Resumen
Capítulo 3 (pp.50-59)
La narrador dedica el capítulo a Laura, la única mujer cis dentro de las prostitutas de Parque Sarmiento. Cuando Camila llega al parque, Laura ya está embarazada. La primera vez que la ve, la narradora queda impactada por la figura de la chica: su cabello largo hasta la cintura, teñido y cepillado, lleno de yuyos y hojas, puesto que su lugar de trabajo es el parque, sobre el pasto y bajo los árboles. Anda siempre en una bicicleta, y lleva también comida que vende a las travestis y los clientes del parque. Cuenta además que el embarazo la salvó, porque su vida estaba totalmente fuera de control: había estado presa por narcotráfico durante dos años, había apuñalado a su padre para salvar a su madre de una golpiza y hasta le había disparado a su exnovio y proxeneta en los testículos. También había tratado de suicidarse en más de una ocasión, pero la posibilidad de ser madre le había demostrado que otros caminos también podían tomarse.
Al nacimiento de sus hijos concurre todo el clan. Nadina, una travesti que de día trabaja como enfermero, que de pequeño ayudó a su madre a traer al mundo a sus hermanos, y que también participó en el parto de innumerables animales, se hace cargo de la situación. Todas las travestis están totalmente emocionadas por el acontecimiento, y quedan extasiadas ante la contemplación de una vagina, algo que algunas de ellas observan por primera vez.
Solo Encarna se mantiene al margen, acostada en el sillón con El Brillo de los Ojos, sintiéndose celosa por no ser el centro de atención. Laura da a luz un niño y una niña, a quienes llama Nereo y Margarita. Nadina se queda a cuidar de Laura por varios meses, y así se inicia un romance que la narradora cataloga como “el más natural y respetuoso que alguna vez vieron nuestros ojos” (p.55). Cuando los niños cumplen tres meses, Laura y Nadina se mudan a la casa de la difunta madre de Nadina, en Unquillo, donde instalan una tienda de artículos de limpieza y llevan adelante una feliz vida de pareja.
Mientras tanto, El Brillo también crece y cobra fuerzas, mimado por La Tía Encarna y toda la manada. Encarna, gracias a la presencia del niño, está más mansa y no tan caprichosa como antes, aunque sigue haciendo sus escenas en un intento constante y desesperado de mendigar amor, algo que caracteriza a todas las travestis.
Capítulo 4 (pp.59-77)
Camila dedica este capítulo a su niñez en Mina Clavero, provincia de Córdoba. Recuerda que durante años lloró de miedo, escondida, en silencio, sin que su padre lo notara, porque entonces el castigo habría sido mucho mayor.
Su padre solía estar borracho y descargaba su violencia sobre su casa y su familia: el niño, la madre, las paredes, los objetos materiales: nada escapaba a sus golpes. Por eso Camila le tenía tanto miedo, aunque también, reflexiona, es posible que su padre le tuviera miedo a ella, cachorra travesti, totalmente incomprendida en el seno familiar. Ya adulta, Camila comprendería que no hay lugar para el miedo cuando una vive en soledad y tiene que hacerse cargo de su cuerpo.
Además del miedo, su infancia estuvo definida por las carencias propias de la pobreza. La madre de Camila ocupa un lugar totalmente pasivo en la familia; no toma ninguna decisión salvo la de dejar que su marido decida todo por ella. En ese medio, sin embargo, el deseo de Camila no cedió, ni ante los golpes ni ante las amenazas de su padre, y siempre encontró las formas de manifestarse y crecer. Con un padre tan violento que no paraba de recordarle que si seguía vistiéndose como una mujer un día lo encontrarían muerto en una zanja, Cristian, el niño que luego sería Camila, creció con un terror absoluto a ser hombre.
La narradora recuerda el llanto de la madre, pobre mujer sumisa que se pasa las horas mirando en las revistas la vida que nunca podrá tener. Golpeada primero por el marido, abandonada luego y transformada solo en una amante esporádica cuando el padre de Camila comienza a pasar más tiempo con una segunda mujer y otros hijos, la madre vive una realidad que es la de muchas mujeres subyugadas por el hombre.
Camila aprende a maquilarse mirando a su madre, único momento en que la mujer olvida sus penas de mujer casada con un hombre violento y devuelve a su rostro la belleza que el matrimonio le ha quitado. Siguiendo esos pasos, el niño comienza a pintarse el rostro y descubre por primera vez la cara de la que será después: la prostituta travesti.
