Resumen
Capítulo 49: “El arresto”
En el verano de 1973, Reinaldo, junto a un amigo llamado Coco Salá, se bañan en las playas de Guanabo, cuando consiguen seducir a dos hombres y tener relaciones con ellos. Más tarde, advierten que no tienen sus pertenencias y ven a lo lejos a esos dos hombres huyendo con ellas. Reinaldo y Coco avisan a la policía y los sujetos son detenidos. Pese a ello, una vez en la comisaría, los ladrones acusan a Reinaldo y su amigo de ser homosexuales y haber abusado de ellos. La situación se revierte y Reinaldo y Coco terminan en prisión.
Reinaldo consigue salir gracias a una fianza que paga su amigo Tomasito La Goyesca. Sin embargo, la policía le pide informes a la UNEAC, donde acusan a Reinaldo de ser contrarrevolucionario y sacar libros del país sin su permiso. El informe está firmado por muchos a quienes Reinaldo consideraba amigos. Más aún, su propia tía termina acusándolo por su “vida depravada” y “actividad contrarrevolucionaria” (183) frente a las autoridades. Ahora, la situación de Reinaldo es crítica y lo someten a una pena de ocho años de prisión.
La mejor opción para Reinaldo es la fuga, por lo que consigue comunicarse con Jorge y Margarita Camacho, quienes se comprometen a sacarlo del país. La intención de ellos es que Reinaldo no se presente a juicio, consiga esconderse y espere a que ellos le manden un bote, un pasaporte falso y un equipo submarino para que pueda irse sin que lo noten las autoridades.
Mientras espera el juicio, Reinaldo se contacta con un moreno amante suyo, quien le propone acompañarlo a Guantánamo, donde podría llegar a escapar en lancha a través de una base naval estadounidense. Antes de ir, Reinaldo le confiesa su plan a Hiram Pratt, quien para entonces ya se había transformado en un agente encubierto de la Seguridad del Estado. Al día siguiente, la policía se presenta en la casa de su tía y se lo llevan detenido bajo la mirada complacida de su tía.
Capítulo 50: “La fuga”
Al quedar en prisión, Reinaldo aprovecha un descuido del guardia de turno para abrir la puerta de su celda y escapar. De allí se dirige a la casa de su tía, a quien le dice que lo soltaron luego de comprobar que todo había sido un error y le exige que le devuelva el dinero que ella había sustraído aprovechando su encierro. Luego, Reinaldo va a la playa, donde comprueba que está repleta de policías que lo buscan. Afortunadamente consigue hablar con un amigo, quien le consigue unas patas de rana y una goma de auto para que Reinaldo huya de Cuba por el mar.
Luego de nadar todo un día hasta quedar exhausto, Reinaldo comprende que es imposible salir de Cuba de esa manera y consigue regresar a tierra, a la costa de Jaimanitas. Allí, considera que no tiene escapatoria e intenta cortarse las venas con un vidrio. Tras perder el conocimiento, despierta al día siguiente, aún vivo.
De nuevo en la zona por la escapó por la playa, Reinaldo vuelve a encontrarse con el moreno y juntos toman un tren rumbo a Guantánamo. Desde allí, ambos se separan y Reinaldo debe continuar su viaje sólo, arrastrándose para que no lo descubran mientras sigue el cauce de un río en un terreno selvático. A medida que avanza, observa unas luces verdes que le llaman la atención y oye unos chasquidos sospechosos. Finalmente, alguien da la alarma de que un sospechoso intentaba huir hacia la base naval estadounidense y Reinaldo tiene que subirse a un árbol, mientras militares y perros lo buscan por el lugar. Más tarde, Reinaldo se entera de que las luces verdes eran rayos infrarrojos que utilizaban los militares para detectar fugitivos y que los chasquidos que oía eran los sonidos de los caimanes en el cauce del río.
Frustrados sus planes de escapar por la base naval, Reinaldo vuelve a Guantánamo y pasa tres días sin comida ni dinero, hasta que conoce a unos jóvenes que lo ayudan a volver a La Habana en tren, sin pagar el pasaje. Al llegar a La Habana, uno de ellos le regala una identificación falsa con el nombre de Adrián Faustino Sotolongo.
