Las batallas en el desierto

Las batallas en el desierto Resumen y Análisis Capítulos 8-10

Resumen

Capítulo 8: Príncipe de este mundo

La madre trata al protagonista de monstruo que se irá al infierno. El padre, por el contrario, ni siquiera lo regaña, pero dice que su hijo no es normal, y que hay que llevarlo con un especialista. A Carlos esto le parece una hipocresía, puesto que es sabido que su padre mantiene a una mujer que vive en otra casa y con la que ha tenido dos hijas.

Luego, el personaje recuerda un episodio en la peluquería, cuando escondió una revista Vea dentro de otra sobre política y estuvo mirando modelos y actrices casi desnudas, hasta que el peluquero lo pescó y le dijo que aquello estaba mal, y que debía dejar de hacerlo o le contaría a su padre. A Carlos le parece muy raro que los niños no tengan derecho a que les gusten las mujeres, como también se le hace raro que amar pueda ser un pecado y una tentación del diablo. Luego trata de recordar en qué momento de su vida apareció el deseo hacia las mujeres, y le parece detectar que fue un año antes de enamorarse de Mariana.

Carlos no vuelve a la esuela, y su madre lo lleva a la iglesa, donde se confiesa. Cuando le cuenta lo sucedido al padre Ferrán, este le pide más detalles; le pregunta si la mujer estaba desnuda, si había otros hombres en la casa y si él ha tenido malos tactos que “hayan provocado derrame”. Carlos le dice que no sabe de qué está hablando, por lo que el cura le da una explicación amplia, y termina dándose cuenta de que está hablando con un niño, incapaz aún de eyacular. Entonces le da un discurso sobre la tentación y el pecado original que el protagonista no entiende. Él simplemente responde a todo que sí para poder terminar con aquello e irse a su casa, aunque no se siente para nada culpable ni arrepentido.

Aquella tarde, cuando llega a su casa, el protagonista tiene ganas de practicar esos “malos tactos” de los que habló el cura, pero finalmente no lo hace y, en vez de eso, reza veinte padrenuestros y cincuenta avemarías. Al día siguiente, por la noche, sus padres lo llevan al consultorio psiquiátrico.

Capítulo 9: Inglés obligatorio

El psiquiatra interroga al protagonista y este manifiesta que, al ignorar el vocabulario de su oficio, no hay comunicación posible. Luego le hacen dibujar a su familia, pintar árboles y le realizan la prueba de Rorschach. También le piden que enumere sus mayores placeres y aquello que odia.

La muchacha que le hace las últimas pruebas le diagnostica un problema edípico con una madre castradora y dice que posee una inteligencia por debajo de lo normal. Sin embargo, el diagnóstico del psiquiatra es casi opuesto: le parece un chico muy listo y precoz, pero que padece desprotección y sentimiento de inferioridad. Carlos tiene ganas de insultarlos y decirles que simplemente se enamoró de una persona, pero se contiene hasta que lo hacen salir del consultorio y le dicen que luego le enviarán el informe a su padre. Afuera, este lo espera leyendo revistas en inglés, orgulloso porque está tomando un curso intensivo para adultos que está dando resultado.

El único que parece entender a Carlos es su hermano, Héctor, quien le dice que está muy bien intentar tener sexo antes que perder el tiempo masturbándose, pero que tenga cuidado, porque ahora el amante de la mujer podría tomar represalias contra él. Carlos le dice que no es para exagerar; simplemente le dijo que estaba enamorado. Su madre echa la culpa de todo a su marido, que gasta plata en “otras cosas" en vez de pagar por una mejor educación para sus hijos. Según ella, Carlos debería ir a una escuela más exigente y prestigiosa. Héctor, sin embargo, dice que son una familia de clase media venida a menos, y que Carlos está en la escuela que le corresponde.

Capítulo 10: La lluvia de fuego

La madre del protagonista insiste con que su familia era una de las mejores de Guadalajara hasta que la revolución la arruinó y la dejó a ella sin casa. Su marido, a su vez, perdió toda la herencia de su suegro en negocios que fracasaron. Por eso terminaron en ciudad de México, un lugar infame que empuja a los ciudadanos a crímenes como el que Carlos, su hijo, acaba de cometer. La madre sigue acusando a Mariana de ramera y de corruptora de menores, y es tanta su furia que se olvida de Héctor, su hijo verdaderamente problemático.