A los 18 años comienza a bailar en los boliches de la ciudad. Todavía se resiste a ser prostituta, pero ya descubre la noche y sabe que es la puerta abierta hacia un mundo donde todo es posible. En el boliche comienza a acatar su destino, y aunque sigue pensándose única, comprende que deberá vender su cuerpo para sobrevivir.
La narradora recuerda luego que, en un principio, se travestía en la casa de sus amigas, con alguna ropa prestada, pero pronto sus amigas dejaron de estar dispuestas a arriesgarse y entonces tuvo que aprender a coser para hacerse su ropa. Trabajaba con cualquier material que pudiera conseguir: cortinas de baño, prendas descartadas de otras niñas o medias robadas a su madre. A los 15 años comienza a realizar sus transformaciones en una casa abandonada, a la luz de una linterna y un par de velas. A pesar del frío brutal de los inviernos en Mina Clavero, el niño Cristian se las ingenia para escaparse de su casa por las noches, mientras sus padres duermen, y esconderse en aquella construcción que se transforma en su reino. Allí nace Camila, con las prendas cosidas, el maquillaje descartado por sus amigas y el perfume robado de una farmacia.
Camila comienza a ir a los boliches del pueblo a bailar, entre sus 15 y 16 años, hasta que alguien la difama y le prohíben la entrada a menos que se presente vestida de varón. Entonces comienza a pasearse durante la noche por las calles del pueblo para que todos sus habitantes puedan verla.
Una de esas noches, cuando regresa a su casa, un patrullero se detiene a su lado y le dice que andar vestida de mujer, siendo menor y a esas horas de la noche, es una contravención, y que deberán llevarla a su casa. Para escapar, Camila dice que ya está llegando, abre un portón y se mete en una casa cualquiera. Allí espera hasta que la policía se marcha y vuelve a salir. Sin embargo, el patrullero la espera a pocas cuadras, pues uno de los policías la ha reconocido como el hijo de Sosa. Entonces la suben al auto y le dicen que deberán llevarla a la comisaria y llamar a su padre.
El patrullero se pone en movimiento, pero se dirige hacia el río, no hacia la comisaria. Uno de los policías le dice que si es amable con ellos, la dejarán en la esquina de su casa y no le dirán nada a su padre. Camila acepta aquello en silencio, y los tres hombres (dos policías y un civil, que quizás es también policía) se turnan para violarla en el asiento trasero del auto. Luego la dejan en la esquina de su casa, y le dicen escuetamente que nunca cuente lo que acaba de suceder.
Camila se pasa toda una semana viviendo como alguien que ha perdido la conexión con el mundo. Apenas puede caminar debido a los músculos desgarrados por la triple violación y por la culpa que siente tras el suceso. Se echa en cara que debería haber sido valiente y dejar que la llevaran a la comisaria y llamaran a su padre. Se culpa por haber sido violada. Desde ese momento, su cuerpo deja de ser importante y se convierte en una “catedral de nada” (p.73).
Las mujeres Villada siempre se han dedicado a ser mucamas para otras familias, y Camila es muy consciente de que ella no será la excepción. El cuerpo femenino es una herramienta de trabajo, ya sea para limpiar baños ajenos o para prostituirse. Cuando se muda a la ciudad de Córdoba, para pagar el alquiler de la pensión llega a un trato con el dueño: una vez a la semana limpiará todos los cuartos y la vereda. Luego, una noche en que regresa de la facultad, un auto se detiene a su lado y un hombre le pregunta qué está haciendo, a lo que ella le responde que vuelve de estudiar. El hombre no le cree, y le pregunta cuánto cobra, a lo que ella arriesga un número, y es así como comienza su vida de prostituta. De esa noche no recuerda nada, pero reflexiona sobre lo que ahí empieza a gestarse: en primer lugar, su relación con el cuerpo, el blindaje total que necesita para tolerar su trabajo; luego, la relación que establece con el dinero, que se basa en trabajar una noche hasta conseguir lo deseado parar luego despilfarrarlo. De esta manera, Camila se reconoce como un engranaje más -necesario, inevitable- en la maquinaria capitalista: bestia de consumo, devorada por las noches para poder luego seguir consumiendo. Ese es el destino de la prostituta.
Análisis
El cuerpo travesti muchas veces se define en relación al cuerpo de las mujeres cis. Esta dimensión contrastiva que marca de alguna manera la construcción histórica de la identidad travesti se pone de manifiesto al inicio del capítulo 3, cuando la narradora presenta a Laura, la única mujer cis de la manada, “la única que había nacido con una flor carnívora entre las piernas, no como nosotras que teníamos un animal dormido bien guardado en la bombacha, o una vagina abierta a bisturí limpio” (p.49).
