La descripción física de los personajes
Cada vez que se introduce un nuevo personaje en la novela, el narrador despliega una serie de imágenes visuales de su apariencia física. Muchas veces, estas descripciones son realizadas por partes que se completan paulatinamente conforme la narración avanza. Por ejemplo, cuando aparece Rosario por primera vez, el narrador comienza por describir su rostro:
"El perfil era un dibujo muy puro, desde la frente a la nariz; pero, inesperadamente, bajo los rasgos impasibles y orgullosos, la boca se hacía espesa y sensual, alcanzando una mejilla delgada, en fuga hacia la oreja, que acusaba en fuertes valores el modelado de aquel rostro enmarcado por una pesada cabellera negra, recogida, aquí y allá, por peinetas de celuloide" (p. 81).
Unas páginas más adelante, complementa la descripción del rostro con el aspecto de su vestimenta:
"Estaba vestida fuera de la época, fuera del tiempo, con aquella intrincada combinación de calados, fruncidos y cintas, en cruzo y azul, todo muy limpio y almidonado, tieso como baraja, con algo de costurero romántico y de arca de prestidigitador. Llevaba un lazo de terciopelo, de un azul más oscuro, prendido al corpiño" (p. 83).
En el fragmento anterior, las imágenes visuales se combinan las táctiles para dar una impresión mucho más pura de las texturas que conviven en su atuendo.
Otro procedimiento descriptivo que se combina con la descripción de los personajes pone de manifiesto los cambios cambios físicos que se sufren en la selva. Esto es especialmente claro y recurrente en la descripción de Mouche, a cuyo deterioro el protagonista dedica muchos pasajes. En el Capítulo 3, la progresión se hace evidente en muchos pasajes. Por ejemplo, en la sección 10, el narrador indica:
"Parecía que se hubiera empañado la claridad de su cutis, y mal guardaba un pañuelo sus cabellos que se le iban en greñas de un rubio como verdecido. Su expresión de desagrado la avejentaba de modo sorprendente, adelgazando, con fea caída de las comisuras, unos labios que los malos espejos y la escasa luz no le permitían pintar debidamente" (p. 96).
Más adelante, la degradación física continúa:
"El cutis, maltratado por aguas duras, se le había enrojecido, descubriendo zonas de poros demasiado abiertos en la nariz y en las sienes. El pelo se le había vuelto como de estopa, de un rubio verde, desigualmente matizado (...) su busto parecía menos firme, y mal sostenían el barniz unas uñas rotas por el constante agarrarse de algo que nos impusiera la vida en una cubierta atestada de baldes y barriles (...) Sus ojos de un castaño lindamente jaspeado en verde y amarillo, reflejaban un sentimiento que era mezcla de aburrimiento, cansancio, asco a todo... (p. 118).
Este mismo procedimiento se aplica a todos los personajes importantes a medida que se suman a la narración y también dan una imagen completa y detallada de Yannes y de fray Pedro de Henestrosa.
Los conciertos y la ´Novena Sinfonía´ de Beethoven
A lo largo de la novela abundan las imágenes sensoriales, principalmente visuales y auditivas, en torno a la ejecución de piezas musicales, especialmente de la Novena Sinfonía. Como crítico musical, Carpentier vuelca a su personaje narrador todo su conocimiento sobre la interpretación de las piezas más famosas de la cultura occidental. En el Capítulo 1, cuando el narrador entra a la sala de ensayos, se describe el inicio de la ejecución de la sinfonía:
"Un timbalero interrogaba con las falanges sus parches subidos de tono por el calor. Sosteniendo el violín con la barbilla, el concertino hacía sonar el la de un piano, mientras las trompas, los fagotes, los clarinetes, seguían envueltos en el confuso hervor de escalas, trinos y afinaciones, anteriores a la ordenación de las notas" (p. 18).
Tras la afinación de los instrumentos, la pieza se describe de la siguiente manera:
"Y tras del silencio roto por un gesto, fue una leve quinta de trompas, aleteada en tresillos por los segundos violines y violoncellos, sobre la cual pintáronse dos notas en descenso, como caídas de los arcos primeros y de las violas, con un desgano que pronto se hizo angustia, apremio de huida, ante la tremenda acometida de una fuerza de súbito desatada..." (p. 19).
