Resumen
Tratado Cuarto
Cuando el escudero abandona a Lázaro, este debe buscar un nuevo amo. Las vecinas hilanderas le consiguen un lugar con uno de sus conocidos: un fraile de la Merced. Lázaro solamente permanece allí ocho días, porque no consigue seguir el ritmo del fraile. Resulta que a su amo no le gusta quedarse en el convento y prefiere salir de visita. El fraile le regala a Lázaro su primer par de zapatos, pero le duran muy poco debido a que se la pasa correteando detrás de su amo. Lázaro dice que decide abandonarlo porque no puede seguirle el ritmo, y por otros motivos que prefiere callar.
Tratado Quinto
El quinto amo al que sirve Lázaro se dedica a publicar y vender bulas. Estas son indulgencias o permisos que emitía la Iglesia para recaudar dinero para las Cruzadas u otras obras destinadas a luchar contra los infieles, es decir, contra los no cristianos. El buldero del Tratado Quinto es un hombre astuto que consigue engañar a los fieles cuando su sermón no logra convencerlos.
En primer lugar, descubrimos que, para que los clérigos y curas le den un espacio para predicar la bula, y para que alienten a sus feligreses a comprarlas, el buldero les hace regalos con los que, en realidad, los soborna. Además, procura conocer cuál es su nivel de formación y, si descubre que no saben latín, pretende hablar en esa lengua para impresionarlos. Si descubre que está ante un clérigo con una buena formación, se limita a hablar en romance, pero con tanta soltura que los convence.
Lázaro describe las trampas de su amo y elige una anécdota para mostrar lo astuto que es. En una ocasión, en Toledo, el buldero no había logrado vender bulas en los tres días que llevaba predicando. La última noche en el lugar, durante la cena, el buldero y el alguacil discuten fuertemente cuando este último lo acusa de ser un fraude. Las personas que se encuentran en el lugar intentan evitar que la pelea llegue a las manos y los separan.
Al día siguiente, el buldero se sube al púlpito de la Iglesia para predicar a favor de las bulas cuando, de repente, el alguacil irrumpe en la Iglesia y lo interrumpe para acusarlo públicamente de falsificador. Ante el alboroto que causa la intervención del alguacil, el buldero silencia a los presentes y empieza a rezar para pedir a Dios un milagro. Si el alguacil lo acusa con justa razón, entonces Dios debe mostrar que eso es verdad castigándolo a él. Por el contrario, si es él quien dice la verdad y el alguacil lo acusa injustamente, entonces Dios debe castigar a este último. Apenas termina de rezar, el alguacil se cae al suelo y empieza a convulsionar con espuma saliéndole de la boca.
Los feligreses miran sorprendidos. Unos consideran que el alguacil lo tiene bien merecido; otros piden que alguien lo salve. Al mismo tiempo, el buldero se encuentra como en trance, mirando al cielo y con los brazos elevados, imperturbable ante lo que sucede. Algunos se acercan a sacarlo de ese trance para que pueda pedir a Dios que perdone al alguacil y lo salve. Inmediatamente, el buldero invita a todos a rezar con él para pedirle a Dios que perdone a su acusador. Pide que traigan al hombre al púlpito y pone la bula sobre su cabeza. Poco a poco, el alguacil se recupera y, luego, pide perdón al buldero públicamente por acusarlo de falsario. A continuación, casi todos deciden tomar la bula. Además, se corre la voz y, gracias a ello, es posible vender las indulgencias en los alrededores de Toledo sin siquiera dar un sermón.
Lázaro reconoce que todo parecía legítimo y que él mismo estaba dispuesto a creer que todo había sido verdad, si no fuera porque después presencia cómo el buldero y el alguacil se ríen y burlan de lo que habían hecho. Lázaro, entonces, reconoce que su amo es “industrioso y inventivo”.
En el siguiente lugar que visitan, nadie está dispuesto a comprar las indulgencias, a pesar de todos los esfuerzos que hace el buldero para convencerlos. Finalmente, resuelve regalarlas y las personas se apuran a tomar cuantas pueden. Tantas son las indulgencias que reparte el buldero que algunos las toman para sus familiares que han muerto. Finalmente, el buldero ni siquiera se lleva las listas que prepara el escribano.
A la salida del pueblo, algunos de los curas del lugar le preguntan si la bula cubre a los que todavía no nacen. El bulero dice que no está seguro y que sería conveniente preguntar a otras personas más doctas que él.
Amo y mozo siguen camino hacia la Mancha y paran en un lugar en el que la venta de indulgencias resulta todavía más difícil. Nadie parece estar interesado en tomar la bula. El buldero se las ingenia para simular un milagro. Para ello, ubica un crucifijo, sobre un brasero, en el altar, que está allí porque hace mucho frío. Cuando termina de dar su sermón, envuelve la cruz en un pañuelo y la sostiene en una mano, mientras con la otra sostiene la bula. Baja del púlpito a la grada del altar para que las personas se acerquen a besar la cruz. El primero en besarla es un alcalde viejo que se sorprende por el calor y lo interpreta como un milagro. El buldero espera que siete u ocho personas besen el crucifijo y sientan el calor y, seguidamente, sube al púlpito para predicar sobre el milagro. Según él, la falta de caridad del lugar hizo que Dios se manifestara de ese modo. Como consecuencia, todas las personas que estaban presentes deciden tomar la bula, a tal punto que dos escribanos, los clérigos y sacristanes no alcanzan a anotar el nombre de todos.
Antes de irse, el buldero pide que le entreguen la cruz milagrosa para poder engastarla en oro. Los sacerdotes del lugar le ruegan que no se la lleve. Para convencerlo, le entregan una cruz de plata, más antigua y valiosa que la que ha usado para el engaño.
