Los pasos perdidos

Los pasos perdidos Resumen y Análisis Capítulo Primero

Resumen

I

La novela comienza con el narrador protagonista que se asoma a la escenografía de la obra de teatro en la que actúa su esposa antes de que comience el siguiente acto. Cuando la obra se reanuda, el narrador vuelve al camerino de su esposa y se queda allí un tiempo, reflexionando sobre la vida de los actores y la suya propia, sorprendido por el paso del tiempo y resignado a una vida repetitiva y angustiante. Para Ruth, su mujer, el teatro ha construido el mismo destino: una repetición constante de los mismos personajes y las mismas obras, año tras año, sin la posibilidad de variar demasiado el repertorio o despegar en su carrera de actriz.

Para la pareja, el matrimonio también se ha transformado en una rutina: cada uno duerme por separado y sólo comparten el lecho los domingos por la mañana. Fuera de ese breve encuentro que sirve a ambos para mantener la intimidad, la pareja se organiza de forma independiente.

La mañana en que comienza el relato, sin embargo, el narrador no se ha presentado en la habitación de su mujer, puesto que los somníferos que consumió no se lo permitieron. Cuando va a verla al teatro, su mujer le dice rápidamente, entre escena y escena, que le ha surgido un viaje con la compañía de actores y que tiene todo listo para salir del teatro y marcharse por un buen tiempo. Esto coincide con el comienzo de las vacaciones del protagonista, quien de pronto siente que tiene demasiado tiempo libre y no sabe qué hacer con él. En su casa, entre el desorden que ha dejado su mujer al hacer las valijas rápidamente, piensa en la rutina de su vida y en cómo se ha dado a la bebida para hacerla más tolerable, mientras decide qué hacer para enfrentarse al paso de las horas. La libertad y todas las opciones que la ciudad le ofrece lo abruman: no sabe si ir a caminar por los bosques, si nadar en una piscina, o si ir al museo de arte a ver una exposición de arte abstracto. Sin tener claro su rumbo, sale a la calle y comienza a deambular, absorto en sus reflexiones. Piensa en una época de su vida en la que había comenzado a componer una pieza musical basada en el Prometheus Unbound (Prometeo Liberado) de Percy Shelley, pero que nunca ha terminado, y que de alguna forma le pesa en su conciencia. Mientras recorre las calles de la ciudad sin rumbo fijo, se desata una tormenta de verano que lo obliga a buscar resguardo.

II

Empujado por la lluvia y siguiendo a algunas personas conocidas, el protagonista entra a la gran sala de conciertos por la puerta lateral que usan los músicos. Allí se queda un tiempo, hasta que los artistas comienzan a ensayar la Novena Sinfonía de Beethoven, que él no soporta, como no soporta ninguna pieza romántica que esté relacionada con el sentimiento de lo “sublime”. Entonces, decide salir y camina por la calle distraído hasta que se choca con el paraguas de una persona con tanta fuerza que el objeto vuela por los aires y es pisado por los autos de la avenida.

Sin embargo, la víctima del choque no lo insulta, sino que se muestra feliz de haberlo encontrado. Se trata del Curador del Museo Organográfico, un viejo músico universitario, extremadamente culto y conocedor tanto de instrumentos como de obras musicales, que en otras épocas ha sido maestro del protagonista. El Curador manifiesta con alegría que tiene un regalo para el narrador, a quien le ha perdido el rastro desde hace años. Lo lleva entonces a su vieja casa. Allí, mientras sirve té y espera que su criada traiga el regalo, se pone a hablar sobre rarezas musicales de un cultismo extremo con el protagonista, quien lo único que puede hacer es asentir en silencio y tomar ron con té mientras busca una forma de escapar de aquella situación.

La criada llega entonces con un disco de vinilo que coloca sobre un gramófono. Lo que rescata el narrador de positivo es que aquella pieza no va a durar mucho, porque las partes grabadas del disco son pocas. Lo que suena en la habitación es el extraño gorjeo de un ave, con un ritmo monótono, como si se tratara de un mensaje en código morse. Al finalizar el disco, el Curador se muestra extasiado y le dice al narrador que no se trata de un pájaro, sino de la grabación de un instrumento musical, escuchado en las selvas americanas, que imita el gorjeo de un ave. Lo fabuloso de aquello es que la grabación sería una prueba de la tesis que el narrador había sostenido durante su juventud de académico: la música habría nacido como un intento ritual de imitar los sonidos de los animales.

