La identidad travesti
La construcción de la identidad travesti es un tema que Camila explora a lo largo de toda la novela. En primera instancia, cabe señalar que la narradora elige nombrarse travesti antes que transgénero, lo que implica una posición política en relación a una lucha social.
Ser travesti es habitar una identidad construida desde la oposición al binomio hombre-mujer que rige la sociedad heternormada. La batalla es constante, cruenta, y se realiza en desigualdad de condiciones. La estructura social cuenta con variados mecanismos institucionales para disciplinar y corregir a las disidencias que se escapan de la norma, y así lo reconoce la narradora:
La policía va a hacer rugir sus sirenas, va a usar sus armas contra las travestis, van a gritar los noticieros, van a prenderse fuego las redacciones, va a clamar la sociedad, siempre dispuesta al linchamiento. La infancia y las travestis son incompatibles. La imagen de una travesti con un niño en brazos es pecado para esa gentuza. Los idiotas dirán que es mejor ocultarlas de sus hijos, que no vean hasta qué punto puede degenerarse un ser humano (p.24).
Camila también relaciona la identidad travesti a una forma de la animalidad, lo que pone de manifiesto la gradación de valores que la sociedad realiza sobre las vidas: en las sociedades heteropatriarcales, el valor de la vida travesti se encuentra en lo más bajo de la escala, como las vidas de los animales, y por ello no es necesario preocuparse por salvarlas.
La identidad travesti está íntimamente relacionada con el cuerpo travesti: como dice Camila, "nuestro cuerpo es nuestra patria" (p.145). El cuerpo travesti marca una forma particular de estar en el mundo. En primer lugar, es un cuerpo que se somete a una constante metamorfosis. Se le puede inyectar silicona líquida, se lo puede hormonar, se puede operar para reasignar su genitalidad, se lo maquilla, se lo esconde a la vez que se lo muestra. El cuerpo travesti es el escenario de las transformaciones más deslumbrantes y de las luchas más encarnizadas. Además, en una sociedad que las expulsa de todos los sitios, las travestis deben recurrir a la prostitución para poder sobrevivir, por lo que el cuerpo se transforma también en valor de cambio y en herramienta de trabajo.
La violencia de la sociedad también deja sus marcas en el cuerpo, como puede observarse en todas las cicatrices de Encarna, o en la insensibilidad que desarrolla Camila a muy temprana edad para poder resistir los golpes y los abusos de los clientes:
Si alguien quisiera hacer una lectura de nuestra patria, de esta patria por la que hemos jurado morir en cada himno cantado en los patios de la escuela, esta patria que se ha llevado vidas de jóvenes en sus guerras, esta patria que ha enterrado gente en campos de concentración, si alguien quisiera hacer un registro exacto de esa mierda, entonces debería ver el cuerpo de La Tía Encarna. Eso somos como país también, el daño sin tregua al cuerpo de las travestis. La huella dejada en determinados cuerpos, de manera injusta, azarosa y evitable, esa huella de odio" (pp.27-28).
Camila denuncia la falta de memoria social sobre la identidad travesti, la invisibilización de sus cuerpos en las políticas públicas, y todo ello configura la marginalización en la que se desarrollan las vidas travestis.
La maternidad
La maternidad un tema presente en toda la novela desde diversos abordajes. En primer lugar, el encuentro con El Brillo de los Ojos y su adopción pone en evidencia el cuerpo travesti y la relación que sostiene con la maternidad:
La Tía Encarna desnuda su pecho ensiliconado y lleva al bebé hacia él. El niño olfatea la teta dura y gigante y se prende con tranquilidad. No podrá extraer de ese pezón ni una sola gota de leche, pero la mujer travesti que lo lleva en brazos finge amamantarlo y le canta una canción de cuna. Nadie en este mundo ha dormido nunca realmente si una travesti no le ha cantado una canción de cuna” (p.25).