Inmediatamente, Reinaldo parte rumbo a Holguín, a la casa de su madre. Como la policía lo busca, se esconde debajo de una cama, donde su madre le lleva un poco de pollo que come “escondido, como un perro” (192). En esos días, Reinaldo se siente muy compenetrado con su abuela. Para entonces, ya había muerto su abuelo y ella, pese a que él la golpeaba y engañaba, lo extraña de todas maneras. Además, recuerda, “ella sabía que sólo un milagro podía” (192) salvarlo ahora.
Al día siguiente, Reinaldo parte para La Habana y se termina instalando en el Parque Lenín, donde se entera, por medio de su amigo Juan Abreu, que Jorge y Margarita Camacho le habían enviado un hombre para sacarlo de Cuba: Joris Lagarde. Este sujeto es un aventurero nadador que había recorrido varios lugares de América del Sur en busca de tesoros perdidos en el océano y consiguió llegar al país con la excusa de realizar prácticas de navegación con bote de vela en las costas cubanas. Pese a ello, las autoridades le retienen el bote, arruinando nuevamente el escape de Reinaldo.
Antes de irse, Joris le deja a Reinaldo una brújula, un reloj, una fosforera y unas pastillas alucinógenas que le iba a dar para que tenga energía en caso de escapar nadando. Además, Juan le regala una cuchilla de afeitar, un pequeño espejo y La Ilíada de Homero. Por su parte, Reinaldo redacta un comunicado para que Joris se lleve, en el que solicita a distintos organismos internacionales que lo rescaten, al tiempo que informa el caso de los fusilamientos y represiones sufridas en Cuba hacia los contrarios al régimen castrista. El comunicado termina siendo publicado por varios medios internacionales, generando la ofuscación del Gobierno.
Reinaldo comienza a vivir escondido en el Parque Lenín y sobrevive gracias a la comida que le lleva Juan. Allí empieza a escribir sus memorias llamadas Antes que anochezca, porque sólo puede escribir mientras es de día. También lleva su brújula siempre consigo ya que la siente “como un símbolo” (198), un talismán que apunta siempre al norte, hacia donde debe huir.
Capítulo 51: “La captura”
Un día, Reinaldo se encuentra entre los matorrales de Parque Lenín leyendo compenetrado La Ilíada, cuando un soldado lo sorprende con un arma en la cabeza. Reinaldo muestra su credencial falsa, pero el soldado no se deja engañar y lo terminan llevando a la estación de policía. Allí conoce a Victor, un alto oficial encargado de los interrogatorios a los presos políticos y se entera de que será inmediatamente trasladado a la prisión del Castillo del Morro.
Capítulo 52: “La prisión”
El Castillo del Morro donde trasladan a Reinaldo es una prisión aledaña al mar y atiborrada de presos que son distribuidos en secciones según su edad, preferencias sexuales y delitos. En medio del caos, Reinaldo termina encerrado sin que les quiten sus pertenencias: la brújula, las píldoras alucinógenas, el reloj y La Ilíada. Al poco tiempo, intenta suicidarse consumiendo un puñado de píldoras para evitar que le saquen una confesión que comprometa a sus amigos. Sin embargo, el suicidio le sale mal y, luego de tres días hospitalizado, lo devuelven a su celda.
Lo que más le impresiona a Reinaldo durante los primeros días es la cantidad de presos ruidosos que, como “extraños monstruos; se gritaban entre sí y se saludaban, formando una especie de bramido unánime” (203). Aunque la cárcel desborda de sexualidad, Reinaldo evita toda proposición ya que “no es lo mismo hacer el amor con alguien libre que hacerlo con el cuerpo esclavizado en una reja” (205). En prisión, intimar con alguien se transforma en algo extremadamente peligroso y poco seductor, “el propio sistema carcelario hace que el preso se sienta como un animal y cualquier forma del sexo es algo humillante” (205).
