Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea: pero ¿qué ganan ellos, si las guerras que su ambición le ocasiona, si su avidez insaciable, si las vejaciones de su administración los afligen más de lo que harían sus propios disentimientos? ¿Qué ganan ellos, si esta tranquilidad misma es una de sus miserias? También se vive tranquilo en la prisión: ¿es suficiente para encontrarse bien allí? Los griegos encerrados en el antro del Cíclope vivían tranquilos, esperando el turno de ser devorados.
Decir que un hombre se da gratuitamente es algo absurdo e inconcebible; un acto tal es ilegítimo y nulo por el solo hecho de que quien lo realiza no está en sus cabales. Decir esto mismo de todo un pueblo es suponer un pueblo de locos, la locura no crea derecho.
Este fragmento del Libro I muestra algunos de los recursos retóricos que utiliza Rousseau para fundamentar sus argumentos. Para cuestionar la idea de que el pueblo se somete al gobernante de la misma manera en que un hombre se hace esclavo de otro por subsistencia apela primero a la pregunta retórica, dando a entender que nada obtiene el pueblo a cambio de su sumisión; por el contrario, es el gobernante el que explota al pueblo, lo utiliza para sus guerras y le quita sus bienes. A continuación, emplea dos símiles. En el primero, compara la sumisión del pueblo a estar en prisión, en cuanto en ambos casos el sometido, por más que se encuentre en paz, está exento de libertad. En el segundo símil, recrea un episodio de la Odisea, en el que Odiseo y sus compañeros escapan de la morada del Cíclope para no terminar devorados por el gigante. Así, Rousseau concluye que no hay motivo o uso de razón que explique un sometimiento gratuito del pueblo al gobernante. Lo que justifica esa sumisión es el bien común que obtiene el ciudadano al convenir en respetar el contrato social.
Para que el pacto social no sea una fórmula inútil, encierra tácitamente este compromiso que por sí solo puede dar fuerza a los demás: que quienquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto significa tan solo que se lo obligará a ser libre; pues esa es la condición que, entregando cada ciudadano a la patria, lo protege de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que es la única que vuelve legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos, tiránicos y sujetos a enormes abusos.
Esta cita incluye la frase polémica de Rousseau a propósito de que el contrato social obliga al ciudadano a ser libre. La cuestión aquí planteada es que, para que el pacto de asociación entre individuos que conforman un pueblo funcione, se debe sacrificar la libertad natural –la libertad de hacer lo que uno desee– en pos de la libertad civil, que tiene que ver con obedecer la voluntad general que el individuo mismo sostiene como miembro del cuerpo político. Es una obligación que le garantiza la libertad de no depender sino del contrato social, y de ningún particular. Sin este sometimiento al pacto acordado, el contrato social no sería legítimo y tendería a conformar gobiernos déspotas que suprimirían la libertad civil.
¿Qué es, pues, estrictamente un acto de soberanía? No es una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros: convención legítima porque tiene como base el contrato social, equitativa porque es común a todos, útil porque no puede tener más objeto que el bien general, y sólida porque tiene como garante la fuerza pública y el poder supremo. Mientras los súbditos se someten tan solo a tales convenciones, no obedecen sino a su propia voluntad: y preguntarse hasta dónde se entienden los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es preguntarse hasta qué punto pueden estos comprometerse con ellos mismos, cada uno con todos y todos con cada uno de ellos.
Aquí Rousseau ofrece una buena definición de cómo concibe la soberanía como un ejercicio de igualdad social, en la medida en que todos los miembros del cuerpo político participan equitativamente en el bienestar general por medio de un sometimiento voluntario al contrato social. Esto quiere decir que, si un Estado es soberano, no hay relación de sometimiento ni prevalencia de los intereses particulares, porque todos se comprometen de igual manera a preservar el cuerpo político, cada uno en favor de sí mismo y de sus conciudadanos.
Tal igualdad, se nos dice, es una quimera de la teoría que no puede existir en la práctica. Pero, si el abuso es inevitable, ¿de ello se sigue que no se necesite, por lo menos, regularlo? Precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, la fuerza de la legislación debe siempre tratar de mantenerla.
