“En cuanto a Pinochet, para mí era un personaje de la televisión que conducía un programa sin horario fijo, y lo odiaba por eso, por las aburridas cadenas nacionales que interrumpían la programación en las mejores partes. Tiempo después lo odié por hijo de puta, por asesino, pero entonces lo odiaba solamente por esos intempestivos shows que mi papá miraba sin decir palabra (…)”.
En esta cita se exhibe, por un lado, el escenario de fondo sobre el cual se construye la novela, a saber, el contexto de la dictadura de Pinochet, y su intervención de los medios de comunicación. Además, evidencia un cambio en el narrador, un aprendizaje que va de su infancia a su adultez: si en el pasado, desde la inocencia infantil, concebía a Pinochet como un personaje de ficción, en la adultez asume una postura crítica respecto de su figura; lo odia y repudia sus crímenes. En esta cita se evidencia además una crítica a la ideología paterna, al aludir a la actitud pasiva que su padre, sin decir palabra, adoptaba al escuchar esas cadenas nacionales.
“Ahora no entiendo bien la libertad de que entonces gozábamos. Vivíamos en una dictadura, se hablaba de crímenes y atentados, de estado de sitio y toque de queda, y sin embargo nada me impedía pasar el día vagando lejos de casa. ¿Las calles de Maipú no eran, entonces, peligrosas? De noche sí, y de día también, pero con arrogancia o con inocencia, o con una mezcla de arrogancia e inocencia, los adultos jugaban a ignorar el peligro (…)”.
En esta cita se ve nuevamente la reflexión adulta del narrador-protagonista sobre aquello que de niño hacía sin darse cuenta, acríticamente. Se expone así por primera vez en la novela el contexto de violencia que enmarca su infancia, los peligros con los que convivían en plena dictadura. Desde su presente adulto, el narrador cuestiona y desenmascara la conducta de los adultos, que negaban y silenciaban esos riesgos, ocultando a sus hijos esa realidad de fondo.
“La novela es la novela de los padres, pensé entonces, pienso ahora. Crecimos creyendo eso, que la novela era de los padres. Maldiciéndolos y también refugiándonos, aliviados, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón. Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer”.
En esta cita se exhibe la metáfora de la vida como una novela, en la que los padres y adultos serían los protagonistas y los niños, personajes secundarios. Corresponde a una reflexión del narrador sobre una anécdota de infancia de Eme, y desencadena la escritura de su propia novela. El narrador comprende que su generación, la de los niños y niñas durante la dictadura, creció creyendo la versión oficial según la cual a ellos les correspondía un rol secundario en esa historia, versión reforzada por su inocencia e incapacidad para entender lo que pasaba a su alrededor y por la falta de explicaciones de los adultos. Es decir, el narrador entiende que su vida ha sido condicionada por esa versión, por la novela de los padres. De ahí que su misión sea escribir la novela de los hijos, la de los personajes secundarios, una versión propia y alternativa, que le permita a esa generación entender lo que sucedía en esos años.
“No sé muy bien por dónde avanzar. No quiero hablar de inocencia ni de culpa; quiero nada más que iluminar algunos rincones, los rincones donde estábamos. Pero no estoy seguro de poder hacerlo bien. Me siento demasiado cerca de lo que cuento. He abusado de algunos recuerdos, he saqueado la memoria, y también, en cierto modo, he inventado demasiado. Estoy de nuevo en blanco, como una caricatura del escritor que mira la pantalla con impotencia”.
Este pasaje es una de las tantas reflexiones metadiscursivas que el narrador introduce en su diario respecto de la novela que está escribiendo. En ella se trasluce, por un lado, el objetivo de su libro, que no es el de acusar ni cerrar versiones, hablando de inocencia o de culpa, sino de iluminar rincones, es decir, poner al descubierto desde el entendimiento adulto escenas de esa generación que pueden revelar sentidos nuevos. Por otro lado, se exhibe la pregunta sobre el método para dar cuenta de ese objeto y los modos de hacer memoria, así como los cruces inevitables entre memoria y ficción, lo que da cuenta del pacto autoficcional que propone la novela en su totalidad.
“Hay personajes parecidos a nuestros padres (…). Supongo que les toca, simplemente, comparecer. Recibir menos de lo que dieron, asistir a un baile de máscaras sin entender muy bien por qué están ahí. Nada de esto soy capaz de decírselo a mi hermana. No lo sé, es ficción, le digo”.
Esta cita corresponde a la conversación que mantiene el protagonista con su hermana, en la que hablan sobre su novela, y él reflexiona sobre la materia de su escritura. Entiende por un lado que a su hermana no la retrata pues prefiere protegerla de esa exposición. Sin embargo, no hace lo mismo con sus padres, quienes sí aparecen representados como personajes inspirados en ellos. Así, por un lado, se explicita el pacto autoficcional de la novela que este narrador y protagonista escribe, al retratar asuntos reales de la vida del autor pero con una mezcla de ficción. Por otro lado, se da cuenta de la necesidad que él tiene de retratar a los adultos de su infancia, como si debiera sacrificar algo de ellos, su protección, para poder dar cuenta realmente de su historia, exponiendo las conductas de esos adultos. Esa necesidad queda cristalizada en la palabra “comparecer”, que somete a los padres a una especie de responsabilidad ante la historia, de ajuste de cuentas.