El curador desea rescatar el pasado brillante del protagonista, quien lo recuerda con desdén, y recuerda también el proceso que ha hecho para abandonar sus sueños de compositor y dedicarse al trabajo en una empresa comercial. Luego de un largo monólogo interior, el narrador escucha la propuesta que le hace el Curador: la universidad desearía enviarlo a él, joven aun y con una formación excelente, a realizar un recorrido por el gran río que se interna en la selva para obtener muestras de todos los instrumentos musicales que usan los pueblos aborígenes de aquella zona de América y que todavía no han sido registrados. Al protagonista la idea le parece una locura, por lo que aprovecha una breve ausencia del curador y escapa de aquella casa.

III

El narrador se dirige entonces a la casa de Mouche, su amante. Mientras espera a que ella regrese, se entretiene tocando el piano y bebiendo. Mouche se gana la vida trabajando como astróloga; en general, realiza horóscopos y cartas astrales que envía a sus clientes por correspondencia, en lo que resulta un esquema lucrativo que le permite vivir sin complicaciones.

Mouche llega rodeada de artistas amigos, entre los que se destaca un pintor ruso, dos asistentes del narrador, una decoradora que vive en el mismo edificio y una bailarina de ballet. Todos se acomodan frente a un proyecto para observar una producción fílmica que ha dirigido el narrador y que muestra escenarios de flora y fauna marítima, bellamente editados y acompañados de una pieza musical del compositor Martenot. El público está tan encantado por aquella obra maestra que la mira dos veces más. A decir verdad, el narrador también está satisfecho con el film que ha logrado, pero siente que en algún punto todo su buen gusto se ve envenenado por un simple hecho: aquella película no fue concebida como una obra de arte, sino como la publicidad para un Consorcio Pesquero. Los artistas entonces se embarcan en una conversación vehemente y muy fragmentada sobre el estatuto del arte, el consumo, la mercantilización y el espíritu de época. En un momento, uno de los allí presentes grita “¡Halt!” (“deténganse”, en alemán), y todos los personajes reunidos quedan congelados en sus posturas. Luego, retoman lo que estaban haciendo, y el narrador explica que aquello era una estrategia que usaba ese excéntrico personaje al que llaman Extieich (por sus iniciales, X.T.H.) para comprobar un principio filosófico: que actuar en modo automático es esencia sin existencia.

Pasa el tiempo y el narrador le cuenta a Mouche de su encuentro con el Curador. Su amiga entonces estalla de alegría y le dice que debe aceptar el dinero que le da la universidad para hacer dicho viaje y que con eso ambos deben instalarse a pasar una temporada en la gran ciudad tropical, disfrutando de sus playas y sin trabajar. Una vez gastado el dinero, un amigo de ellos que se encarga de hacer reproducciones de objetos artísticos podría confeccionar un puñado de instrumentos para dejar conformes a los académicos, quienes nunca se enterarían del engaño.

La idea le resulta repulsiva al protagonista, quien decide abandonar al grupo y regresar a su casa. Sin embargo, en el camino se da cuenta de que es entrada la noche, y en su casa solo lo esperan la soledad y sus vacaciones, por lo que decide volver y aceptar la propuesta que le ha hecho su amante.

A la mañana siguiente, el protagonista visita al Curador y le dice que acepta realizar el viaje. Feliz con la noticia, aunque no sorprendido, el Curador lo lleva al despacho del Rector, donde en cuestión de minutos firman un contrato y le entregan el dinero para el viaje, junto a un pliego de documentos donde le detallan los puntos principales de su tarea. Al salir del despacho del Rector, el protagonista debe esperar unos minutos al Curador –que ha ido a saludar al decano de la Facultad de Filosofía –en la sala de reproducciones de la facultad de arte. Entre todas aquellas piezas, el narrador se reconoce como un viajero decepcionado de lo que los museos le han ofrecido a lo largo de su vida, y comienza a extrañar un modo de vida que siente que en su época se ha perdido para siempre.