En la lógica del contrato social, el fin del sistema de legislación en un Estado debe ser promover la libertad y la igualdad, como formas de obtener el máximo bien para todos. No obstante, al abordar la igualdad, Rousseau sostiene que no todos deben tener los mismos grados de poder y de riqueza. Por eso propone que el objetivo es que nadie tenga tanto como para someter a alguien, o tan poco para ser el sometido. En este sentido, comprende que lo que busca la legislación es un ideal inalcanzable, pero al que se debe aspirar de todos modos para construir una sociedad lo más justa posible. La teoría contractual de Rousseau funciona en términos abstractos e idealistas que se adaptan luego a las circunstancias concretas de cada cuerpo político.
Tomando el término en su sentido estricto, no ha existido nunca verdadera democracia y no existirá jamás. Es contrario al orden natural que la mayoría gobierne y que la minoría sea gobernada. Es imposible imaginar que el pueblo permanezca siempre reunido para ocuparse de los asuntos públicos y puede verse fácilmente que no podría establecer comisiones para ello, sin que cambiara la forma de la administración.
Aunque Rousseau plantea que, en un Estado que aspira al bien común, la soberanía es del pueblo, no por eso cree que la mejor forma de gobierno es la democrática. Es así como establece una distinción entre el soberano, el Estado y el gobierno, para argüir que cuantos más sean los miembros que constituyen el gobierno, más difícil es preservar el orden social. Paradójicamente, aquí Rousseau utiliza el argumento natural a su favor: aunque el contrato social es una convención civil y no natural, en este caso apela a la naturaleza para decir que es más orgánico que gobierne una minoría antes que una mayoría en los Estados bien constituidos.
La ventaja de un gobierno tiránico es, por lo tanto, la de obrar a grandes distancias. Con la ayuda de los puntos de apoyo que se da, su fuerza multiplica de lejos la de las palancas. La del pueblo, por el contrario, tan solo actúa concentrada: se evapora y se pierde al extenderse, como el efecto de la pólvora esparcida por el suelo, y que no se enciende sino grano a grano. Los países menos poblados son también los más convenientes para la tiranía: las bestias feroces tan solo reinan en los desiertos.
Rousseau sostiene que la extensión de un Estado y sus condiciones geográficas y climáticas determinan el tipo de gobierno que conviene en cada caso. En este punto, arguye que hay grandes extensiones de tierra en donde no pueden existir pueblos libres, porque allí solo funcionan bien los gobiernos tiránicos, que pueden controlar a la población dispersa y dominar a grandes distancias sobre terrenos de escasa explotación productiva. Esto lo explica comparando estos pueblos con bestias feroces que viven en desiertos. En el caso opuesto, los gobiernos democráticos funcionan bien en extensiones más reducidas, donde las personas están mejor comunicadas, y es más difícil para el gobierno usurpar el poder soberano del pueblo. Para explicar esta otra situación, acude al símil de la pólvora esparcida, que no tiene suficiente fuerza de explosión si se desparrama por el suelo.
El principio de la vida política está en la autoridad soberana. El poder legislativo es el corazón del Estado, el poder ejecutivo es el cerebro, que da movimiento a las partes. El cerebro puede sufrir una parálisis y el individuo seguir viviendo. Un hombre se queda imbécil y vive; pero no bien el corazón interrumpe sus funciones, el animal muere.
No es, pues, por las leyes que el Estado subsiste, es por el poder legislativo.
Rousseau construye una imagen del Estado como un individuo con funciones orgánicas específicas para establecer la importancia que tiene cada esfera de la organización política. Así, propone que el poder legislativo es el corazón del cuerpo político, porque es la expresión en acto de la autoridad soberana del pueblo. Del lado de la gobernación está el poder ejecutivo, que es el que implementa las leyes que permiten el funcionamiento del Estado; por eso es el cerebro de este organismo. El más importante, claro está, es el corazón, porque sin voluntad general no hay asociación posible entre las partes que componen el Estado. No obstante, también vale remarcar que un hombre que “se queda imbécil” podrá subsistir, pero de forma deficiente. Siguiendo esta analogía, Rousseau también sostiene que todo Estado tiene una fecha de nacimiento y también de muerte: “El cuerpo político, al igual que el cuerpo del hombre, comienza a morir desde su nacimiento y lleva en sí mismo las causas de su destrucción” (p.142). En este sentido, afirma que cualquier Estado está destinado a decaer y disolverse con el tiempo.
