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La catedral de Toledo

Los escenarios en las Leyendas de Bécquer están cuidadosamente descritos para crear atmósferas evocadoras y misteriosas. Entre estos escenarios, las iglesias y los templos tienen una preponderancia. Bécquer los utiliza de manera recurrente aprovechando sus connotaciones místicas y espirituales. Por ejemplo, en "La ajorca de oro", el narrador describe la magnificencia de la catedral de Toledo a través de las siguientes imágenes visuales:

¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantes palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.

Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas; donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.

Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes (p. 93).

Sara

En las Leyendas de Bécquer, las mujeres son siempre descritas como seres hermosos que capturan la atención de aquellos que los observan. La belleza física de las mujeres se combina a la perfección con su encanto y atractivo, haciendo que los hombres lleguen a enloquecer por ellas.

Por ejemplo, en "La rosa de Pasión", el narrador describe la belleza de Sara a través de las siguientes imágenes visuales:

Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila, como una estrella en el ciclo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de una hada. Su tez blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas diez y seis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo (p. 254).

Daniel Leví, el judío

Las Leyendas de Bécquer no solo son profundamente católicas, sino que en ellas aparecen algunos elementos antisemitas. Aquí, a través de las siguientes imágenes visuales, vemos cómo el narrador describe con sumo desprecio a Daniel Leví, el personaje judío de "La rosa de Pasión":

Daniel sonreía eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se componía su tráfico (p. 251).

El abandono de Bellver

Bécquer le da una gran importancia a la descripción del entorno natural en sus Leyendas. Los paisajes desolados, oscuros o melancólicos son un motivo recurrente utilizado por él para reflejar los estados de ánimo de los personajes y crear una atmósfera poética y evocadora.

Por ejemplo, en “La cruz del diablo”, Bécquer acude a las siguientes imágenes visuales para construir un paisaje que transmite una terrible sensación de abandono y desolación:

Comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios, la hiedra a enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse colgadas de las mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido de las aves nocturnas y el rumor de los reptiles, que se deslizaban entre las altas hierbas, turbaban sólo de vez en cuando el silencio de muerte de aquel lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos moradores blanqueaban el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas del señor del Segre, colgado del negro pilar de la sala del festín (p. 200).

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