Resumen
El narrador de "El hombre que ríe" recuerda el verano de 1928, cuando solía participar del Club de los Comanches. Todos los días, después de clase, el Jefe, un estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York llamado John Gedsudski, pasaba a buscar a los veinticinco comanches en autobús para ir al Central Park a practicar deportes o visitar algún museo en caso de lluvia. Los fines de semana, los niños solían tener actividades durante todo el día en las afueras de la ciudad.
Durante el trayecto de vuelta en el autobús, el Jefe les cuenta historias, y el narrador recuerda vívidamente la de "El hombre que ríe": hijo de unos acaudalados misioneros, el "hombre que ríe" es raptado de niño por unos bandidos chinos. Como sus padres se niegan a pagar el rescate, los bandidos colocan la cabeza del niño en una morsa de carpintero y, como resultado, el niño "llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de garbanzo y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz" (78). Los bandidos lo dejaban deambular por su cuartel general siempre y cuando usara una máscara roja hecha de pétalos de amapola, ya que era desagradable verlo. Así, el hombre que ríe se convierte en un tipo solitario que se escabulle con frecuencia en el bosque y se comunica con los animales, para quien no es feo.
El hombre que ríe aprende rápido de su entorno, crea un sistema propio y pronto se hace famoso por sus hazañas criminales, que incluyen robos, secuestros y asesinatos, solo cuando es estrictamente necesario. Sus ingeniosos métodos y su juego limpio le guardan "un lugar especialmente cálido en el corazón de los hombres" (80).
Cuando los bandidos chinos se dan cuenta de que se está entrometiendo en su territorio intentan matarlo, pero este los elude astutamente y ellos terminan matando a la madre del jefe de los bandidos, lo que aumenta su sed de venganza. Es así que él tiene que encerrarlos y lo hace, misericordiosamente, en un mausoleo "agradablemente decorado" (80). Aunque a veces escapan y le causan molestias, él no los asesina. Poco después el hombre que ríe empieza a frecuentar París y ostentar su genio frente al detective Marcel Dufarge. Él y su hija se convierten en sus enemigos más encarnizados. Pronto, el hombre que ríe logra acumular "la fortuna personal más grande del mundo" (81). Dona una buena parte y esconde y otra. Vive con cuatro compañeros fieles: "un lobo furtivo llamado Ala Negra, un enano adorable llamado Omba, un gigante mongol llamado Hong (...) y una chica eurasiática" (81).
Luego de comentar el modo en que, de niño, se comprometió con esta historia, el narrador vuelve al Club: una tarde de febrero, los comanches notan la fotografía de una muchacha muy bella en el tablero del autobús. El Jefe dice que se trata de Mary Hudson. Un día, poco después, el joven se desvía de su trayecto habitual y eventualmente detiene el autobús en la Quinta Avenida. Sube la chica de la imagen. Todos están desconcertados, y más aún cuando, al llegar al parque, ella anuncia que quiere jugalar al béisbol con ellos. A pesar de la negativa inicial del Jefe y de los Comanches, ella insiste en unirse al juego y, contra toda expectativa, demuestra ser buena bateadora, además de una corredora increíblemente rápida. Al final, a los niños les encanta jugar con ella.
Un día de abril, el Jefe estaciona el autobús en la Quinta Avenida. Mientras esperan a Mary Hudson, agrega un nuevo episodio a la saga de "El hombre que ríe": Ala Negra es secuestrado por los Dufarge, quienes le ofrecen al hombre que ríe liberarlo si él se entrega a cambio. Este accede y acuerdan encontrarse en un denso bosque. Pero los Dufarge no tienen ninguna intención de liberar a Ala Negra, y llevan otro lobo. Así, mientras la hija de Dufarge ata al hombre que ríe a un árbol, este, que habla la lengua de los lobos, se dirige a su amigo para despedirse. Confundido, el lobo sustituto le dice que no se llama Ala Negra sino Armand, y que nunca visitó China. Enfurecido, el hombre se quita la máscara con la lengua y mira a los Dufarge de frente. La muchacha se desmaya de inmediato y su padre, que se salva de la terrible visión porque, en el mismo momento, tiene un ataque de tos, comienza a disparar contra el cuerpo del hombre que ríe. Así termina esta entrega.
Mary Hudson no ha aparecido. Visiblemente irritado, el Jefe pone en marcha el autobús y sigue camino. Luego, en el parque, el narrador ve a Mary Hudson sentada en un banco entre dos mujeres con cochecitos de bebé. Le avisa al Jefe, que se acerca a hablar con ella. Caminan juntos hacia el campo de béisbol sin hablar ni mirarse. Cuando llegan, el narrador le pregunta al Jefe si ella va a jugar pero este le pide que se calle. Enseguida le pregunta a ella si quiere ir a comer a su casa alguna vez. "Déjame. Por favor déjame" (93), responde.