La agitación del comercio y de las artes, el ávido interés de ganancia, la molicie y el amor a las comodidades, son los que hacen cambiar los servicios personales por dinero. Se cede una parte de su propio provecho para aumentarlo a su gusto: Dad dinero y pronto tendréis cadenas.
En este fragmento se pone de manifiesto la crítica rousseauniana a los intereses materialistas que promueve la vida moderna, y que el filósofo relaciona con la promoción de las ciencias y las artes, que, según su criterio, corrompen la moral al fomentar el orgullo y la vanidad. Esta crítica, que desarrolla en profundidad en el Discurso sobre las ciencias y las artes, explica por qué es necesario preservar la voluntad general por sobre la individual, porque esta última fomenta que las personas renuncien a sus responsabilidades cívicas en pos de la búsqueda mezquina del beneficio individual. Esto promueve la decadencia del Estado y el deterioro de la libertad civil.
En las crisis que hacen establecer la dictadura, el Estado es pronto destruido o salvado y, pasada la necesidad urgente, aquella se vuelve tiránica o inútil. En Roma, los dictadores lo eran tan solo por seis meses, pero la mayoría de ellos abdicó antes de este plazo. De haber sido el plazo más largo, quizás hubieran estado tentados de prolongarlo, como hicieron los decenviros con el de un año. El dictador solo tenía tiempo para proveer a la necesidad que lo había hecho elegir, pero no lo tenía para pensar en otros proyectos.
Rousseau sostiene que, en los casos excepcionales en los que la patria se encuentra en peligro, “se provee la seguridad pública por un acto particular que confía la carga al más digno” (p.189), es decir, a un hombre que gobierna como un dictador que suspende las leyes y suspende temporalmente la autoridad soberana. Lo importante de este planteo es que Rousseau arguye que un gobierno dictatorial debe ser provisorio y breve, porque si no puede degenerar en gobierno tiránico o totalitario. Por eso toma de ejemplo las dictaduras romanas, en las que se establecía el límite de seis meses para restituir el funcionamiento normal de las repúblicas. En este sentido, es importante señalar también que, para Rousseau, el tiempo breve es lo que impide que un dictador quiera detentar el poder como forma de hacer cumplir sus intereses particulares. Según su perspectiva, ser un dictador es investirse de una responsabilidad dura y pesada que solo se ejerce para salvaguardar el Estado.
El cristianismo es una religión totalmente espiritual, que se ocupa tan solo de las cosas del cielo; la patria del cristiano no es de este mundo. Cumple con su deber, es cierto, pero lo hace con una profunda indiferencia sobre el buen o mal éxito de sus afanes. Con tal de no tener nada que reprocharse, poco le importa que todo marche bien o mal aquí abajo. Si el Estado está floreciente, apenas si se atreve a gozar de la felicidad pública; teme enorgullecerse de la gloria del país; si el Estado se debilita, él bendice la mano de Dios que pesa fuertemente sobre su pueblo.
Este fragmento pone de manifiesto la forma polémica en que Rousseau aborda la religión en El contrato social. Sostiene que el problema con el cristianismo es haber postulado la existencia de otro reino ultraterreno como destino al que aspira todo creyente, lo que hace que se desinterese de los asuntos mundanos que competen a la vida en sociedad. Si bien no es incompatible ser un buen cristiano y un buen ciudadano, lo que postula Rousseau es que, con el cristianismo, al creyente solo le interesa ser un buen ciudadano como una forma más de ganarse el cielo, sin que realmente le importe el bien común del cuerpo político. De la misma manera, también cuestiona que el cristiano interprete que si su pueblo decae esto sea parte de un castigo divino, lo que también es perjudicial para la conservación del Estado.