mouche se encuentra además postrada debido al paludismo que ha contraído. Mientras tanto, el protagonista se ha encontrado en la intimidad con Rosario y ambos han cedido a la atracción mutua. Al otro día, envían a Mouche de vuelta a la civilización, y se proponen continuar el viaje hacia la selva profunda. Con este gesto, el narrador “se saca de encima” el lastre que todavía lo anclaba a la cultura occidental, a la que a partir de ahora se referirá vagamente con el adverbio “allá”, y se prepara para volcarse de lleno en la nueva dimensión cultural que se despliega ante él.