Desde la identidad travesti, la maternidad es un tema sobre el que reflexionar. Tal como lo plantea Marlene Wayar, es mucho más que dar a luz a un niño o una niña, amamantarlo, o criarlo. “Hay otras formas de sublimar la maternidad en otras áreas: hacerte responsable de los que te rodean, por ejemplo. Creo que la maternidad tiene más que ver con la metáfora del sembrar, del trascender” (Wayar, 2019:118). Sin lugar a dudas, la figura de Encarna explora otras formas de maternidad hacia el interior de la propia comunidad a la que pertenece la narradora. La red de protección que existe entre las travestis de la manada se teje en torno de su figura, quien las adopta y las protege como si fueran sus hijas, y en ella se ve otra dimensión que Wayar también destaca: la maternidad como una reparación del odio social que reciben las travestis, y no “una réplica intacta de la propuesta hegemónica, porque el objetivo es ser madre y no ser mujer. Es crear un vínculo de cuidado, amor y vida como respuesta a la violencia, el odio, la muerte” (Wayar, 2019:118-119).
Contrapuesta a esta maternidad entendida como vínculo de cuidado y amor se despliega la maternidad de la madre de Camila, quien, como mujer cis, no cumple casi ninguna de las funciones de protección y contención que se esperaría de ella, lo que pone de manifiesto que la propuesta hegemónica no es ni la única ni la mejor, y que ser mujer no te prepara para ser madre. Así, la madre biológica es representada en la novela como una figura poco cariñosa y totalmente pasiva, que no protege a su hija de los ataques del padre ni la cría para que abrace su identidad libremente.
Con este contrapunto entre las figuras maternales, queda claro el alegato de la narradora a favor de formas de la maternidad que no tengan que ver necesariamente con la condición de ser madre biológica o mujer.
La paternidad
Así como la maternidad es uno de los temas más importantes de la novela, la narradora también explora la paternidad, especialmente desde su relación con la figura paterna.
El padre de Camila destaca en la novela por la violencia que ejerce sobre su familia y, especialmente, sobre su hijo maricón. La figura del padre aparece cargada de odio y de crueldad, con una visión de lo que es ser decente en la sociedad que está construida desde la mirada de los otros: que los vecinos y el pueblo vean que uno tiene una familia normal, honesta y trabajadora. Por eso molesta tanto al padre que su hijo se muestre femenino, e intenta corregirlo a fuerza de golpes y amenazas.
La paternidad queda ligada a una forma negativa de masculinidad: la del macho dominante que somete dictatorialmente a la familia. El padre que golpea a su mujer y la abandona por largos periodos de tiempo para irse con otra familia, que reprime a su hijo cada vez que muestra una conducta que no es suficientemente masculina, que lo amenaza con matarlo si resulta ser "puto", como dice en la mesa familiar.
Por todas estas razones, la narradora afirma que nada desea menos que ser un hombre y ejercer ese tipo de violencia sobre su entorno. La masculinidad aparece entonces cargada de una violencia que la sociedad avala y festeja.
La infancia
La narradora dedica buena parte de la novela a explorar la infancia y sus complejidades. Para ella, la infancia es una etapa marcada por el conflicto con las figuras paterna y materna, que Camila recuerda con miedo y vergüenza; miedo por las amenazas del padre cada vez que manifiesta sus deseos (“Todo lo que me diera vida, cada deseo, cada amor, cada decisión tomada, él la amenazaría de muerte”, p.27), y vergüenza por la pobreza en la que crece y la necesidad de trabajar desde niña para aportar al seno familiar. Camila recuerda si infancia pobre en Mina Clavero y elabora sus reflexiones sobre la vergüenza; debía vender helados por la costanera, durante la temporada turística, con la conservadora colgada al hombro y su voz afeminada mendigando a la gente que le comprara. “No podía sentir una vergüenza mayor que esa: la constatación de la pobreza” (p.31), afirma. La pobreza y el trabajo entre los turistas exponen a Camila a un tipo particular de mirada que la va a acompañar toda su vida y que va a marcar su subjetividad: la mirada de lástima.
A su vez, la infancia está marcada por la exploración del cuerpo, la confusión y la manifestación del deseo. El niño, Cristian, se siente atraído por todo lo femenino y en la relación con otros niños siempre intenta ocupar, instintivamente, el lugar de una niña. En sus primeros años en el colegio sus compañeros se burlan de él por maricón, y el niño reconoce sentir placer cuando lo tratan como a una niña. También recuerda algunos episodios marcados por la exploración y el abuso sexual, aunque el niño no lo reconoce como tal. La relación que establece con un chico de séptimo grado ilustra esta exploración marcada por el abuso: el estudiante mayor suele llevarla al baño y pedirle que lo masturbe, cosa que la narradora hace voluntariamente, percatándose ya de las relaciones de poder que están tejiéndose en esa relación y que se repetirán luego cuando en su adolescencia comience a visitar la ruta para prostituirse con camioneros.