Aunque no sabe qué sucede entre ellos, el narrador entiende que "Mary Hudson había abandonado el equipo Comanche para siempre" (93). Luego la ve alejarse llorando. De vuelta en el autobús, el Jefe termina el episodio de "El hombre que ríe": cuatro balas de Dufarge han dado en el blanco. El hombre que ríe cae desplomado, aparentemente muerto. Regocijado, Dufarge despierta a su hija y señala el cadáver. El hombre que ríe, sin embargo, tenía las balas en los músculos contraídos del estómago; cuando los Dufarge se acercan, él regurgita las balas. Este acto sorprende tanto a los Dufarge que "sus corazones literalmente estallaron" (95).
El hombre que ríe queda atado al árbol, herido y hambriento. Entre en coma justo antes de que su amigo Omba, el enano amoroso, llegue con suministros médicos y sangre de águila para alimentarlo. Omba logra despertar al hombre que ríe, quien pregunta por Ala Negra. Cuando su amigo le confirma que está muerto, el hombre que ríe lanza un último suspiro, rompe el vaso con sangre de águila y muere.
Los niños en el autobús están conmocionados. Uno rompe a llorar. El Jefe los lleva a casa y el narrador, de camino a su apartamento, ve "un trozo de papel rojo que el viento agitaba contra la base de un farol de la calle. Parecía la máscara de pétalos de amapola de alguien" (97). Cuando llega a su casa, le dicen que se vaya directo a la cama.
Análisis
"El hombre que ríe" es el primero de los Nueve cuentos de Salinger que rompe la unidad espacio-temporal que establece "Un día perfecto para el pez banana" y que, como decíamos, se convierte en una marca no solo de Salinger sino de los relatos del New Yorker. Los cuentos anteriores relatan sutiles episodios que tienen lugar en el transcurso de una tarde o noche, y son contados, además, por un narrador omnisciente que participa relativamente poco, dejando hablar directamente a sus personajes.
"El hombre que ríe", por su parte, se desarrolla a lo largo de varios meses, y es narrado en primera persona desde una instancia de enunciación posterior. En otras palabras, se trata de un adulto recordando algunos episodios de su vida cuando solo tenía nueve años. Así, a diferencia de Eloise, a quien un narrador omnisciente describe recordando su pasado en "El tío Wiggily en Connecticut", el narrador de "El hombre que ríe" está recordando su pasado en la instancia del relato, es decir, la historia contada es el recuerdo del narrador. Estas memorias, protagonizadas por un niño de nueve años, aparecen explícitamente mediadas, entonces, por el narrador ya adulto, que irrumpe la narración para comentar y reflexionar sobre los acontecimientos desde un presente muy posterior a los sucesos relatados. Por otro lado, este narrador, a diferencia de los narradores omnicientes anteriores, sí tendrá gran protagonismo en el relato: comentará los sucesos y reflexionará no solo sobre ellos sino también sobre sí mismo en el momento en que estos tuvieron lugar, dándole a su subjetividad un lugar preponderante.
Lo antedicho supone, entonces, que "El hombre que ríe" es una historia en el sentido tradicional, a diferencia de los relatos anteriores en Nueve cuentos, que asumen la forma de una suerte de documentación en tiempo real, acercándose a una breve obra de teatro, un cortometraje o la escena de una película.
Otra característica interesante de este narrador es que, a pesar de contar ya desde la adultez, los sucesos narrados aparecen evidentemente desde la mirada del niño que era en el momento en que tuvieron lugar. Es como si el narrador hubiera vuelto a habitar su yo más joven para experimentar nuevamente ese período de su vida a través de los ojos apropiados. Esto cubre el relato con un velo que produce otro efecto de distanciamiento respecto a los hechos, ya que debemos interpretar, según nuestros propios parámetros, lo que ve un pequeño. Este efecto es aún más contundente si tenemos en cuenta que nuestro narrador es más testigo que protagonista de los sucesos contados.
De hecho, aunque el relato se presenta como uno de ciertos sucesos asociados al Club Comanche durante 1928, lo que le da al cuento una estructura clásica de introducción, nudo y descenlace, es decir, lo que acontece, iniciándose al comienzo del cuento y terminando al final, es que John Gedsudski y Mary Hudson comienzan una relación que, finalmente, fracasa. No obstante, esa historia se trasluce detrás de la narración de las aventuras que los chicos tienen con el Jefe a la cabeza y del relato enmarcado de "El hombre que ríe", como si el objetivo del narrador fuera esas experiencias y dejara entrever, sin querer, esa historia fallida de amor. Un ejemplo entrañable que evidencia esta mirada infantil es el modo en el que nos enteramos de la ruptura: "No tenía idea de lo que pasaba entre el Jefe y Mary Hudson (y aún no la tengo, salvo de una manera muy somera, intuitiva), pero, sin embargo, no podía ser mayor mi certeza de que Mary Hudson había abandonado el equipo Comanche para siempre" (93). Esta cita ejemplifica, además, la intromisión del narrador adulto que, desde el presente de la enunciación, comenta los sucesos dando cuenta de un alto nivel de identificación con la mirada de ese niño que alguna vez fue.