Sobre Héctor, el protagonista cuenta que en la actualidad es un respetable empresario al servicio de las transnacionales, católico y de la extrema derecha mexicana. Sin embargo, de muchacho ha sido un sujeto conflictivo: en la época del episodio de Mariana, Héctor intentaba violar a las criadas que vivían en la azotea. Forcejaba desnudo con ellas tratando de penetrarlas hasta que eyaculaba en sus camisones. Luego, cuando los gritos despertaban a sus padres, estos lo regañaban y amenazaban con echarlo de la casa, pero a quien echaban era a la criada abusada, acusándola de provocadora.

En otras ocasiones, Héctor fue arrestado por participar en enfrentamientos entre bandas, fracturarle el cráneo a un cerrajero, drogarse en el parque Urueta y destrozar un café. El padre siempre tiene que mover sus influencias para salvarlo de la cárcel. El protagonista cree que su hermano simpatiza con él porque, por una vez, lo ha corrido de su lugar de oveja negra de la familia.

Análisis

Los capítulos 8, 9 y 10 están dedicados a las repercusiones de la declaración de amor que le hace Carlitos a Mariana. En ellos se ponen de manifiesto todas las narrativas con las que los adultos construyen su sistema moral y se contraponen a la visión inocente del niño. Así, se suceden primero los discursos de la madre y el padre, luego el de la religión y, finalmente, el de la psiquiatría.

El capítulo 8 comienza con la voz de la madre integrada a la narración, sin marcas de diálogo -característica del estilo de la novela, como se ha indicado en el análisis de los primeros capítulos- que regaña e insulta a su hijo: “Nunca pensé que fueras un monstruo. ¿Cuándo has visto aquí malos ejemplos? Dime que fue Héctor quien te indujo a esta barbaridad. El que corrompe a un niño merece la muerte lenta y todos los castigos del infierno. Anda, habla, no te quedes llorando como una mujerzuela. Di que tu hermano te malaconsejó para que lo hicieras (…). En cuanto se te baje la fiebre vas a confesarte y a comulgar para que Dios Nuestro Señor perdone tu pecado” (p.49). La madre reprime al hijo utilizando un imaginario religioso, específicamente católico, aunque ecléctico, que se caracteriza en el texto por la intolerancia y el miedo al otro. Como puede observarse, el discurso etnocentrista de la madre, que hace de su propia cultura el único criterio válido para juzgar a todos los demás, se vincula con los discursos represivos del pecado, la culpa, el castigo, la impureza y el miedo que buscan siempre a un culpable externo causante de la corrupción. En este pasaje, la madre echa la culpa a Héctor, el hijo mayor y más problemático de la familia. En los capítulos siguientes, la causante de dicha corrupción es la "maldita ciudad de México. Lugar infame, Sodoma y Gomorra en espera de la lluvia de fuego" (p.58). Así, la propia urbanización, y la sociedad en general, se presentan como los posibles elementos corruptores de los espíritus puros de la familia de Carlitos.

Ante lo que para la madre significa una falta de obediencia y respeto por parte de Carlitos, ella lo reprime mediante el insulto, o bien mediante la amenaza indirecta (hace referencia a los castigos del infierno), como herramienta moralizante para su corrección: investida de la autoridad que deriva de su papel de educadora, la violencia verbal de la madre, tanto en la amenaza como en la ofensa, tiene el propósito de corregir, esto es, reprimir y rectificar, para transformar la conducta del hijo y así encausarla hacia lo que ella considera propio de una buena familia. Es claro que el significado de sus ofensas se encuentra en el paradigma de familia que ella considera ejemplar, su propia familia de origen: una familia de clase media conservadora proveniente de la ciudad de Guadalajara, pero que se ha rebajado a vivir en Colonia Roma. Sobre la familia de la madre el narrador se volverá en los capítulos siguientes.