Hacia los 15 años, el niño ha entrado en la pubertad y reconoce explícitamente su deseo de ser una mujer. Es la época en que Cristian comienza a travestirse y da lugar a Camila. Sin embargo, mientras esté bajo el techo paterno, la expresión de su identidad transgénero se le hará imposible. Por eso, cuando Camila se muda a Córdoba, su vida cambia drásticamente.
La prostitución
Como expresa la narradora, en una sociedad que patologiza y expulsa a las travestis, la única salida posible es la prostitución. Aunque ella misma intenta evitarla cuando se muda a la ciudad de Córdoba, pronto comprende que no puede escapar a ese destino impuesto por la heteronorma. La prostitución coloca a las travestis en un lugar de precariedad enorme, exponiéndolas a lidiar con clientes violentos que las odian doblemente; primero por ser travestis y luego por desearlas por su condición de travestis.
La prostitución se asocia a la noche y a los excesos: los clientes llegan borrachos; las travestis consumen todas las sustancias que puedan ayudarlas a expandirse y tolerar la noche, y en esos estados, la violencia siempre está al acecho. Son numerosas las anécdotas que recupera la narradora en las que se encuentra en situaciones de violencia, e incluso al borde de la muerte. La prostitución es un trabajo arriesgado que agota y consume el cuerpo. Cuando Camila cumple 21 años, se sabe ya agotada y con su cuerpo envejecido. Aquellos tres años de trabajo intenso durante las noches la han desgastado brutalmente.
La prostitución también establece una relación particular entre las travestis y sus cuerpos, que se convierten en una herramienta de trabajo, aquello que les permite obtener el dinero suficiente para sobrevivir. Al mismo tiempo, se establece un vínculo con el deseo: las travestis aprenden a explotar el deseo de sus clientes y amoldarlo al propio:
Soy joven, sé contar historias y mentir, les hablo cuando cojo, les cuento historias pornográficas. Me subo encima de ellos, los cabalgo y les cuento que siendo muy muy niña un señor mayor se sentó en su falda y me hizo jugar a la amazona y el corcel. No hay nada que les retuerza más el morbo que fantasear con niñas abusadas. Explotan dentro de mí, que soy casi una niña, no he cumplido todavía la mayoría de edad (p.77).
En la calle, las travestis deben aprender a explotar sus condiciones, sus particularidades, aquello que hace que cada una sea única. Y Camila se reconoce como una geisha comechingona, una mestiza en la que conviven dos mundos que parecerían opuestos.
La dominación masculina
La novela pone en evidencia la dominación masculina en el seno del sistema cisheteropatriarcal. Ejemplo paradigmático de ello es la familia disfuncional de la narradora. La madre de Camila, al igual que todo un linaje de mujeres, es víctima de la opresión masculina. Su madre, la abuela de Camila, muere debido a un aborto que es obligada a practicarse por el padre de la criatura en gestación, quien sale indemne de aquella situación y sigue viviendo al lado de la casa de la mujer muerta, como si nada hubiera pasado o, más bien, como si lo que pasó no tuviera nada que ver con él. La madre de Camila tolera esa presencia -en silencio -hasta el día en que se muda con su pareja, quien va a reproducir los esquemas de maltrato y violencia que sufrieron también las generaciones anteriores a ella.
Camila expresa que su miedo era el padre, y que con una figura masculina tan destructiva en su vida, siempre estuvo claro para ella que lo que menos quería era ser un hombre. La cadena de violencias que liga a las generaciones de mujeres llega hasta ella, y la narradora reconoce este vínculo en la dinámica que establece con la prostitución:
Participo de eso repitiendo la violencia que me vio nacer, el acostumbrado ritual de volver a los padres, de volver a ser los padres, de resucitar todas las noches ese muerto. Las noches en que mi mamá llora mientras espera a su esposo, las noches en que los clientes no llegan, los amantes engañan, los chongos golpean, las noches de mi mamá fumando a oscuras, mirando las sombras, las noches de meterse en el cuerpo todo lo que nos expanda, todo lo que nos endurezca, la armadura de la sombra, la sombra de no saber cuál es verdaderamente el enemigo en esta vaina” (p.61).