En esta identificación con la infancia, el narrador de "El hombre que ríe" se erige como un clásico personaje de Salinger tanto como el Jefe, quien, como narrador, a su vez, de "El hombre que ríe", se presenta como una suerte de doble que refleja al narrador del cuento. Como este, John Gedsudski, ya adulto durante los eventos narrados, constituye en buena medida un clásico personaje salingeriano: solitario, alejado de sus pares y con una excelente relación y comunicación con los niños. El hombre que ríe, por su parte, parece la versión infantil del mismo tipo de personaje solitario que, en vez de relacionarse con niños, tiene como fieles amigos a un grupo de personajes extravagantes: "un lobo furtivo llamado Ala Negra, un enano adorable llamado Omba, un gigante mongol llamado Hong (...) y una chica eurasiática" (81).
En la construcción de estos personajes, y particularmente de ambos narradores, además, puede leerse un juego de referencias a la figura del mismo Salinger. Y es que otro modo de abordar el texto es como una reflexión sobre el acto mismo de narrar: el Jefe se presenta como un excelso creador y contador de historias a los ojos del narrador, quien, a su vez, no solo reflexiona sobre su propio relato sino que abre un juego autorreferencial que remite al mismo como una ficción:
No digo que lo voy a hacer, pero podría pasarme horas llevando al lector -a la fuerza, si fuere necesario- de un lado a otro de la frontera entre París y China. Yo acostumbro a considerar al "hombre que ríe" algo así como a un superdistinguido antepasado mío (...). Y esta ilusión resulta verdaderamente moderada si se la compara con la que abrigaba hacia 1928, cuando me sentía, no solamente descendiente directo del "hombre que ríe", sino además su único heredero viviente. En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres, sino un impostor de astucia diabólica, a la espera de que cometieran el más ínfimo de los errores, para descubrir -preferentemente de modo pacífico-, aunque podía ser de otro modo, mi verdadera identidad (82).
Esta cita no solo apela a "los lectores", poniendo sobre la mesa un elemento que excede el marco ficcional (rompiendo, como se dice en el teatro y el cine, la cuarta pared), sino que además supone una identificación tan fuerte entre el narrador adulto y el niño que era en 1928 que el primero narra las fantasías del segundo como si hubieran sucedido, incorporándolas al relato y difuminando así la línea divisoria entre la realidad y la ficción también dentro de la ficción misma. Estos gestos, estos juegos textuales que remiten al texto mismo, entonces, parecen habilitar la lectura de que tanto el narrador de "El hombre que ríe" (el cuento de Salinger) como el de "El hombre que ríe" (el relato enmarcado) establecen un juego de referencias al autor del relato. Por otro lado, si sumamos a la tríada "Salinger-narrador-el Jefe" al personaje de ficción dentro de la ficción, es decir, al hombre que ríe, reconocemos una compleja estructura de cajas chinas, donde los personajes remiten unos a otros en los diferentes niveles de la ficción.
Algo similar sucede con la narración misma: la historia de "El hombre que ríe", que el Jefe improvisa en cada viaje de autobús, parece reflejar la situación de este en la vida real, ofreciendo una suerte de versión para niños de su propia historia. Así, cuando el solitario John rompe con la bella Mary Hudson, Ala Negra muere y el hombre que ríe pierde su fuerza y su ingenio, y se deja morir.
El final del cuento remite sutilmente a un tópico también común en Salinger: así como encontramos personajes adultos que, a pesar de sus propias tragedias, logran mantener viva cierta inocencia y establecer puentes comunicacionales y crear entrañables lazos con niños, Salinger también nos enfrenta a adultos cuyas frustraciones los han llevado a ensimismarse tanto que esta capacidad de conectar con los niños se rompe. Sucede con Eloise en "El tío Wiggily en Connecticut", incapaz de (cuando no desinteresada en) comprender a su propia hija, sobre quien descarga, en cierta medida, sus propias frustraciones. En "El hombre que ríe", el Jefe no solo termina ese maravilloso relato de "El hombre que ríe", encarnación de su excelente comunicación con los niños, cuando su relación con Mary Hudson termina, sino que, cuando ese último día con Mary Hudson el narrador le pregunta si ella va a jugar, él le dice "que cerrara el pico" (92). Asimismo, cuando se dirige a Mary, ella es igualmente tajante: "Déjame. Por favor déjame" (93). En ambos casos se evidencia una ruptura súbita y total de la comunicación que sugiere una entrada definitiva, de ambos jóvenes, al mundo de los adultos, aislado del universo infantil. Esta distancia entre ambas esferas no solo se refleja en la ausencia casi total de las figuras materna y paterna, sino en el final del cuento, en el que se filtra el discurso de los padres, habitantes definitivos de ese mundo que no comprende a los niños: "Llegué a casa con los dientes que me castañeaban convulsivamente, y me dijeron que me fuera derecho a la cama" (97). Los padres del narrador, ciegos a la fuerte emoción que atraviesa al niño tras el abrupto final de "El hombre que ríe", lo mandan sin más a la cama. Así, este brevísimo ingreso de la voz adulta cierra un cuento lleno de fantsías e imágenes poéticas con el súbito ingreso de la realidad más chata y más sórdida.