Resumen
Capítulo I
Un ave se alza en el amanecer veraniego de una montaña polaca. Jacob, el esclavo de la familia Bzik, se despierta en su cama de heno del establo. Se lava las manos y pronuncia una plegaria, y luego saluda a una de las vacas que lo acompañan. Jacob es un hombre “alto, erguido, de ojos azules, el cabello y la barba largos y de color castaño” (p.14). Los gazdas, habitantes de la montaña, quisieron convertirlo al catolicismo, pero él mantiene sus creencias judías anteriores a su esclavitud.
Jacob proviene de Josefov, un pueblo judío de Polonia. Durante la matanza de Jmelnitski escapó de allí y unos bandoleros polacos lo vendieron como esclavo a Jan Bzik; “hacía cuatro años que vivía allí, y no sabía si su esposa y sus hijos seguían con vida” (p.15). Su nueva comunidad le resulta abominable, ya que tienen por costumbre comer gatos y perros, así como hacer “sus necesidades en presencia de él sin el menor recato” (p.17).
Huir del establo no es una alternativa viable. Jacob desconoce el territorio y los campesinos lo vigilan constantemente, dado que consideran que puede tratarse de un hechicero. Su único consuelo es la visita diaria de Wanda, la hija viuda de su amo, que sube a la montaña a recolectar leche para repartir en el pueblo. También se encariña con un perro, al que llama Balaam.
Wanda, en comparación con los otros miembros de su comunidad, parece “una señorita de ciudad. Vestía falda, blusa y delantal, y se cubría la cabeza con un pañuelo. Además, hablaba de forma inteligible” (p.18). Recibe asiduamente propuestas de pretendientes del pueblo, pero su único interés amoroso es Jacob, a quien incluso le propuso casamiento en el pasado. Él, por su parte, también la desea, pero procura por todos los medios alejar los malos pensamientos que van en contra de su religión. Wanda es una gentil, es decir, una mujer no judía.
Ese día, Wanda sube con pan, verduras y huevos frescos para Jacob. Mientras comen, Wanda le cuenta que su marido, Staj, “siempre exigía las cosas, nunca las pedía” (p.24), aludiendo a que mantenían relaciones sexuales sin su consentimiento. Jacob responde que la Torá indica que los hombres no deben forzar a las mujeres. Ella, incrédula, opina que esas son cosas de la vida de ciudad, y que los campesinos son todos salvajes. Le confiesa que su hermano también la violó cuando ella tenía once años.
La conversación redunda en que Wanda le pide a Jacob que se convierta al catolicismo así pueden casarse. Jacob se rehúsa y agrega que quizás su esposa todavía esté viva. Ante su rechazo, Wanda argumenta que su esposa probablemente murió en la matanza y que, incluso si siguiera con vida, no está allí. “Pero Dios está en todas partes” (p.25), responde Jacob. Aun cuando Wanda le promete convertirse al judaísmo y escapar juntos al país turco, Jacob se muestra impertérrito.
Capítulo II
Wanda regresa a su casa. Jan, su padre, está muy enfermo; pronto morirá. Antek, su hijo mayor, ansía heredar la casa cuanto antes. El clima que se vive en la cabaña es muy tenso: “La amargura y la tristeza se habían abatido sobre la familia, a la que un antagonismo callado consumía a fuego lento” (p.33). La madre de Wanda le reprocha que no haya vuelto a casarse. La hermana de Wanda, Basha, perdió tres hijos, y Jan y su mujer, por su parte, perdieron a dos varones.
Después de enviudar, Wanda tuvo que volver a su casa y compartir cama con sus padres y Basha. Esto supone una gran humillación para ella, que además está enemistada con toda su familia a excepción de su padre. Él piensa que Wanda heredó su cerebro, porque es muy inteligente.
Esa noche, Antek está bebiendo en la taberna del pueblo. Allí, los campesinos hablan de los espíritus malignos que rondan la cosecha, a los que llaman la Polinidca y la Dizwosina. Comentan que una doncella fue atacada por un vampiro. Entre todas estas criaturas viles, “de quien más hablaban los de la taberna era de Jacob” (p.36). Todos están convencidos de que Jacob va a embarazar a Wanda de un monstruo. Dziobak, el cura irresponsable del pueblo, concuerda con esta visión: según él, hay que matar a Jacob en nombre de Dios.
Jacob, mientras tanto, se despierta en mitad de la noche, agitado por estar soñando con Wanda. Se sumerge en el arroyo para mitigar su deseo, aunque solo lo consigue después de permanecer un rato allí. Se debate entre las razones en contra y a favor que consumar su pasión. Con el afán de enderezar su voluntad, decide repetir lo hecho por Moisés y tallar en piedra las 613 leyes de la Torá. Su tarea se ve interrumpida porque Jan Bzik lo insta a bajar al pueblo para iniciar la recolección.
