"A las travestis no nos nombra nadie, salvo nosotras. El resto de la gente ignora nuestros nombres, usa el mismo para todas: Putos. Somos los manija, los sobabultos, los chupavergas, los bombacha con olor a huevo, los travesaños, los trabucos, los calefones, los Osvaldo como mucho, los Raúles cuando menos, los sidosos, los enfermos, eso somos".
En este fragmento, Camila recupera y presenta con crudeza toda la violencia que las travestis reciben de la sociedad. La individualidad está borrada; las travestis no tienen nombres que las diferencien, tan solo los apodos que reciben como colectivo y que marcan la identidad que la heteronorma les atribuye. Tal es la violencia y la repetición de este discurso, que incluso entre travestis el proceso de reconocimiento se hace lentamente. Encarna se pasa una noche preguntando y olvidando el nombre de Camila, la nueva. Y ese olvido es una muestra de la amnesia general y social.
“Vivir en el monte era vivir en el calor y la furia. El padre enseña el arte de la crueldad, la madre enseña el arte de la manipulación. El hijo sabe matar gallinas a los seis años”.
En esta frase, la narradora logra nuclear todo lo que fue su infancia: la pobreza en el interior de la provincia, el calor insoportable de las tardes de verano, la violencia y la crueldad de su padre y la posición pasiva de su madre, de la que aprende a engañar y manipular. La última oración, "El hijo sabe matar gallinas a los seis años", ilustra con contundencia la necesidad de crecer rápido a la que se vio sometida la narradora para poder sobrevivir.
"Mi papá nos obligaba a participar a mi mamá y a mí en esas matanzas, nos hacía cómplices de su faena. Mi mamá sabía dar vuelta la cara mientras él le gritaba lo inútil que era, y le ordenaba que agarrara más fuerte de las patas, que sirviera para algo. Y cuando no era ella, era yo el inútil, el niño maricón que lloraba de impotencia. Era tal la crueldad de esa vida que yo pensaba que a mi papá iba a pasarle algo realmente malo, que alguna vez iba a ser comido por alguno de esos animales, que iba a terminar igual de despanzurrado que ellos, debajo de un montón de pelo, plumas, escamas, entrañas sanguinolentas de todos los animales que había matado, de todo el daño que había causado..."
En este pasaje, Camila ilustra la relación que tiene su padre mediante la presentación de la vida de campo: su padre cría animales y los faena para vender su carne. De la matanza hace partícipe a su hijo pequeño y a su mujer; los obliga a sostener a los animales al matarlos y luego a quitarles las vísceras y la piel. La situación es extremadamente violenta y queda grabada en la memoria de la narradora, quien la observa luego como un momento paradigmático que concentra toda la violencia sufrida por su padre.
"Toda nuestra ordinariez se ponía de relieve cuando ellas llegaban con sus licores caros y su piel lozana, sus maquillajes importados y sus pelucas de pelo natural, heredadas de sus tías, tan diferentes a nuestras cabelleras secas como pelaje de perra. Las habíamos bautizado las cuervas, porque les gustaba juntarse con la carroña, pero en realidad intuíamos que estaban ahí por motivos que nunca íbamos a conocer".
Las cuervas son dos jóvenes de clase alta que llegan travestidas al Parque Sarmiento y se suman a veces a la manada, seduciendo a las travestis con licores caros y llevándose a sus clientes, no para trabajar, que no lo necesitan, sino por el puro placer de experimentar. La narradora no las llama travestis, sino que remarca que son solo niños de la buena sociedad disfrazados por un rato, lo que vuelve a dejar en claro que ser travesti es una identidad, y no una acción.
La presencia de las cuervas pone de manifiesto la precariedad y la pobreza de la manada. Al lado de estos chicos ricos, bien vestidos, las travestis quedan expuestas en sus carencias. También cuando hablan, todo el privilegio de clase sale a relucir y las diferencias se hacen insalvables. Por esos motivos, la manada nunca llega a confiar en ellas, y las travestis tratan de mantenerlas a distancia, aunque una vez llegan incluso a visitar la casa de La Tía Encarna.
"La Tía Encarna desgarra la bolsa negra con las uñas y se topa con el rostro desfigurado de su amiga, ya invadido por una población de gusanos que la devoran. Encarna grita como para ser escuchada por Dios. ¡Por qué, por qué! Toma la cabeza de la muerte entre las manos, la estrecha contra su pecho, las lágrimas bañan su rostro y también los nuestros. ¡Por qué, por qué! Con la cabeza de la muerta entre las manos da el primer golpe contra el suelo, como si quisiera reventarla de rabia. ¡Por qué, por qué! Saltan gusanos y se agitan las moscas".
En este fragmento, de una crudeza brutal, puede observarse cómo la pena se convierte en furia y en deseo de venganza. Encarna recibe el cuerpo muerto de una travesti amiga que la manada encuentra metido en una bolsa de consorcio, en la misma zanja donde encontraron antes al Brillo de los Ojos. Encarna llora sobre el cuerpo de su amiga, desgarrada por el dolor y la rabia de aquella muerte prematura e innecesaria. Ese es el mundo en el que viven las travestis: un mundo que las expulsa constantemente, que atenta contra sus cuerpos y sus identidades de forma sistemática. Frente a esa violencia, Encarna desespera y desea poder responder con más violencia, como el resto de sus compañeras, aunque ninguna de ellas termina ejecutando su venganza.