Las imágenes que conforman la red simbólica son claras: la flor se asocia a la vagina, mientras que al pene le corresponden las imágenes de la animalidad. También aparece en este fragmento la mención a la medicalización del cuerpo travesti: algunas travestis se realizan cirugías de reasignación genital, pero entre estas vaginas quirúrgicas y las vaginas de las mujeres cis la narradora también establece una diferencia. La vagina aparece como una cuestión misteriosa que suscita a la vez sensaciones opuestas de fascinación y temor, y cuando Laura va a dar a luz, todas las travestis quieren participar del alumbramiento: “Para algunas era la primera vez que veríamos una vagina así, de frente, y la posibilidad nos extasiaba como cuando se está por hacer algo que nos va a cambiar para siempre” (p.52).
El poseer o no una vagina se hace presente en el discurso travesti y marca una tensión entre ellas y las mujeres cis, más cuando no poseerla conlleva la incapacidad de gestar. Sin embargo, como ya se ha dicho, una de las luchas del colectivo travesti es la de concebir la maternidad más allá de la gestación biológica, y a esta lucha da cuerpo la figura de La Tía Encarna. Cuando Laura da a luz a sus hijos biológicos, Encarna mira a El Brillo de los Ojos, su hijo adoptivo, y expresa: “Viniste al mundo por un pasillo de sangre y de hielo, el aliento se hacía nieve en el aire y vos, rey del invierno, ahí donde van a morir todas las cosas, hiciste renacer mi carne cuando estaba muerta completamente como un puñado de hierba seca. Tu nacimiento no es menos que este. Y yo no soy menos tu madre por no tener entre las piernas una herida abierta” (p.53).
En el discurso de Encarna se mezclan los celos por Laura, quien puede dar a luz a sus hijos biológicos, y el orgullo que siente al poder ser madre ella también. La vagina se presenta con la imagen de una herida abierta en el cuerpo, imagen que la asocia a la idea de falta o incompletud y que está presente en algunos discursos patriarcales y falocéntricos. Con la inclusión de este discurso, Camila hace evidente la dualidad y la complejidad del ser travesti y la fuerza con la que los discursos patriarcales han permeado sus cuerpos y sus identidades. El trabajo que deben realizar para correrse de la lógica cisheteronormada y patriarcal es algo titánico; esta está tan arraigada en el lenguaje y en sus metáforas que es imposible sustraerse completamente.
La culpa es otra emoción con la que conviven las travestis, y se presenta con los trasfondos más variados, pero siempre marca la relación conflictiva con la sociedad heternormada, con la realidad concreta de la travesti y las expectativas que esta sociedad ha puesto en ella desde su infancia. En Encarna, la culpa aparece ante su incapacidad de ser madre biológica: “Y lloraba y lloraba La Tía Encarna, como si tuviera culpa por no haber sido madre de aquel modo, como estaba ocurriendo en el cuarto de al lado. Como si la lastimara el hecho de que Laura estuviera pariendo y el parto fuera como eran todos los partos” (p.54). El conflicto estalla hacia el interior y el exterior de la travesti ante estas situaciones que ponen de manifiesto la otredad de sus cuerpos en relación a la norma cis: “para La Tía Encarna todas las travestis éramos Yerma. Todas estábamos resecas como una acequia olvidada, la única fértil, la única a la que alguien le había susurrado como un secreto esos dos pajaritos en el vientre, era Laura. Y en ese breve instante de su razonamiento, Laura era la enemiga” (p.54).
Como indica Marlene Wayar, la sociedad en tanto estructura sistematiza a la mujer, le otorga un rol que debe cumplir dentro de la estructura e instala ese modelo de mujer como lo que se debe ser, encargándose de reproducir esa lógica en todos los discursos. Así, una, como travesti, también quiere ser ese modelo de mujer, y de la imposibilidad surgen la culpa y la rabia travestis, sobre las que se volverá más adelante.