Análisis

Los pasos perdidos es una novela que propone la narración en primera persona del viaje del protagonista, un intelectual dedicado al estudio de la música, por la selva americana en busca de los instrumentos musicales utilizados por las comunidades nativas de los cuales, hasta el momento, no se tenían más que algunos bocetos realizados por frailes y adelantados durante la conquista. La novela presenta seis capítulos, subdivididos en treinta y nueve secciones en total, y puede considerarse dentro del espectro lo que el mismo autor define como "real maravilloso".

El narrador protagonista es el componente principal para la organización del tejido textual, en cuanto es alguien que tiene la conciencia de contar o de hacer una obra a través de la estrategia del diario, a la vez que también se dedica a evocar y reflexionar sobre su pasado y el de toda la cultura occidental.

Desde la primera página de la novela, se hace evidente la potencia del estilo barroco de Carpentier: las acciones del personaje se ven atravesadas por extensas y detalladas descripciones plásticas del contexto. Una característica del estilo barroco es la utilización de un vocabulario rico y complejo para describir con lujo de detalle las escenas que constituyen el entramado contextual de la acción en la novela; al abordar una determinada situación, Carpentier recurre al campo léxico propio de la temática de la escena y despliega un lenguaje florido, abundante de palabras cultas o técnicas que no se utilizan en el lenguaje cotidiano.

La novela inicia con la descripción de la casa del protagonista en los siguientes términos: “Hacía cuatro años y siete meses que no había vuelto a ver la casa de columnas blancas, con su frontón de ceñudas molduras que le daban una severidad de palacio de justicia, y ahora, ante muebles y trastos colocados en su lugar invariable, tenía la casi penosa sensación de que el tiempo se hubiera revertido. Cerca del farol, la cortina de color vino; donde trepaba el rosal, la jaula vacía. Más allá estaban los olmos que yo había ayudado a plantar en los días del entusiasmo primero, cuando todos colaborábamos en la obra común; junto al tronco escamado, el banco de piedra que hice sonar a madera de un taconazo. Detrás, el camino del río, con sus magnolias enanas, y la verja enrevesada en garabatos, al estilo de la Nueva Orleán” (p. 9). Como puede observarse, la descripción avanza por medio de una serie de imágenes visuales que se articulan desde la percepción del narrador hacia su recuerdo y despliegan gradualmente la espacialidad del escenario. Los campos léxicos se organizan primero en torno a las características de la estructura de la casa (columnas, frontón, molduras, muebles, cortinas) y de allí se mueve hacia la vegetación que la puebla (rosal, olmos, tronco, madera, magnolias).

Este procedimiento se desarrolla todo a lo largo de la novela y constituye una de sus principales riquezas, a la vez que es también la concreción del proyecto de escritura de Carpentier: el autor cubano sostiene en sus ensayos la necesidad del escritor latinoamericano de describir con profusión los contextos en los que se inscribe la acción de sus novelas, puesto que Latinoamérica necesita en el siglo XX hacerse su lugar en los sistemas literarios internacionales y, para eso, “nosotros, novelistas latinoamericanos, tenemos que nombrar todo –todo lo que nos define, envuelve y circunda: todo lo que opera con energía de contexto –para situarlo en lo universal” (Carpentier, 1984, p. 27). La profusión y la precisión del léxico está ligada a la necesidad de construir escenas que describan en profundidad los contextos latinoamericanos y su relación con el resto de occidente y del mundo.

Este barroquismo, que implica una sobrecarga de elementos descriptivos, de largas enumeraciones de sustantivos adjetivados y de imágenes sensoriales que dotan de una plasticidad exquisita a la novela, es la principal característica del estilo que Carpentier desea para la novela latinoamericana. En su ensayo fundamental, "Problemática actual de la novela latinoamericana" (citado anteriormente), Carpentier propone el barroquismo como el estilo necesario para Latinoamérica, aún en contra de todas las modas y los estilos que se están desarrollando en el siglo XX en Europa y Estados Unidos. “No temamos, pues, el barroquismo en el estilo, en la visión de los contextos, en la visión de la figura humana enlazada por las enredaderas del verbo y de lo ctónico (…) no temamos el barroquismo, arte nuestro, nacido de árboles, de leños, de retablos y altares (…) barroquismo creado por la necesidad de nombrar las cosas, aunque con ello nos alejamos de las técnicas en boga” (Carpentier, 1984, p. 27). La profusión de descripciones y el despliegue de un vocabulario complejo es el estilo que corresponde a una novela que tiene el deber de nombrar todo lo que el sistema literario, regido por la estética europea, desconoce.