“Aprender a contar su historia como si no doliera. Eso ha sido, para Claudia, crecer: aprender a contar su historia con precisión, con crudeza. Pero es una trampa ponerlo así, como si el proceso concluyera alguna vez. Solamente ahora siento que puedo hacerlo, dice Claudia. Lo intenté mucho tiempo. Pero ahora he encontrado una especie de legitimidad”.
En esta cita, el narrador parafrasea una confesión de Claudia, quien recién luego de la muerte de su madre y de su padre siente por primera vez el impulso de contar su historia, de decir “yo”. Pareciera que es esa muerte la que le otorga ahora cierta legitimidad a su voz, que antes no tenía, pues primaba la versión oficial de los adultos, los protagonistas de esa “novela de los padres”. Ahora que ellos ya no están, ella puede hacerse cargo de su propia historia y contarla con su voz. Este es el impulso identitario que también inspirará al narrador a escribir la “novela de los hijos”.
“(...) me sentaba durante horas a hablar con mis padres, les preguntaba detalles, los obligaba a recordar, y repetía luego esos recuerdos como si fueran propios; de una forma terrible y secreta, buscaba su lugar en esa historia. No preguntábamos para saber, me dice Claudia mientras juntamos los platos y recogemos la mesa: preguntábamos para llenar un vacío”.
Aquí Claudia describe la trama de silencio que caracterizaba a la dictadura y el cambio que se produce en la década de los noventa, con el regreso de la democracia: si antes no la dejaban hacer preguntas, a partir de 1990 puede hacer todas las preguntas que le surgen y pide con insistencia detalles a sus padres. Esa actitud excede la mera curiosidad y da cuenta de un interés identitario. En la historia de sus padres, en los recuerdos de los que Claudia se apropia, ella busca también encontrar su propio lugar dentro de esa historia que hasta entonces le había sido ocultada. Esta es la particularidad de la generación de los hijos: al recuperar la memoria de los padres ellos están haciendo un ejercicio propio de memoria, donde buscan encontrar también una porción de su propia identidad. Además, en esa búsqueda está la idea de llenar un vacío, de atender una herida irreparable que dejó la dictadura.
“Pero no es amor lo que nos une. O es amor, pero amor al recuerdo. Nos une el deseo de recuperar las escenas de los personajes secundarios. Escenas razonablemente descartadas, innecesarias, que sin embargo coleccionamos incesantemente”.
Esta cita corresponde a una revelación que tiene el narrador cuando nota su apego a Claudia y sus ganas de que permanezca en Chile. Entiende que no se trata de amor sino de una necesidad de otro tipo: los une el recuerdo, una misma pertenencia generacional y una pulsión identitaria común. En compañía, reconstruyen el pasado, las escenas de los personajes secundarios que son ellos mismos y los miembros de su generación, los que durante la dictadura eran demasiado jóvenes para entender lo que pasaba. En la medida en que la historia parece haber sido escrita por los padres (por eso la novela es de los padres), esas escenas han quedado eclipsadas por la versión oficial, han sido descartadas por innecesarias, pero él y Claudia se encuentran para recuperarlas y darles un sentido.
“Pensé en esa frase medio casual, involuntaria: una vida con paseos por el parque. Pensé que también mi vida era de alguna forma una vida con paseos por el parque. Pero entendí lo que quería decir. Buscaba un paisaje propio, un parque nuevo. Una vida en que ya no fuera la hija o la hermana de nadie. Insistí, no sé por qué, no sé para qué. En este viaje has recuperado tu pasado, le dije”.
En esta cita se pone en evidencia el proceso identitario de los hijos de víctimas de la dictadura. Por un lado, este proceso en Claudia es vivido como un viaje de aprendizaje, que le ha permitido encontrarse con ese pasado y elaborar de alguna manera el trauma. Una vez completado ese viaje, lo que más desea es construir su vida propia, una vida que no esté condicionada por ser la hija ni la hermana de nadie, que no deba ajustarse a las decisiones de otros. El paseo por el parque simboliza la tranquilidad, la banalidad de una vida que no tenga que estar sujeta a las exigencias que la militancia impone ni a la rendición absoluta ante el pasado, como le sucede a Ximena. La partida de Claudia representa entonces la elaboración del trauma y el inicio de una nueva etapa propia, la de la Claudia adulta, no la de la hija.
“La muerte era entonces invisible para los niños como yo, que salíamos, que corríamos sin miedo por esos pasajes de fantasía, a salvo de la historia. La noche del terremoto fue la primera vez que pensé que todo podía venirse abajo. Ahora creo que es bueno saberlo. Que es necesario recordarlo a cada instante”.
Aquí el narrador piensa qué ha desencadenado la escritura de su novela, el relato del terremoto de 1985, y comprende que esa fue la primera vez en que pensó en la muerte. El terremoto simboliza así el fin de la inocencia absoluta de aquellos niños que vivían en un mundo de fantasía, “a salvo de la historia”, en oposición a los adultos, que se enfrentaban día a día a la violencia del Chile dictatorial. De alguna manera, lo que permite el terremoto, y lo que viene a proponer la novela, es la posibilidad de hacerse cargo de esa historia; ya no estar a salvo de ella sino analizarla y buscar un lugar en ella.