Resumen
Cuando los ciudadanos dejan de preocuparse por el interés público y pagan a otros para que cumplan sus obligaciones cívicas, el Estado se encuentra al borde de la ruina. Cuanto más sano sea el Estado, más se pondrá la voluntad general por encima de los intereses privados, y más disfrutará el pueblo cumpliendo con sus obligaciones cívicas. Rousseau afirma que utilizar el dinero para eludir las responsabilidades personales destruye la libertad civil. También desaprueba depender de representantes para articular la voluntad general. La soberanía no puede ser representada por la misma razón por la que no puede ser alienada: o expresa el interés del pueblo en su conjunto, o no lo hace. Es por esto que Rousseau afirma que un tipo de gobierno como el de la monarquía parlamentara inglesa, o las democracias representativas, no son en verdad libres, aunque así lo crean, porque en estas solo se expresa la voluntad general durante las elecciones. Para Rousseau, todas las leyes deben ser ratificadas por el pueblo en su conjunto para ser consideradas legítimas.
Aunque Rousseau trata este tema en un capítulo anterior, vuelve a insistir en su argumento de que el establecimiento del gobierno no crea un contrato entre el pueblo y sus dirigentes. En primer lugar, el soberano, por definición, es siempre la autoridad suprema del Estado. Por lo tanto, es imposible que el pueblo, como soberano, tenga una obligación para con el gobierno. En segundo lugar, un contrato entre el pueblo y su líder sería un acto particular y no una ley, por lo que sería ilegítimo y solo estaría regulado por el imperio de la fuerza.
Si la relación entre el gobierno y el pueblo no es un contrato, ¿cómo se instituye el gobierno? Primero, el soberano decide que habrá un órgano de gobierno, y este acto implementa una ley. A continuación, el soberano nombra a determinadas personas para ejercer el gobierno. Este acto no es más que una aplicación de la ley, por lo que se trata de un acto de gobierno y no de una autoridad legislativa. Esto plantea, entonces, el problema de cómo puede haber un acto de gobierno antes de que se cree el gobierno. En esta situación, Rousseau afirma que el soberano asume temporalmente el poder ejecutivo para instituir el gobierno.
Rousseau vuelve al problema de cómo evitar que el gobierno se arrogue la soberanía. Su solución consiste en que las asambleas públicas evalúen constantemente la actuación del gobierno. Cuando el pueblo se reúne periódicamente, debe responder si aprueba la forma de gobierno actual y a sus funcionarios de turno.
Análisis
Rousseau desaprueba el uso del dinero para eludir las responsabilidades cívicas. Cree que cuando los ciudadanos utilizan sus finanzas para cumplir sus obligaciones con el Estado (por ejemplo, pagando a mercenarios en lugar de servir en el ejército), pierden su libertad. En este punto, se hace eco de los argumentos presentados en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad, en el que plantea que el dinero socava la igualdad, esclaviza al ciudadano y destruye la santidad del contrato social. Desde esta lectura, Rousseau tendría varias objeciones a la democracia estadounidense, que ha visto disminuir la participación política directa en favor de las contribuciones tributarias. Para Rousseau, firmar un cheque para una organización política o un candidato no es suficiente para cumplir con las obligaciones cívicas. Una vez que la gente utiliza el dinero para eludir sus responsabilidades, el propio Estado puede ser comprado o vendido.
Rousseau tampoco confía en la figura del representante como expresión de la voluntad general. Él afirma que la soberanía no puede representarse por la misma razón por la que no puede enajenarse. Cualquier ley exige la aprobación de todo el pueblo antes de ser aplicada. En el caso de un gobierno como el inglés, el pueblo solo es libre cuando elige a los miembros del Parlamento; “ni bien estos son elegidos, es esclavo, no es nada” (p.150).
Rousseau cree que, en un buen Estado, el pueblo antepondrá los asuntos públicos a los intereses privados. La gente se apresurará a acudir a las asambleas y aceptará de buen grado sus deberes ciudadanos, como ser llamado al ejército cuando sea necesario. Hoy en día, hay pocos gobiernos que cumplan estos elevados estándares.
Rousseau sostiene que no hay un contrato social que establezca una relación de obligación entre el pueblo y los magistrados. Como el soberano es la autoridad suprema del Estado, no está obligado a obedecer al gobierno, y si se estableciera un contrato, este sería entre el pueblo con determinadas personas, por lo que sería un acto particular. Así, concluye que tal contrato “no podría ser una ley ni un acto de soberanía y que, en consecuencia, sería ilegítimo” (p.154).
En suma, Rousseau insiste en que la soberanía debe permanecer en manos del pueblo. Esta creencia le impide considerar la relación entre un pueblo y su gobierno como un contrato. A diferencia de filósofos como Hobbes y Grocio, que despojan al pueblo de sus derechos otorgándole poder al gobierno, Rousseau afirma que el gobierno es siempre responsable ante el soberano.