Esta necesidad de nombrar lo desconocido está magistralmente explicada en el ensayo mencionado bajo el ejemplo de los árboles: Un autor europeo puede hablar de los pinos y las palmeras, y cualquier lector comprende sin necesidad de explicaciones; “la palabra pino basta para mostrarnos el pino; la palabra palmera basta para definir, pintar, mostrar, la palmera. Pero la palabra ceiba –nombre de un árbol americano al que los negros cubanos llaman “La madre de los árboles”– no basta para que las gentes de otras latitudes vean el aspecto de columna rostral de ese árbol gigantesco, adusto y solitario (…) cuyas ramas horizontales, casi paralelas, ofrecen al viento unos puñados de hojas tan inalcanzables para el hombre como incapaces de todo movimiento. Allí está, en lo alto de una ladera, solo, silencioso, inmóvil, sin aves que lo habiten, rompiendo el suelo con sus enormes raíces escamosas…” (Carpentier, 1984, pp. 25-26). Esa descripción barroca que hace el autor de la ceiba es el tono necesario para una tierra que debe ser presentada con lujo de detalles para poder ingresar al panorama literario mundial y constituye el principal rasgo de estilo del escritor cubano.

A su vez, Carpentier menciona en sus ensayos la necesidad del novelista latinoamericano de desplegar en sus narraciones los complejos contextos en los que se desarrollan los argumentos de sus obras. Con contextos, no se refiere simplemente a lo que está sucediendo históricamente en torno al hecho narrado, sino a una amplia variedad de dimensiones necesarias para mostrar de forma clara, fehaciente y profunda, qué implica ser y vivir en determinada región de Latinoamérica. Así, todo escritor latinoamericano debería prestar atención a los contextos raciales, económicos, ctónicos, políticos, burgueses, de distancia y proporción, de ajuste cronológico, de iluminación, culinarios, culturales e ideológicos. A lo largo de toda la novela, estos contextos emergen y constituyen no el trasfondo de la narración, sino más bien el entramado de significados que sustenta a la acción.

En este primer capítulo de la novela, el protagonista describe desde su óptica subjetiva los contextos culturales que operan sobre su vida y reflexiona sobre ellos, llegando a conclusiones generales sobre la cultura occidental contemporánea. Tras la presentación de su esposa Ruth, el narrador se refiere al teatro como un arte en decadencia que ha consumido la vida de su mujer, y de allí se introduce de lleno en las consideraciones sobre su propia vida. El narrador encuentra que su vida es una repetición constante y vaciada de sentido de los mismos gestos y de las mismas acciones, y resume sus últimos años de la siguiente manera:

“Había grandes lagunas de semanas y semanas en la crónica de mi propio existir; temporadas que no me dejaban un recuerdo válido, la huella de una sensación excepcional, una emoción duradera; días en que todo gesto me producía la obsesionante impresión de haberlo hecho antes en circunstancias idénticas —de haberme sentado en el mismo rincón, de haber contado la misma historia, mirando al velero preso en el cristal de un pisapapel. Cuando se festejaba mi cumpleaños en medio de las mismas caras, en los mismos lugares, con la misma canción repetida en coro, me asaltaba invariablemente la idea de que esto sólo difería del cumpleaños anterior en la aparición de una vela más sobre un pastel cuyo sabor era idéntico al de la vez pasada. Subiendo y bajando la cuesta de los días, con la misma piedra en el hombro, me sostenía por obra de un impulso adquirido a fuerza de paroxismos —impulso que cedería tarde o temprano, en una fecha que acaso figuraba en el calendario del año en curso—. Pero evadirse de esto, en el mundo que me hubiera tocado en suerte, era tan imposible como tratar de revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo o de santidad. Habíamos caído en la era del Hombre- Avispa, del Hombre-Ninguno, en que las almas no se vendían al Diablo, sino al Contable o al Cómitre” (p. 14).

En este pasaje aparece por primera vez la referencia a uno de los mitos que sirven como base fundante de la novela: el mito de Sísifo.