La unión entre Laura, la mujer cis, y Nadina, la travesti enfermera, hace evidente la posibilidad de construir lazos vinculares por fuera del binomio hombre-mujer cis. El romance entre ellas surge como lo “más natural y respetuoso que alguna vez vieron nuestros ojos” (p.55). Esta unión es un faro de esperanza para todas las travestis que están en la búsqueda de su propia historia de amor y de felicidad. Contra esta posibilidad, la narradora contrasta la figura de Encarna, mujer desesperada por el amor de sus pares. “se trataba de mendigar amor, ese monstruo espantoso. Todo se reducía en el fondo, a la fiebre del amor. Pedir amor, suplicarlo de mil maneras, con las astucias más egoístas y más falsas que se pudieran concebir, todo valía” (p.58). Las vidas travestis que presenta Camila están marcadas por las carencias y el desamor, por el rechazo familiar y social desde la primera infancia. Frente a esa falta, la necesidad de amor se torna una constante que a veces pone de manifiesto la ferocidad travesti, como se puede ver en Encarna.
La infancia de Camila está marcada por el terror al padre y el llanto a escondidas. Llorar era considerado algo femenino, y por eso estaba prohibido para el niño, por lo que el pequeño Cristian debía llorar a escondidas. “Era el uso privado de eso que solo estaba permitido hacer a las mujeres” (p.59). El matrimonio conformado por sus padres reproduce la lógica histórica de dominación machista y de mujer sumisa:
Ella (…) había sido criada por sus abuelos en una casa donde tuvo que rebuscárselas como pudo, en una época en que todo era injusto para las mujeres huérfanas como mi mamá. La madre de mi mamá había muerto a causa de un aborto y el hombre que la obligó a abortar en aquellas condiciones vivió en la casa contigua a la de mi mamá hasta que ella se fue a vivir con mi papá y se convirtió en concubina (p.60).
Este fragmento deja entrever lo peor de la dominación masculina del sistema cisheteropatriarcal. La madre de Camila, al igual que todo un linaje de mujeres, es victima de la opresión masculina. Su madre, la abuela de Camila, muere debido a un aborto que es obligada a practicarse por el padre de la criatura en gestación, quien sale indemne de aquella situación y sigue viviendo al lado de la casa de la mujer muerta, como si nada hubiera pasado o, más bien, como si lo que pasó no tuviera nada que ver con él. La madre de Camila tolera esa presencia en silencio hasta el día en que se muda con su pareja, quien va a reproducir los esquemas de maltrato y violencia que sufrieron también las generaciones anteriores a ella.
Camila expresa que su miedo era el padre y que, con una figura masculina tan destructiva en su vida, siempre estuvo claro para ella que lo que menos quería era ser un hombre. La cadena de violencias que liga a las generaciones de mujeres llega hasta ella, y la narradora reconoce este vínculo en la dinámica que establece con la prostitución:
Participo de eso repitiendo la violencia que me vio nacer, el acostumbrado ritual de volver a los padres, de volver a ser los padres, de resucitar todas las noches ese muerto. Las noches en que mi mamá llora mientras espera a su esposo, las noches en que los clientes no llegan, los amantes engañan, los chongos golpean, las noches de mi mamá fumando a oscuras, mirando las sombras, las noches de meterse en el cuerpo todo lo que nos expanda, todo lo que nos endurezca, la armadura de la sombra, la sombra de no saber cuál es verdaderamente el enemigo en esta vaina” (p.61).
Camila reconoce que prolonga en sí misma el derrumbe de su madre y sabe que la ha decepcionado como hijo, por no ceder a los castigos, a la violencia física ejercida para quitarle lo maricón, por convertirse en el peor de los espantos: “El puto convertido en travesti” (p.62).
Con todo lo dicho, se hace evidente que las relaciones de pareja heterosexuales dentro de una sociedad heternormada y patriarcal ocupan un espacio de importancia en la novela. Su tematización pone de manifiesto la gran farsa que es el sistema binario hombre-mujer y la institución del matrimonio. La familia de Camila es el fracaso absoluto de aquel ideal de familia, y no es un caso aislado, sino más bien todo lo contrario: familias como la suya abundan en toda Córdoba, en Argentina, en Latinoamérica, en el mundo occidental.
“Mi papá está con su amante, con su otra familia. Nosotras sobrevivimos como podemos a su abandono. Mi mamá hace frente a su condición de ser un apéndice en la vida del esposo. Se ha convertido en la otra, la que recibe a su amante de cuando en cuando” (p.64). El matrimonio parece funcionar solo para el hombre, que hace pleno uso de su poder masculino y lleva una doble vida. Es casi redundante explicar que en las sociedades patriarcales ser hombre y mujer no tienen el mismo valor, que el hombre puede sostener relaciones por fuera del matrimonio sin que ello derive en el escarnio social, mientras que la mujer es condenada por la misma conducta. Eso se ve aquí llevado a su extremo: el hombre dispone sobre su mujer, la abandona cuando quiere y vuelve a ella sintiéndose en su total derecho de hacerlo.
