El relato comienza por describir el Parque Sarmiento, una zona en la que se prostituyen las travestis en la ciudad de Córdoba. La narradora recuerda la noche en que La Tía Encarna, la madre adoptiva de la manada, encuentra abandonado a un niño recién nacido, a quien se lleva a su casa y decide criar como si fuera su hijo y a quien bautiza El Brillo de los Ojos, por la forma que tiene de mirarlas.
Al relato de su vida como prostituta junto a su clan de Parque Sarmiento, Camila suma también su infancia en Mina Clavero y en Los Sauces, dos pueblos de la provincia de Córdoba. Como Cristian, un niño sensible y afeminado que desde siempre se sintió mujer, la narradora destaca los sufrimientos que padeció en el seno familiar: un padre alcohólico y violento que vivía amenazándola y reprimiéndole cada deseo y una madre sumisa y pasiva que acataba la voluntad de su marido, aun cuando este la golpeaba y la abandonaba por largos periodos para instalarse con otra familia.
La infancia de Camila y su temprana adolescencia están construidas desde dos relatos: el de sus primeras experiencias sexuales y el de los comienzos de su identificación como mujer. Camila cuenta que ya de niño vivió experiencias sexuales, todas marcadas por el abuso, aunque ella no lo explicita de esta forma en su narrativa. En la escuela rural de Los Sauces, por ejemplo, un compañero de séptimo grado lo llevaba al baño para que lo masturbara, cosa que el pequeño Cristian hacía con cierta curiosidad mezclada de asco y placer. Años después, trabajando en Mina Clavero como heladero durante los veranos, recuerda cuando le practicó sexo oral a un joven en su carpa.
Hacia los 15 años, la narradora comienza a vestirse como mujer. En un inicio lo hace en casa de alguna amiga, pidiéndole prestada su ropa, pero pronto nadie quiere habilitar ese espacio, por miedo a que los padres se enteren y sufrir castigos, por lo que la narradora aprende a coser y realiza sus transformaciones en una construcción abandonada. Arreglada como mujer, comienza a ir a los boliches del pueblo, hasta que le prohíben el ingreso si no se presenta como varón. Entonces, Camila comienza a pasearse por las noches en las calles del pueblo para mostrar su feminidad en aquella sociedad represora y pacata. Una noche, la policía la detiene y, en vez de devolverla a su casa la lleva al río, donde los tres oficiales la violan. Luego de este episodio, Camila también recuerda cómo en su adolescencia solía ir en bicicleta hasta la ruta, donde esperaba la llegada de camiones y solía practicarle sexo oral a sus conductores por unos pesos. Así, dice la narradora, comenzó a conocer la vida.
En su juventud en Córdoba, Camila alterna la vida diurna de estudiante (primero de Comunicación Social y luego de Artes Dramáticas) con la vida nocturna de la prostitución. Las travestis de Parque Sarmiento la reciben y le hacen un lugar en la manada, a la que está dedicada la mayor parte de la narración. Entre las travestis de la manada destacan Natalí, la primera travesti lobizona, que es séptimo hijo varón y ahijada de Alfonsín; María, la sordomuda que se termina convirtiendo en pájaro; Nadina, la travesti que de día trabaja como enfermero; Angie, la reina del parque por su hermosura, y Patricia, una travesti renga y bizca conocida por su carácter pendenciero y por dedicarse a robar billeteras y carteras en el centro de Córdoba.
A medida que El Brillo de los Ojos crece junto a La Tía Encarna, las travestis se enfrentan al rechazo y el escarnio social. La prostitución es una profesión ejercida en los márgenes de la vida y está cargada de peligros. Camila enumera una nutrida cantidad de episodios de violencia en los que tanto ella como sus amigas estuvieron al borde de la muerte, en manos de clientes violentos y sádicos.
Poco a poco, la manada se disgrega. Muchas de las compañeras mueren, algunas debido al VIH (el “bicho”, como lo llaman), otras en manos de algún cliente e incluso suicidándose, cuando el peso de aquella vida de carencias y violencias termina por sepultarlas. La Tía Encarna también sufre junto a su hijo adoptado. Para poder garantizarle una vida segura y contenida, renuncia a la prostitución y se recluye en su casa. A su vez, para poder anotarlo en el jardín y conseguirle un documento como hijo suyo, Encarna comienza a vivir como un hombre durante el día. Gracias a ello, El Brillo de los Ojos puede crecer en un entorno lleno de amor y de protección.
Sin embargo, el barrio en el que vive Encarna se transforma en un lugar hostil. La gente que ve a una travesti con un niño comienza a acusarla de “puto robachicos” y la persecución se vuelve insoportable: pintadas en la pared, llamadas anónimas a todas horas, proyectiles arrojados contra su patio, cartas con amenazas de muerte. Mientras tanto, la manada ya no se reúne en Parque Centenario, puesto que ahora lo han alumbrado completamente y la policía lo patrulla de forma constante.
Por otro lado, Encarna, en su reclusión, se ha vuelto cada vez más caprichosa y peleadora, por lo que no deja de echarles en cara a sus hijas adoptivas que la están abandonando y no se preocupan por ella. Un día en que Camila se propone visitarla, llega a la casa y se encuentra con la presencia de los bomberos y la policía. Agotada por la persecución social que sufre de continuo, La Tía Encarna se ha suicidado junto a su hijo. Todas las travestis de Córdoba llegan cuando se corre la noticia y homenajean a la que fue su madre y protectora. Luego, se dirigen en manada una última vez a Parque Sarmiento, donde bailan y festejan en honor a Encarna. Esa es la última vez que Camila se reúne con sus compañeras travestis de Parque Sarmiento, y así concluye su novela y una etapa de su vida.