Según la mitología griega, Sísifo había sido condenado por los dioses a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de llegar a la cima la piedra siempre resbalaba hacia abajo y Sísifo tenía que comenzar de nuevo con su tarea una y otra vez. En El mito de Sísifo, obra fundamental del siglo XX, el famoso filósofo Albert Camus utiliza la figura de Sísifo para representar lo absurdo de la vida en la modernidad. Camus, a quien Carpentier indudablemente ha leído, es, junto a Jean Paul Sartre, una de los pensadores principales del existencialismo. A grandes rasgos, esta corriente de pensamiento postula que la existencia está por encima de la esencia y del pensamiento. Por eso, el punto de partida de todo pensamiento filosófico debe ser el individuo y la realidad que lo rodea, “el hombre y sus circunstancias” (como postulara en España Ortega y Gasset). Los filósofos existencialistas sostenían que los sistemas morales, las religiones o la ciencia eran todos insuficientes para comprender, explicar y justificar la existencia humana. Por eso, estaban preocupados por temas como la libertad, la rebeldía y la responsabilidad individual más allá de la moral.

La rutina es uno de los temas más importantes en la obra de Camus y en el pensamiento existencialista, y se plasma en la idea de lo absurdo: tal como manifiesta en El Mito de Sísifo (1942), para Camus el hombre absurdo del siglo XX está condenado a repetir su rutina de forma mecánica, automatizada. Al igual Sísifo en la mitología griega, que había sido castigado a subir cada día una roca a lo alto de una colina solo para verla caer luego y recomenzar al día siguiente, así debe levantarse el hombre cada día para cumplir con su horario laboral, regresar a su casa, repetir las acciones recreativas como ir al cine, cenar y acostarse para levantarse al día siguiente y repetir la misma jornada.

Esta falta de sentido se encarna en la repetición de actividades día a día y también se extiende al ocio y a las horas de recreación: el fin de semana no es una liberación; trae un respiro sobre la semana laboral, sí, pero representa en sí misma otra forma de la rutina para el hombre moderno. Saber que la vida es una repetición de jornadas laborales y fines de semana libres hunde también al hombre en la angustia existencial. El protagonista entonces experimenta lo absurdo de su vida y así lo manifiesta. Es el peso de la rutina lo que empuja al narrador a deambular por la ciudad sin rumbo, a entrar y salir de la sala de conciertos y acompañar, luego del encuentro fortuito, al Curador a su casa.

A la sensación de rutina y hartazgo se suman otras representaciones que constituyen la imagen de lo posmoderno desde la óptica del narrador. Tras la visita al Curador, el protagonista se dirige a la casa de Mouche, su amante, donde se encuentra con un grupo de artistas diversos que, mientras beben, se entregan a disquisiciones intelectuales llenas de lugares comunes. Unos hablan del espíritu de la época, otros se burlan e invierten las palabras de los existencialistas al decir que el hombre, al actuar de modo automático es esencia sin existencia y todos concuerdan en pensar que el arte a lo largo de la historia, no ha sido una forma de hacer publicidad. En estos artistas que se reúnen a beber el narrador contempla una imagen de la decadencia de la cultura y la modernidad: un grupo de personas atravesadas por el desaliento, “las congojas del fracaso, el descontento de sí mismos, el miedo al rechazo de un manuscrito o la dureza, simplemente, de aquella ciudad del perenne anonimato dentro de la multitud” (p. 31). El cansancio frente a este contexto y la disconformidad que siente en su vida diaria conforman los factores principales que empujan, finalmente, al protagonista a aceptar la propuesta del Curador y partir hacia Latinoamérica en busca de los instrumentos musicales de las comunidades nativas de la selva amazónica. Como se verá en el próximo capítulo, este viaje desencadena un cambio drástico e irreversible en la vida del protagonista.