En el pasaje señalado, la madre también abre el discurso sobre la otredad: si Carlitos no es como su madre, esa diferencia lo sitúa ante ella como si fuera un monstruo. Esto se hace explícito en una frase al principio del capítulo: “Nunca pensé que fueras un monstruo. ¿Cuándo has visto aquí malos ejemplos?” (p.49). Esta pregunta coloca a Carlitos en una zona marginal frente al discurso totalizante de la madre, quien quiere imponer la imagen de lo que es para ella una familia ejemplar. Además de poner de manifiesto su debilidad, una vez que Carlitos llora, comprobando la eficacia moralizante y represiva de la ofensa, la madre lo feminiza y rebaja aún más con un símil negativo de claras connotaciones sexuales: “Anda, habla, no te quedes llorando como una mujerzuela” (p.49), lo que resulta un insulto dentro del sistema patriarcal de valores que se sostiene en la narrativa de la madre.

Contra esa alteridad de Carlos, que lo coloca en la periferia y lo transforma en un enfermo y un bárbaro, el remedio de la madre es la confesión y la comunión: la religión se plantea entonces como una narrativa capaz de restituir a Carlos a su estado primordial, para que se reincorpore al centro del sistema de valores de su familia. Mientras tanto, el padre no lo regaña ni lo insulta como la madre, pero manifiesta que “este niño no es normal” (p.49), y propone “llevarlo con un especialista” (p.49). Contrapuesta a la narrativa religiosa de la madre, el padre agrega la narrativa de la psiquiatría como método para tratar las desviaciones de la personalidad.

Carlitos se confiesa entonces con el padre Ferrán, quien le hace una serie de preguntas conflictivas en busca de detalles sobre su confesión de amor a Mariana: “¿Estaba desnuda? ¿Había un hombre en la casa? ¿Crees que antes de abrirte la puerta cometió un acto sucio? Y luego: ¿Has tenido malos tactos? ¿Has provocado derrame? No sé qué es eso, padre. Me dio una explicación muy amplia. Luego se arrepintió, cayó en cuenta de que hablaba con un niño incapaz de producir todavía la materia prima para el derrame” (p.51). El discurso del cura se revela de una torpeza extrema y de muy poco tacto: el hombre parece no medir que está hablando con un niño y termina revelándole la posibilidad de “los malos tactos”, es decir, de la masturbación. Ante esta narrativa religiosa que condena, por medio del pecado original, todo deseo carnal, Carlitos responde acatando el discurso y dice arrepentirse de lo que ha hecho para tranquilizar al cura y a su familia. Sin embargo, rápidamente aclara que “no estaba arrepentido ni me sentía culpable: querer a alguien no es pecado, el amor está bien, lo único demoníaco es el odio” (p.52). Así, se esboza con claridad la reticencia del narrador a aceptar las narrativas que los adultos tratan de imponerle.

El capítulo siguiente está dedicado a la visita del psiquiatra, y aquí se presenta el debate de dos profesionales; un psiquiatra principal y su joven ayudante, quienes manifiestan opiniones opuestas sobre Carlitos. “Es un problema edípico clarísimo, doctor. El niño tiene una inteligencia muy por debajo de lo normal. Está sobreprotegido y es sumiso. Madre castrante, tal vez escena primaria: fue a ver a esa señora a sabiendas de que podría encontrarla con su amante. Discúlpeme, Elisita, pero creo todo lo contrario: el chico es listísimo y extraordinariamente precoz, tanto que a los quince años podría convertirse en un perfecto idiota” (p.54). Frente a estos diagnósticos, pronunciados con total desparpajo frente a él, Carlitos siente que la furia lo invade y se pregunta por qué es tan difícil para los adultos comprender que él simplemente se ha enamorado, y que no hay nada desviado ni amoral en sentir amor por alguien. A su vez, Carlitos critica el lenguaje de los psiquiatras, que le parece inútil además de incomprensible.

Las visitas al cura y al psiquiatra conforman dos discursos de autoridad inapelables y rotundos a los que debe someterse Carlitos; al primero por orden de la madre y al segundo por orden del padre. Así, la psiquiatría viene a funcionar como otra de las grandes narrativas totalizadoras, a la par de la religión, solo que con carta de autoridad científica. Estas dos divertidas escenas caricaturizan las instituciones (como antes había sucedido con las personalidades del gobierno), revelando su estupidez y su ineficacia ante “el problema” de Carlitos, quien, finalmente, extrae sus propias enseñanzas y conclusiones de cada una de ellas: del padre Ferrán, “una involuntaria guía práctica para la masturbación” (p.52); del par de psiquiatras, que uno puede simplemente enamorarse de alguien.