Camila debe crecer rápido, algo que sucede a las travestis generalmente. Expulsadas muchas veces de sus senos familiares, pobres y desamparadas, las travestis deben sobrevivir como sea en un medio totalmente hostil. Y lo único que tienen como moneda de cambio es su cuerpo. En esas condiciones, es difícil, si no imposible, evitar la prostitución, el lugar que la sociedad espera que toda travesti ocupe. Camila trata de escapar a este destino prefijado por su padre, que no hace más que ser una correa en la transmisión cultural. “Quiero ser estúpidamente única, pero la verdad es que mi cuerpo ya ha comenzado a venderse, ya está en el mostrador: artículo más o menos deseable, dependiendo del cliente” (p.66). Sin embargo, la relación de su cuerpo con el sexo no comienza con la prostitución, sino mucho antes, como se irá mostrando capítulo a capítulo. Cuando decide prostituirse en la ciudad de Córdoba, Camila expresa: “yo ya había tenido sexo, con y sin consentimiento; yo ya estaba, como quien dice, curtida. Era un cuero seco, viejo y duro, dentro del cuerpo de una criatura de 18 años” (p.66). La vida nocturna de la prostituta travesti es extenuante, por eso Camila hace una analogía con lo que se dice de los perros y expresa que un año travesti equivale a siete años de vida de una persona cis.
Camila presenta su devenir travesti como una lenta y compleja metamorfosis. Primero, comienza a coser sus propias prendas y aprende una gran lección: hay que vestirse para desvestirse, para dejar ver estratégicamente. Dadas las carencias materiales, Camila incurre en pequeños robos que posibilitan su transformación: unas medias a la abuela, una cortina en su casa, un perfume en la farmacia… así, lenta y naturalmente, se establece una relación con el robo. Ser una ladrona aparece como una necesidad, como la única forma de sobrevivir, pero la mentira y el engaño no es más que una manifestación de la desobediencia travesti: “Camila está hecha de pequeños delitos. Primero a la madre, a las tías y primas, después a mis compañeras de baile y después a los clientes” (p.68). Esos pequeños robos no son más que una forma de cobrarse todo lo que la sociedad le niega, todo aquello a lo que es incapaz de acceder debido a su condición de travesti. En capítulos siguientes, esta intimidad con el robo se hará otra vez presente en su relación con los clientes.
Siendo adolescente, la metamorfosis que ha estado practicando recibe el primer castigo disciplinador de la sociedad heteronormada: la policía la detiene y ante su terror de que la lleven a la comisaría y den aviso a su padre, Camila acepta que la conduzcan al río y no dice nada cuando los tres oficiales se turnan para violarla. “Tuve sexo con ellos por terror al castigo con mi papá. Preferí perder la virginidad, si es que supone una pérdida, a enfrentar la rabia paterna al enterarse de que su hijo salía a mariconear vestida de mujer” (pp.71-72). La triple violación, además de las secuelas físicas y el dolor atroz por el desgarramiento de los músculos, la deja llena de culpa por haber cometido una traición irreversible hacia sí misma. Camila se culpa por haber cedido a esa manipulación, por no haber sido más fuerte y aceptar que llamaran a su padre. Sabe que no puede culparse por la violación cometida por tres hombres, pero igual no puede correrse de ese lugar. Desde ese momento, también comprende hasta qué punto el cuerpo puede ser una herramienta de trabajo.
Más adelante en su vida, entiende cómo el cuerpo es el valor de cambio que le permite subsistir, pagar sus deudas, darse algunos gustos. También, esta relación con la prostitución le enseña mucho sobre el deseo y el conflicto de ser travesti: su identidad, dentro de una sociedad cisheteronormada, parece ser una condena a no ser deseada auténticamente por nadie, a la vez que su supervivencia explota el deseo prohibido de toda una sociedad:
Somos necesarias en el deseo, en el deseo prohibido de los habitantes de la tierra por nosotras. Debe estar prohibido como un castigo eterno, por decidir no cumplir con el mandato. Para castigarnos, dicen: no las desearán. Pero no podría funcionar la vida sin nosotras ahí, por fuera de todo. Se derrumbaría la economía, la existencia salvaje devoraría todas las normas si las putas no dieran su amor carnal. Sin las prostitutas, este mundo se hundiría en la negritud del universo” (p.76).