Otra de las dimensiones fundamentales de la novela es la conexión del narrador con la música: dedicado a su estudio formal en su juventud, había abandonado una brillante carrera como compositor y crítico para dedicarse al trabajo en el mundo de la publicidad. En aquella época, se había entregado a la composición de una cantata sobre “Prometeo Desencadenado”, el famoso poema del escritor romántico Percy Shelley, pero el inicio de la guerra había interrumpido su labor y, al regresar, se sentía tan distinto, tan cambiado, que había abandonado completamente su carrera como compositor. Sin embargo, la música sigue interpelándolo más que cualquier otra cosa. Mientras vaga por la ciudad al inicio de sus vacaciones, ingresa a la sala de conciertos por la puerta lateral que utilizan los músicos, con los que guarda relación e, incluso, cierta amistad. Sin embargo, cuando inicia el ensayo en la sala y comprueba que van a interpretar la Novena Sinfonía de Beethoven, huye inmediatamente del lugar.

El protagonista explica entonces que siente un profundo rechazo por aquella obra musical, una de las más famosas y revolucionarias de la música del siglo XIX. Él, como muchos de su época aborrece cierta sensibilidad de lo sublime que caracteriza al movimiento romántico. Como movimiento artístico, el romanticismo instaló una estética de lo sublime, entendido como aquello capaz de suscitar las más fuertes emociones que la mente pueda experimentar, es decir, el asombro y el terror. El asombro en particular, entendido como la mente del sujeto colmada por el objeto, es un fenómeno que el romántico experimenta para exaltar su ánimo y colmar su sensibilidad. Este rechazo propio del narrador hacia el romanticismo coincide, no casualmente, con el rechazo del propio Carpentier hacia dicho movimiento artístico en pos del barroco como estilo predilecto, tanto para la música como para la literatura. Como se verá en los capítulos siguientes, la Novena Sinfonía de Beethoven será un motivo recurrente y cargado de diversos sentidos que seguirán explorándose.

Finalmente, cabe destacar en relación a la dimensión musical de la novela el encuentro entre el protagonista y el Curador. Se trata de un intelectual que ha sido, en el pasado, mentor del protagonista y que tras su encuentro casual en la calle revive en el narrador una parte de su vida que había quedado sepultada bajo años de rutina y aburrimiento. El Curador le hace escuchar unas grabaciones realizadas en la selva que parecen ser el gorjeo de un ave, pero que son en verdad los sonidos producidos por un instrumento musical. Frente al desinterés del protagonista, su viejo mentor le manifiesta exultante que esa podría ser la comprobación de la tesis sobre el origen de la música que el narrador había propuesto durante sus años de estudiante: la música podría haber nacido como una imitación estética de los sonidos de la naturaleza. En verdad, al protagonista no le interesa en esa primera instancia regresar sobre su pasado y desenterrar aquella tesis o su conexión con el mundo universitario. Sin embargo, impulsado por Mouche, su amante, termina aceptando el encargo del Curador y preparándose para viajar hacia Latinoamérica en busca de los instrumentos primitivos que todavía deben utilizarse selva adentro.

Es interesante resaltar que esta aceptación va acompañada de una propuesta de engaño: Mouche es la que lo insta a tomar el dinero para el viaje, convenciéndolo de que pueden pasar 15 días de vacaciones en playas paradisíacas y luego pedirle a uno de sus amigos -que se encarga de realizar imitaciones artísticas- que construya algunos instrumentos para dejar conforme a la universidad. Si bien en un principio el protagonista considera aborrecible esta idea del engaño, luego de reflexionar sobre la soledad que le espera por la ausencia de su mujer y sus vacaciones, acaba aceptando la propuesta de su amante. Así, el viaje que cambiará su vida es impulsado por la posibilidad del engaño y del rédito económico que pueden obtener de ello. Al respecto, cabe destacar el papel que juega Mouche en todo aquello: su nombre, en francés, significa mosca, pero también es utilizado como engaño, ya que designaba en los siglos XVII y XVIII a los lunares falsos que se colocaban en la cara para ocultar el paso de la vejez o las marcas del cansancio después de muchas noches en vela. Como suele suceder en toda la obra de Carpentier, los nombres devienen alegoría, y Mouche entonces aparece como un personaje atravesado por la idea del engaño y de la falsedad: no solo se trata de la amante que el personaje tiene fuera de su matrimonio, sino de una mujer que se dedica a la astrología por correspondencia y que no duda en obtener rédito a costas de la buena voluntad y la honestidad de las instituciones que ella considera decadentes y repletas de vicios (como las universidades). Como se verá en los capítulos siguientes, esta dimensión alegórica del personaje de Mouche seguirá evolucionando y cobrando nuevos sentidos.

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