El único que festeja la acción de Carlitos es su hermano, Héctor, aunque le atribuye razones erradas: “Te vaciaste, Carlitos. Me pareció estupenda puntada. Mira que meterte a tu edad con esa tipa que es un auténtico mango, de veras está más buena que Rita Hayworth. Qué no harás, pinche Carlos, cuando seas grande. Haces bien lanzándote desde ahora a tratar de coger, aunque no puedas todavía, en vez de andar haciéndote la chaqueta” (p.56). Pero tampoco este comentario es de ayuda para Carlitos, pues queda claro que para Héctor se trata simplemente de una broma infantil y nada más, mientras que para el protagonista el acontecimiento implica una experiencia reveladora.

El capítulo 10 está dedicado en gran parte a la madre de Carlitos, un personaje que no tiene nombre (como el padre) y que está definida, como se ha dicho anteriormente, por sus roles dentro de la familia: madre y esposa. Al inicio del capítulo, el narrador reconstruye una de las narrativas que sostiene su madre sobre el origen de su familia:

Mi madre insistía en que la nuestra –es decir, la suya– era una de las mejores familias de Guadalajara. Nunca un escándalo como el mío. Hombres honrados y trabajadores. Mujeres devotas, esposas abnegadas, madres ejemplares. Hijos obedientes y respetuosos. Pero vino la venganza de la indiada y el peladaje contra la decencia y la buena cuna. La revolución –esto es, el viejo cacique– se embolsó nuestros ranchos y nuestra casa de la calle de San Francisco, bajo pretexto de que en la familia hubo muchos cristeros” (p.57).

En su narrativa, la madre se obstina en resaltar que pertenece a una familia católica (“mujeres devotas”, “muchos cristeros”), aristocrática (“buena cuna”), conservadora (“esposas abnegadas, madres ejemplares”, “hijos obedientes y respetuosos”) y terrateniente (“nuestros ranchos y nuestra casa”). Son estos discursos los que la hacen verse a sí misma como perteneciente a “una de las mejores familias”, es decir, como superior a quienes no son como ella.

En el discurso de la madre, Carlitos introduce un signo de distanciamiento mediante el uso de guiones en la narración, para indicar al lector que él no construye su identidad con la misma narrativa: “Mi madre insistía en que la nuestra –es decir la suya– era una de las mejores familias de Guadalajara” (p.57). Así, queda claro que Carlitos no ve los valores identitarios de la madre como propios y, al focalizarse en ella desde su propia voz, evidencia la diferencia: “nunca un escándalo como el mío” (p.57), refiriéndose a la falta que significa haberse salido de clase para ver a Mariana, que lo hace asumirse como lo opuesto de los “Hijos obedientes y respetuosos” de la familia materna de donde la madre toma sus ejemplos moralizantes, pues ella desciende de una familia de “madres ejemplares”. La madre corrige la falta de su hijo tomando como modelo de lo que es “bueno” su propio origen.

La madre arremete también contra la ciudad de México. En su narrativa identitaria, el paso de la vida rural a la vida urbana, el abandono de su lugar de origen y la confrontación de sus valores identitarios en oposición a otra forma de vida hacen que la madre califique de “maldita” (p.58) a la ciudad de México. Se entiende, por su catolicismo tan arraigado, que "maldita" significa “condenada por Dios” como consecuencia de ser “infame”, o sea, sucia e indecente. La madre construye su narrativa desde la noción de inmoralidad como impureza que la lleva a equiparar la ciudad de México con las ciudades de Sodoma y Gomorra, símbolo bíblico de ciudades malditas, del vicio, la perversión y la inmoralidad. Estas injurias tienen como base discursos de otredad y etnocentrismo que la llevan a equiparar la ciudad de México a un “infierno donde sucedían monstruosidades nunca vistas en Guadalajara” (p.58). Desde esta perspectiva, el infierno no es ya visto como un espacio ultraterreno sino como el espacio vital, como la ciudad misma. El discurso predominante de la impureza termina de constituirse desde la visión de la madre cuando hace referencias al “Siniestro Distrito Federal en que padecíamos revueltos con gente de lo peor. El contagio, el mal ejemplo” (p.58). El término médico, “contagio”, vuelve a instalar el discurso de la impureza y la otredad: en la ciudad, los otros, contaminados por el caos urbano y la crisis moral, es el que contagia la inmoralidad, como si se tratase de una enfermedad. El discurso de la madre también arroja una mirada despreciativa sobre el padre de Carlitos por ser hijo de un sastre, “a pesar de su título de ingeniero” (p.57). Una vez más, para la narrativa de la madre, el origen es una marca primordial en la constitución de las personas.