Además, el matrimonio parece funcionar solo para el hombre, que hace pleno uso de su poder masculino y lleva una doble vida. Es casi redundante explicar que en las sociedades patriarcales ser hombre y mujer no tienen el mismo valor; que el hombre puede sostener relaciones por fuera del matrimonio sin que ello derive en el escarnio social, mientras que la mujer es condenada por la misma conducta. Eso se ve aquí llevado a su extremo: el hombre dispone sobre su mujer, la abandona cuando quiere y vuelve a ella sintiéndose en su total derecho de hacerlo.
La rabia travesti
La identidad travesti está atravesada por la rabia y el rencor que la sociedad inocula día a día en sus identidades. Como lo expresa Camila, las travestis andan por el mundo cargadas siempre con su enojo, dispuestas a explotar en cualquier momento, con unas ganas de devolverle a la sociedad esa violencia que reciben a diario:
Las ganas perpetuas de prender fuego todo: a nuestros padres, a nuestros amigos, a los enemigos, las casas de la clase media con sus comodidades y rutinas, a los nenes bien todos parecidos entre sí, a las viejas chupacirios que tanto nos despreciaban, a nuestras máscaras chorreantes, a nuestra bronca pintada en la piel contra ese mundo que se hacía el desentendido, su salud a costa de la nuestra, chupándonos la vida por el mero hecho de tener más dinero que nosotras (p.119).
Esta es una de las formas que la narradora encuentra para elaborar su rabia contra el mundo y las violencias de la sociedad cisheteronormada. La rabia es un tema muy trabajado desde el activismo travesti, y en torno a ella reflexionan Claudia Rodríguez y Marlene Wayar, dos activistas travestis, en sus conversaciones:
Me han hecho incapaz de elaborar esa rabia que tengo y esta necesidad de venganza que tengo. (…) yo tengo tanta rabia y siento tanta necesidad de venganza, de venganza en términos de poder elaborar esta hediondez que tengo dentro, ¿ya? Esta cosa que se me acumuló y me va poniendo cada vez más hedionda de rabia (Wayar, 2019:31).
A estas reflexiones, responde Marlene Wayar:
La materia tiene una memoria. Se va a quebrar en aquel lugar en que se quebró. Pedro Lemebel habla de las cicatrices en la nuca y nuestras memorias de cada insulto, de cada tropello, de cada vez que fuiste a comprar un lápiz labial que costaba 15 pesos y te decían «sale 37 porque sos travesti» y no te quieren en su local y «si vas a entrar a mi local, vas a pagar más caro todas estas cosas». Hasta las golpizas, hasta los calabozos, te van resintiendo tanto que hoy te lo bancás a eso, pagás, pero un día te cae todo eso junto, un día te dicen una mala palabra, tenés un mal momento, ves una escena de una película, un dibujito animado y te pega todo eso junto y no podés para el llanto y te dicen «está loca»” (Wayar, 2019:32).
Algo análogo se comprueba en Las malas, relato en el que Camila intenta elaborar su rabia, y no solo la suya realmente, sino la de todas sus compañeras, la de la acumulación sistemática de violencias que marcan el cuerpo y la memoria travesti.
En otro fragmento, Camila continúa la elaboración:
Así era la rabia que habían inoculado en cada una de nosotras. Tomar la ciudad por asalto, ese era nuestro anhelo. Terminar de una vez con todo aquel mundo fuera de nuestro mundo, el mundo legítimo. Envenenarles la comida, destrozar sus jardines de césped bien cortado, hervir el agua de sus piscinas, destrozar a mazazos esas camionetas de mierda, arrancarles del cuello esas cadenas de oro, tomar sus preciosas caras de gente bien alimentada y rallarlas contra el pavimento hasta dejar expuestos sus huesos" (pp.121-122).
La rabia configura una relación particular con el mundo y estructura la lucha del colectivo travesti.