"Y la otra vida. La vida blanca, la vida diurna, entrometida en el mundo de los heterosexuales de piel clara y costumbres respetables. La vida universitaria, que sucedía a espaldas de la noche. Esa rutina gris con la que me aferraba a la respetabilidad, a la opacidad de mis vecinos, de los compañeros de universidad con que me cruzaba a diario. Ir al supermercado, ir a clase, ir incluso a fiestas donde era inconcebible la existencia travesti. El intento de adecuarme, el esfuerzo camaleónico por parecerme a ellos, por tener sus vidas. Caer bien, ser sobria, amable, inteligente, delicada, trabajadora, la exigencia de llevar una vida en que no fuese juzgada ni condenada. Siempre alerta, siempre en vigilancia conmigo misma".
En este pasaje, Camila ilustra las exigencias a las que se somete en su juventud en Córdoba y la doble vida que desarrolla, marcadas por el día y la noche. El día en verdad es su "otra vida", la fingida para poder adecuarse a los espacios cisheteronormados: la facultad y las fiestas de estudiantes. Todo aquello le requiere esfuerzos camaleónicos que poco a poco la van agotando, al mismo tiempo que le muestran hasta qué punto aquella sociedad está construida sobre la hipocresía y solo tiene respeto por las existencias que se desarrollan dentro de las normas.
"A toda travesti se le da, en el reparto de dones, el poder de la transparencia y el arte del deslumbramiento".
Las palabras de Encarna son muy elocuentes a la hora de analizar la dualidad propia de las travestis. Habla del don de la transparencia porque, como se ve a lo largo de la novela, las travestis están entrenadas para pasar desapercibidas en el medio social conservador y heteronormado: aprenden a caminar con la cabeza baja, sin llamar la atención; saben qué sitios frecuentar durante el día y cuáles no para evitar el escarnio social, y están acostumbras a pedir siempre perdón para escapar de las burlas y las críticas de la gente a su alrededor. Al mismo tiempo, las travestis pueden deslumbrar a todo su entorno cuando lo desean, pues sus presencias pueden ser imponentes: altas, sobre enormes tacos y plataformas, vestidas de forma vistosa y colorida, maquilladas para seducir. Por eso, ser travesti es aprender a moverse entre esos dos mundos, a mostrar y ocultar a la vez para sobrevivir en un medio que las odia y las desea al mismo tiempo.
"El tumor de nuestro resentimiento. La amargura de nuestra orfandad. El lento homicidio cometido sobre las de nuestra especie, las zorras, las lobas, las pájaras, las brujas. Voy a repetirlo a pesar del pecado literario: y también las ganas de matar. Muy fuertes, provenientes de un lugar desconocido y sin nombre, la madre de nuestra violencia, allá en el fondo de nuestra memoria todo ese registro olvidado en el proceso de desensibilización al que nos sometíamos día a día para no morir".
Camila pone palabras al resentimiento y a la furia travesti: la sociedad inocula violencia en el cuerpo travesti de forma constante, cada día, con un sinfín de gestos que las marginan y las colocan por debajo del valor de una existencia normal. Todo ello despierta las ganas de matar, de destruir la sociedad heteropatriarcal que las somete y poder entonces desarrollar una existencia digna, sin que sus identidades se cuestionen y se violenten sistemáticamente.
"El brillo guardó silencio frente a cada una de esas injusticias. Da terror el maltrato al que se lo sometió. Y el pobre santo no contó nada, nunca le dijo a su madre lo que sufría en la escuela. Un día llegó a casa con los dedos hinchados y de color violáceo, no tenía fuerza ni para sostener el peso de la taza en las manos. Unos compañeros le habían apretado los dedos con una puerta hasta dejárselos así".
Este pasaje ilustra la violencia que recibe El Brillo de los Ojos por el simple hecho de ser hijo de una travesti. En el jardín, sus compañeros lo torturan tanto que Encarna, al enterarse, decide no enviarlo más. Encerrados en la casa, Encarna sufre por su hijo y sabe que el futuro no es alentador, pues aquella sociedad nunca aceptará al hijo de una travesti. Esta es una de las razones que la empujan a suicidarse junto al pequeño.
"Al llegar al Parque asoman las petacas y se encienden los cigarrillos, y empezamos a contarnos unas a otras cómo fuimos conociendo a nuestra madre, las cosas que hizo por cada una de nosotras aquella diosa de pies de barro y manos de boxeador. Una de las más jóvenes pone música en su teléfono celular y todas bailamos, para acompañar el ascenso de La Tía Encarna y El Brillo de los Ojos hacia el cielo de las travestis, para que nos escuchen si se desorientan (...), anónimas, transparentes, madrinas de un niño encontrado en una zanja y criado por travestis, únicas conocedoras del secreto del hijo de la Difunta Correa. Nosotras, las olvidadas, ya no tenemos nombre. Es como si nunca hubiéramos estado ahí".
Con este pasaje finaliza la novela. Tras la muerte de Encarna y del Brillo de los Ojos, la manada se reúne por última vez en el Parque Sarmiento y homenajea a la madre fallecida con sus anécdotas y música de fiesta. El final es doblemente desgarrador; primero por la muerte de Encarna, y luego porque la manada sabe que esa es la última vez que frecuentará el Parque y que se encontrarán unas con otras. Cuando se separen esa misma noche, sus nombres se olvidarán y su memoria caerá en el olvido de la ciudad.