Los pueblerinos se burlan de Jacob porque no toma leche ni come cerdo. Él, mientras tanto, recita para sí pasajes de textos religiosos. Aunque inicialmente los campesinos piensan que los está maldiciendo, comparten con él algunos nabos. Celebran un ritual en el que una doncella corta la última baba, un elemento malvado que mora en los tallos. Wanda no se aparta de él en ningún momento.
Jacob canta una canción y cuenta cuentos judíos, adaptados para gentiles y traducidos al polaco, que son recibidos con entusiasmo por los campesinos. El último día de recolección, llega al pueblo un circo ambulante. Jacob conversa con el dueño del circo, que le promete que si en el futuro pasan por Josefov, les dirá a los judíos que queden vivos dónde encontrarlo.
Capítulo III
Comienza el otoño. Jacob vuelve a su establo a lo alto de la montaña una vez terminada la recolección. Allí reflexiona sobre su vida. A los doce años se comprometió con Zelda Lía, la hija del decano de la comunidad de Josefov, dos años menor que él. El mayor interés que Jacob tenía en ese matrimonio se concentraba en “la biblioteca de su suegro, llena de libros raros” (p.51). La pareja tuvo tres hijos. Zelda era una mujer caprichosa e insensata, así que los niños pasaron al cuidado de su abuela. Jacob siempre tuvo una gran predilección por el estudio de los textos religiosos y de la filosofía. Tenía más de veinticinco años cuando los cosacos invadieron su pueblo.
Los pastores de la montaña sorprenden a Jacob una noche y lo obligan a ir a beber y bailar con ellos. Alrededor de una hoguera gritan, orinan y vomitan. Uno de ellos intenta meter una salchicha en la boca de Jacob, pero él se resiste. Se dice a sí mismo que “estas son las abominaciones que movieron a Dios a exigir el aniquilamiento de pueblos enteros” (p.55).
Más tarde, cuando Jacob regresa al establo, se desata una fuerte tormenta. El esclavo se preocupa por las fuertes lluvias, puesto que impedirían que Wanda le llevara provisiones. Eventualmente el diluvio cesa y Wanda sube, pero en cuanto pone un pie en el establo, la tormenta se reanuda. Bajar hasta su casa es imposible, así que establece que dormirá allí.
En la mitad de la noche, Jacob se despierta temblando y ve a Wanda tendida a su lado. Ella lo besa y lo abraza, y él considera que fue finalmente vencido por el Mal. Le pide con voz temblorosa que se bañe en el arroyo antes de la relación carnal. Wanda accede y se sumergen juntos, y luego ella le repite que lo hizo por él. Jacob le dice que no, que lo hizo por Dios, “y se asustó ante aquella blasfemia” (p.63). Regresan al establo y tienen relaciones.
Análisis
Isaac Bashevis Singer publica El esclavo entre 1960 y 1961 en yiddish, y al año siguiente sale la traducción al inglés que él mismo realiza junto a Cecil Hemley. El idioma original del texto no es un dato menor, teniendo en cuenta la centralidad del judaísmo en la novela, así como las convicciones políticas y religiosas del autor. Singer escribe todas sus obras en yiddish y se refiere a sus traducciones como “segundos originales”. Esta referencia contradictoria pretende saldar una importante controversia apuntada en los estudios críticos de sus obras: no es claro cuál es el verdadero estilo literario de Singer. Las versiones en yiddish presentan un uso refinado de la lengua y numerosas construcciones rebuscadas, mientras que las traducciones tienden a ser más simples y directas.
Como se puede comprobar desde las primeras páginas de El esclavo, traducida del inglés al español, aquí también el estilo es sucinto y sencillo. La vida de Jacob, el protagonista, también parece simple y austera al comienzo. Los párrafos más largos y las descripciones más ornamentadas son siempre del paisaje. La primera interacción se da entre Jacob y una vaca, a quien saluda en yiddish porque se esfuerza en no olvidar esta lengua tras la matanza de Jmelnitski, tal como hace el mismo Singer al mantener vivo el yiddish en una sociedad en la que está muriendo.
La matanza de Jmelnitski es un suceso histórico desarrollado entre 1648 y 1657 en el territorio entonces denominado Mancomunidad de Polonia-Lituania. La rebelión cosaca liderada por el Bogdán Jmelnitski peleó contra la dominación polaca con el fin de formar un Estado cosaco autónomo. Con el apoyo de los tártaros y los campesinos, la insurrección logra la anexión de Ucrania al territorio ruso. Esta referencia sirve para ubicar temporalmente los hechos narrados en El esclavo.