Lázaro se justifica ante “Vuestra Merced” por no haber denunciado a su amo. Según él, no lo hizo porque sentía miedo, por su inexperiencia y porque le “daba bien de comer”. Lázaro menciona que sirvió al buldero durante cuatro meses.
Análisis
En principio, el Tratado Cuarto llama la atención por lo escueto. Frente al detalle con el que narra sus experiencias con los tres primeros amos, nos encontramos en este capítulo con un relato muy breve, en el que el narrador elige callar algunos aspectos que hacen a la historia.
Este es uno de los capítulos que desaparece en la versión censurada de El Lazarillo, Lázaro castigado, que se publica en 1973. Ante la popularidad de la novela, a pesar de figurar en el Índex de libros prohibidos, uno de sus censores resuelve publicar una versión “menos ofensiva” y “más provechosa” del libro. La decisión de eliminar este tratado echa luz sobre los matices que subyacen a este breve capítulo. Al parecer, el gusto del fraile por “negocios seglares y visitas” puede ser interpretado como un eufemismo que apunta a un comportamiento poco casto. Es decir, seguramente sus visitas y negocios tenían un tenor sexual.
La ambigüedad con la que cierra el tratado contribuye a una interpretación sumamente negativa de su amo. Hasta el momento, Lázaro elige no callar ninguno de los vicios que ve en sus amos. Sin embargo, ese capítulo se cierra abruptamente y Lázaro explicita que está callando algunas razones por las que decide alejarse de este nuevo amo. A pesar de las imprecisiones, no cabe duda de que el tema principal del tratado es la hipocresía de los miembros de la Iglesia.
A diferencia de los tratados anteriores, en el Tratado Quinto Lázaro parece un espectador externo. No participa demasiado de la acción y su papel es ser testigo de lo que hace su amo. Asimismo, el protagonista expresa su admiración por el ingenio de su amo más veces de las que critica su manera de actuar. Algunos críticos observan un cambio entre los primeros tres tratados y los que vienen después. En este sentido, el Tratado Cuarto funciona como una bisagra entre un Lazarillo más inocente y sufrido y uno más astuto y desvergonzado. Si bien percibimos un cambio de perspectiva en Lázaro, en el sentido de que sus juicios son menos claros, no hay duda de que la intención detrás de este capítulo es denunciar los abusos de la Iglesia y de los servidores públicos. Esto lo percibimos porque, a pesar de que Lázaro se mantiene más bien al margen, las acciones del buldero y sus cómplices generan necesariamente rechazo en el lector.
La Iglesia emitía indulgencias o permisos (como no ayunar durante la Cuaresma) para recaudar dinero para las Cruzadas u otras obras destinadas a luchar contra los infieles (no cristianos). Al probar ser un método efectivo de recaudación, su venta se extendió, pero eso generó también una verdadera “industria” detrás de la falsificación de bulas. En cuanto al buldero de la novela, desde un inicio sabemos que se trata de un embustero, porque Lázaro utiliza el adjetivo “desvergonzado” para referirse a él, y porque lo primero que nos dice de él es que soborna a los curas de los lugares en los que intenta predicar la bula. El nuevo amo de Lázaro supera a todos los anteriores en su capacidad para engañar.
El más elaborado de sus engaños es el que lleva adelante con la ayuda del alguacil. Esta confabulación muestra la traición de la Iglesia y de los servidores públicos, que permitían a los falsificadores aprovecharse de las personas. El comentario parece ser que, cuando resulta conveniente, las autoridades civiles y eclesiásticas son capaces de actuar conjuntamente para perjudicar a aquellas personas a las que deberían servir. La desconfianza con la que es recibido el buldero en cada lugar al que llega muestra el escepticismo de la población con respecto a las indulgencias. Para el momento en que se escribe la novela, es probable que las noticias sobre la falsedad de la mayoría de estos documentos estuviera tan difundida que ya pocos estaban dispuestos a creer en ellos. Además de subrayar la desconfianza que imperaba, la reacción de los feligreses en los pueblos que visita el buldero son una muestra del realismo con que el autor retrata a la sociedad de la época, en particular, el desencanto por algunos comisarios de la Iglesia.
Por otra parte, la novela no solo pone en tela de juicio a los bulderos, sino que cuestiona las bulas en sí. Gran parte de la crítica social presente en El Lazarillo está dirigida a un sistema social, político y económico que perpetúa las injusticias, privilegiando a unos pocos mientras otros están librados a su propia suerte y capacidad de supervivencia. En ese sentido, las bulas representan una de las peores caras de ese sistema. Las licencias en el ámbito de los espiritual y moral se las pueden tomar solo aquellos que tienen dinero para pagar una indulgencia. Lázaro no se cuestiona su relativismo moral, pero tampoco parece que sea necesario, si desde la misma Iglesia se admite un doble estándar en lo que refiere a actuar de manera recta. Dicho de otro modo, si el individuo que tiene dinero puede comprar el perdón de sus pecados, entonces el hombre que peca para poder sobrevivir tampoco puede ser juzgado.
El final del capítulo nos ayuda a comprender ese relativismo moral que exhibe Lázaro cuando se disculpa —a medias— por no haber denunciado a su amo. El primer motivo por el cual permanece en silencio parece justificable: tiene miedo de su amo. El segundo motivo parece casi admirable: está atado por un juramento. El tercero resulta casi razonable: Lázaro es solo un chico en ese momento, quien se divierte con la astucia de su amo. La última de las excusas es la única que parece auténtica: con ese amo Lázaro comía bien. Así, en su vida, el hambre demuestra ser, una vez más, el compás moral.