Más adelante, en el Capítulo 3, las imágenes auditivas referidas a la Novena Sinfonía vuelven desplegarse en extensos pasajes que resultan de difícil comprensión para quienes no han escuchado nunca la obra o no conocen las referencias musicales a las que alude el narrador:
"Ya la quinta de trompas era aleteada en tresillos por los segundos violines y los violoncellos; pintáronse dos notas en descenso, como caídas de los arcos primeros y de las violas, con un desgano que pronto se hizo angustia, apremio de huida, ante una fuerza de súbito desatada. Y fue, en un desgarre de sombras tormentosas, el primer tema de la Novena Sinfonía. Creí respirar de alivio en una tonalidad afirmada, pero un rápido apagarse de las cuerdas, derrumbe mágico de lo edificado, me devolvió al desasosiego de la frase en gestación." (pp.84-85).
Este tipo de imágenes auditivas vuelve a aparecer cada vez que el narrador describe algún pasaje musical. En el Capítulo 5, por ejemplo, las imágenes visuales complementan profusamente la descripción que el protagonista hace del treno que está componiendo.
La infancia del protagonista
A lo largo del relato, los recuerdos de la infancia se disparan en el personaje, desencadenados involuntariamente por elementos contextuales, como el aroma de una hierba medicinal, o los acordes de una sinfonía. Los recuerdos de infancia están cargados de imágenes visuales y olfativas que ayudan al lector a participar de la regresión temporal que experimenta el narrador. En el Capítulo 3, la Novena Sinfonía desencadena una profusión de imágenes y reflexiones sobre el pasado, entre las que destacan las imágenes de su casa, su madre y los juegos con su amiga María del Carmen:
"Ya se ha pegado la tecla del fa sostenido, como de costumbre, en el piano que toca mi madre. En lo último de la casa hay una habitación a cuya reja trepa un tallo de calabaza. Llamo a María del Carmen, que juega entre las arecas en tiestos, los rosales en cazuela, los semilleros de claveles, de calas, los girasoles del traspatio de su padre el jardinero. Se cuela por el boquete de la cerca de cardón y se acuesta a mi lado, en la cesta de lavandería en forma de barca que es la barca de nuestros viajes. Nos envuelve el olor a esparto, a fibra, a heno, de esta cesta traída, cada semana, por un gigante sudoroso, que devora enormes platos de habas a quien llaman Baudilio" (p. 91).
Estas mismas imágenes se repiten posteriormente, cuando los olores de la selva reviven en el narrador sus recuerdos de infancia:
"Algo de esto había —reparo en ello ahora— en el traspatio de mi infancia: también allí una negra sudorosa majaba ajíes cantando, y había reses que pastaban más lejos. Y había sobre todo —¡sobre todo!— aquella cesta de esparto, barco de mis viajes con María del Carmen, que olía como esta alfalfa en que hundo el rostro con un desasosiego casi doloroso" (p. 108).
Como puede observarse, los recuerdos involuntarios que se disparan en el narrador están estrechamente vinculados a las experiencias sensoriales, y no solo a las visuales -algo muy común- sino también, y con la misma potencia, a las auditivas y olfativas.
La arquitectura
Como el propio Carpentier, el narrador aparece como un gran conocedor de los estilos arquitectónicos y las descripciones que realiza de casas y edificios son en extremo complejas, ricas en vocabulario técnico y en imágenes visuales. Así, el libro comienza con la descripción de la casa del narrador:
"Hacía cuatro años y siete meses que no había vuelto a ver la casa de columnas blancas, con su frontón de ceñudas molduras que le daban una severidad de palacio de justicia, y ahora, ante muebles y trastos colocados en su lugar invariable, tenía la casi penosa sensación de que el tiempo se hubiera revertido. Cerca del farol, la cortina de color vino; donde trepaba el rosal, la jaula vacía" (p. 9).
Una descripción cargada de imágenes análogas se despliega en la memoria del narrador, en una de sus tantas regresiones a la infancia:
"Nuestra casa tiene un ancho soportal de columnas encaladas, situado como un peldaño de escalera, entre los soportales vecinos, uno más alto, otro más bajo, todos atravesados por el plano inclinado de la calzada que asciende hacia la Iglesia de Jesús del Monte, que se yergue allá, en lo alto de los tejados, con sus árboles plantados sobre un terraplén cerrado por barandales. La casa fue antaño de gente señora; conserva grandes muebles de madera oscura, armarios profundos y una araña de cristales biselados que se llena de pequeños arcoiris al recibir un último rayo de sol bajado de las lucetas azules, blancas, rojas, que cierran el arco del recibidor como un gran abanico de vidrio" (pp. 108-109).