La vida ascética y religiosa que Jacob tiene en el establo de Jan Bzik contrasta directamente con la de los campesinos del pueblo. Jacob dice sobre ellos que no llegaron siquiera al cristianismo, sino que “seguían aún las costumbres de los antiguos paganos” (p.16). La religiosidad de los habitantes del pueblo es, sin embargo, muy confusa: respetan algunas festividades cristianas, como la Navidad, pero, como se puede apreciar en la escena de la taberna del capítulo II, pasan largas horas hablando de espíritus paganos. El cura del pueblo, Dziobak, encarna estas contradicciones, ya que él mismo no respeta los mandatos de su fe ni de su profesión. Nadie parece, igualmente, estar muy preocupado por un posible enviciamiento de alguna pureza cristiana, porque las necesidades de los campesinos responden mucho más a cuestiones materiales que espirituales.
Esta primera oposición presentada en la novela se refleja también en la organización espacial de los personajes: mientras Jacob prefiere vivir arriba de la montaña, aislado, tranquilo y conectado con sus rituales y creencias, el pueblo está, desde su perspectiva, posicionado por debajo de él y relacionado con todo lo bajo: el paganismo y la barbarie. La diagramación de estas dos ubicaciones principales de la primera parte de El esclavo reproduce así la dicotomía del paraíso celestial y el infierno terrenal.
Cabe mencionar que, si bien Jacob resalta lo abominable que le resulta el modo de vida de los pueblerinos -en particular, durante las horrorosas fiestas paganas-, no por eso la reconciliación entre las dos partes es imposible. Durante la recolección, los pueblerinos disfrutan de las canciones y los cuentos de Jacob, deteniéndose en detalles como los flecos de las vestiduras. La mención de los flecos es recurrente cada vez que Jacob piensa en las vestiduras propias de la comunidad judía, pero la atención que le brindan los pueblerinos los convierte en un símbolo de esa vida religiosa ajena al paganismo. También durante este período la gente del pueblo se compadece de Jacob y le comparte nabos cuando rechaza el cerdo y la leche, y Jacob incluso disfruta de escuchar a los pueblerinos cantar en las montañas: “Costaba trabajo creer que esas melodías surgieran de la garganta de unos hombres que comían perros, gatos o ratones de campo y caían en todas las abominaciones imaginables” (p.16).
El único personaje que tiene movilidad entre los dos polos, el pueblo y la montaña, es el que le da nombre a esta primera sección: Wanda. No es casual que sea el único personaje que resulte distinguido por su manera de ser civilizada, y que sea al mismo tiempo marginada y deseada por los habitantes del pueblo. Ella misma percibe una diferencia entre sus coterráneos y su visión del mundo: “¿Qué sabe del bien y del mal un campesino?” (p.24), se pregunta. Wanda ve en Jacob una posibilidad de salvación, pero no una salvación material, sino aquella que no es siquiera una posibilidad para sus coterráneos: una salvación espiritual y, por extensión, civilizatoria.
Desde los primeros capítulos se introduce un motivo central de la novela, que es el del amor imposible. La dicotomía aquí presente es la de la pasión desmesurada que sienten los amantes, por un lado, y sus mandatos religiosos y éticos. Estas dos aristas aparecen asociadas al calor y el frío, respectivamente, y esta última, en particular, al elemento del agua como factor de redención. Jacob se propone mitigar su pasión bañándose en el frío río, pero, irónicamente, “cuanto más trataba de ahogar su deseo, más crecía éste” (p.59). Así, es tan arrollador el sentimiento que se alimenta incluso de los intentos por reprimirlo.
La descripción del paisaje durante el primer encuentro entre Wanda y Jacob se sintetiza en un símil que se repetirá hacia el final de la segunda parte de El esclavo: “Las montañas estaban tan desiertas como en los días de la Creación” (p.20). Esta analogía pretende dar cuenta de la vastedad del espacio de la montaña y del carácter de iniciación de una historia que, tal como en los relatos fundacionales, se sucederá con el pecado.
Un rasgo saliente de las ricas imágenes que Singer compone sobre los espacios y los climas es que existe una vinculación estrecha entre ellas y los estados emocionales que atraviesan los personajes principales. Esto es particularmente importante hacia el final de esta primera sección, cuando la tormenta empalma con el momento de consumación del deseo de los amantes y, de hecho, es el factor que lo posibilita.
La metáfora que Wanda esgrime para aludir al rechazo constante de Jacob volverá a aparecer hacia el final de la segunda parte: “A menudo se repetía que de aquella masa no iba a salir pan” (p.23). Todo lo que Wanda hace para atraer Jacob deja ver una desmesura que no parece propia de su carácter, sino que se hace eco de lo irreprimible de su deseo. Jacob, por su parte, encuentra como desafío límite replicar a Moisés y tallar en piedra los mandamientos para dejar de pensar en Wanda. La propiedad de lo tangible e imborrable de la piedra se erige como la única contracara posible del deseo arrollador, pero ni siquiera ese castigo puede con “los misterios del cuerpo” (p.61).