Por su parte, el padre es presentado como un arribista lleno de recursos que ha logrado abrirse paso en el mundo empresarial a pesar de sus repetidos fracasos, y que repunta durante la guerra con su fábrica de jabones. Sin embargo, cuando comienza la novela, el narrador presenta a su padre al borde de la quiebra debido a la competencia de los productos estadounidenses. Entre los capítulos 8 y 10, el padre ha vendido su fábrica de jabones y se ha transformado en gerente para una empresa norteamericana. De esta forma, este muestra su capacidad de adaptación y logra sostenerse como el proveedor de la familia.

En el episodio del psiquiatra, Carlitos vuelve sobre la figura de su padre desde la relación que este tiene con la lengua inglesa. El padre de Carlitos busca el éxito personal (que se evidencia en el ascenso social) no solo en lecturas de origen norteamericano sino que se empeña en el aprendizaje de la lengua misma:

Mi padre me esperaba muy serio en la antesala, entre números maltratados de Life, Look, Holiday, orgulloso de poder leerlos de corrido. Acababa de aprobar, el primero en su grupo de adultos, un curso nocturno e intensivo de inglés y a diario practicaba con discos y manuales. Qué curioso ver estudiando a una persona de su edad, a un hombre viejísimo de 48 años. Muy de mañana, después del ejercicio y antes del desayuno, repasaba sus verbos irregulares –be, was/were, been; have, had, had; get, got, gotten; break, broke, broken; forget, forgot, forgotten– y sus pronunciaciones –apple, world, country, people, business– que para Jim eran tan naturales y para él resultaban de lo más complicado” (p.55).

El padre es visto como un hombre consejero, “positivo”. De la cita anterior se deduce que es también paciente, disciplinado y orgulloso de sus propios logros. Por otra parte, si estudia de noche es porque de día está casi enteramente dedicado a su trabajo, aunque también dedica tiempo a sus hijos para aconsejarlos, como ya se vio, y aún para llevarlos a “normalizar” con algún especialista (p.49), como es el caso en que el padre espera en la antesala del psicólogo.

Finalmente, Carlitos dedica también parte de estos capítulos a la figura de su hermano, Héctor. Después de que Carlitos le ha declarado su amor a Mariana, Héctor elogia al hermano menor por su hombría, en oposición a la homosexualidad, representada en las narrativas de los adultos como masculinidad feminizada: “Qué espléndido que con tantas hermanas tú y yo no salimos para nada maricones” (p.56), y continúa con una advertencia: “Ora cuídate, Carlitos: no sea que ese cabrón vaya a enterarse y te eche a sus pistoleros y te rompa la madre" (p.56).

Carlitos, de nuevo, está en posición de agresor, ahora desde la focalización de Héctor, por “tratar de coger” (p.56) con la mujer de otro. El riesgo, según advierte el hermano, consiste en que el “cabrón”, el macho, se “entere” y le “rompan la madre” (p.60). En el discurso de Héctor se hace presente una oposición entre lo entero y lo roto, o sea, entre lo completo y lo incompleto. Lo masculino, agresor, se representa como entero y tiene la capacidad de romper, de abrir; esto equivale, según veremos a continuación, de feminizar. Esta visión machista y patriarcal de la sociedad ha sido denunciada ampliamente por uno de los mayores intelectuales de México, Octavio Paz. En su obra El laberinto de la Soledad, Paz observa que el lenguaje popular revela la hombría del mexicano constituida en oposición a la idea de inferioridad que se tiene de la mujer, y explica cómo el lenguaje se vale de las metáforas de lo hermético e irrompible en referencia al hombre y de lo abierto y roto en referencia a la mujer. Pacheco recupera estas nociones para ilustrar el machismo mexicano a partir de la narrativa de Héctor.

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