En verdad, cada vez que aparece un edificio destacable frente a los ojos del narrador, el lector recibe una detallada descripción cargada de imágenes visuales. Por ejemplo, en la sección 12 del Capítulo 3, al llegar a una ciudad en ruinas, su arquitectura desvencijada se describe de la siguiente manera:
"Eran largas calles, desiertas, de casas deshabitadas, con las puertas podridas, reducidas a las jambas o al cabestrillo, cuyos tejados musgosos se hundían a veces por el mero centro, siguiendo la rotura de una viga maestra, roída por los comejenes, ennegrecida de escarzos. Quedaba la columnata de un soportal cargando con los restos de una cornisa rota por las raíces de una higuera. Había escaleras sin principio ni fin, como suspendidas en el vacío, y balcones ajemizados, colgados de un marco de ventana abierto sobre el hielo. Las matas de campanas blancas ponían ligereza de cortinas en la vastedad de los salones que aún conservaban sus baldosas rajadas, y eran oros viejos de aromos, encarnado de flores de Pascuas en los rincones oscuros, y cactos de brazos en candelera que temblaban en los corredores, en el eje de las corrientes de aire, como alzados por manos de invisibles servidores. Había hongos en los umbrales y cardones en las chimeneas. Los árboles trepaban a lo largo de los paredones, hincando garfios en las hendeduras de la mampostería, y de una iglesia quemada quedaban algunos contrafuertes y archivoltas y un arco monumental, presto a desplomarse, en cuyo tímpano divisábanse aún, en borroso relieve, las figuras de un concierto celestial, con ángeles que tocaban el bajón, la tiorba, el órgano de tecla, la viola y las maracas" (pp. 111-112).
La descripción de la ciudad en ruinas continúa aún en un extenso párrafo más, lo que pone de manifiesto la capacidad expansiva del estilo barroco que caracteriza a la prosa de Carpentier.
La selva
La selva es el elemento de la naturaleza que más imágenes sensoriales despliega en sus descripciones. Todo el Capítulo 4 abunda en ellas y presenta diversas facetas y matices que hacen de aquella vegetación algo extremadamente complejo y vivo. La primera vez que contemplan la selva propiamente dicha, esta se aparece como "una vegetación mediana, tremendamente tupida —tiesura de gramíneas, dominada por la constante, en ondulación y danza, del macizo de bambúes" (p. 151). Sin embargo, en cuanto las embarcaciones comienzan a navegar su interior, las variaciones transforman significativamente aquella monotonía:
"De los ramazones llovía sobre nosotros un intolerable hollín vegetal, impalpable a veces, como un plancton errante en el espacio —pesado, por momentos, como puñados de limalla que alguien hubiera arrojado de lo alto—. Con esto, era un perenne descenso de hebras que encendían la piel, de frutos muertos, de simientes velludas que hacían llorar, de horruras, de polvos cuya fetidez enroñaba las caras. Un empellón de la proa promovió el súbito desplome de un nido de comejenes, roto en alud de arena parda" (p. 152).
Incluso el río, absorbido por la selva, cambia allí su fisonomía:
"Entre dos aguas se mecían grandes hojas agujereadas, semejantes a antifaces de terciopelo ocre, que eran plantas de añagaza y encubrimiento. Flotaban racimos de burbujas sucias, endurecidas por un barniz de polen rojizo, a las que una aletazo cercano hacía alejarse, de pronto, por el tragante de un estancamiento, con indecisa navegación de holoturia. Más allá eran como gasas, opalescentes, espesas, detenidas en los socavones de una piedra larvada" (p. 153).
A las imágenes visuales le siguen las auditivas, que dotan a la selva de una nueva dimensión perceptiva:
"Una guerra sorda se libraba en los fondos erizados de garfios barbudos —allí donde parecía un cochambroso enrevesamiento de culebras —. Chasquidos inesperados, súbitas ondulaciones, bofetadas sobre el agua, denunciaban una fuga de seres invisibles que dejaban tras de sí una estela de turbias podredumbres —remolinos grisáceos" (p. 153).
Las descripciones de la selva se extienden aún por muchas páginas y componen lo que puede considerarse la mayor riqueza plástica de la novela.