Afortunadamente, a Reinaldo no lo designan a las celdas de los homosexuales, “unas galeras subterráneas en la planta baja, que se llenaban de agua cuando subía la marea; un sitio asfixiante y sin baño”. Para él, ello es un consuelo, ya que “a los homosexuales no se les trataba allí como seres humanos sino como bestias” (206).
Con el tiempo, Reinaldo se gana la amistad de algunos presos a quienes les enseña francés y ayuda a escribir cartas para sus familiares. También genera amistad con Cordero, un hombre que había estado preso en varias ocasiones. Cordero, le enseña a administrar la comida para no morir de hambre y a cuidar sus pertenencias de los robos de los otros presos.
La cárcel es un lugar extremadamente violento. Muchos de los muchachos jóvenes que entran, “a los que les llamaban «carne fresca»” (210), son violados sistemáticamente por otros presos. Las cárceles de homosexuales no se quedan atrás en ese sentido, ya que ‘las locas’ tienden a pelearse seguido y desfigurarse el rostro “con unas armas llamadas «entizados», que eran unos palos llenos de cuchillas de afeitar” (211). Los soldados, lejos de detener las disputas, disfrutan de ellas y las observan como espectáculos. Además, Reinaldo advierte que muchos de ellos llevan lentes de sol para poder observar a los convictos desnudos y se aprovechan para abusar a los “presos jóvenes y bien parecidos” (213) en las requisas. Muchas veces, los propios presos intentan suicidarse o dirigir su violencia contra sí mismos aunque, en algunas oportunidades, “en estos casos de aparente suicido está (...) la mano larga del Estado” (215).
Un día, la madre de Reinaldo lo visita en la prisión. Luego de la visita, él se siente terriblemente solo y reflexiona acerca de que, en su vida, siempre ha huido de su madre. Luego deduce que nunca tuvo otra opción: podía huir de su madre o abandonar toda su rebeldía y deseo para transformarse en ella misma.
A la mañana siguiente, lo trasladan a una celda de castigo, “un sitio sórdido, con piso de tierra” (222) donde no puede pararse porque no tiene más de un metro de altura. En ese tipo de celdas llevan a los presos antes de hacerlos fusilar. Luego de una semana lo visita Víctor para someterlo a una serie de interrogatorios de la Seguridad del Estado. Las visitas de Victor duran varios días y siempre intenta conseguir información acerca del modo en que Reinaldo había sacado sus escritos de Cuba. Una noche, Reinaldo rompe su uniforme, hace una soga con la tela e intenta ahorcarse en la celda. Aunque pierde el conocimiento, no consigue su cometido y lo trasladan a un hospital.
Capítulo 53: “Villa Marista”
Luego de su intento de suicidio, trasladan a Reinaldo a Villa Marista, la sede principal de la Seguridad del Estado cubana. Allí lo encierran en una celda donde le impiden tener contacto con nadie durante varios días. Además, la celda tiene un bombillo eléctrico encendido constantemente, de modo que nunca puede identificar si es de día o de noche. En ese momento, comprende que “aquel sitio era, en efecto, más terrible que la Inquisición” (226). La sede de Villa Matista se encuentra repleta de rusos ya que está “absolutamente controlada por la KGB” (227).
En su estadía, un teniente llamado Gamboa interroga a Reinaldo y lo amenaza con matarlo, argumentando que nadie sabe que se encuentra allí, porque todos lo consideran en el Castillo del Morro. En ese momento, Reinaldo comprende el motivo por el que dejaron que su madre lo visite en la cárcel: ahora pueden matarlo tranquilamente y decir que murió en manos de algún preso. Gamboa empieza a pedirle información para comprometer a los hermanos Abreu y le dice cosas que llevan a Reinaldo a advertir que, su amigo Hiram Pratt, había estado hablando con la Seguridad del Estado. Descubrir que Hiram Pratt es un delator no lo sorprende ya que, “después de haber vivido todos aquellos años bajo aquel régimen, había aprendido a comprender cómo la condición humana va desapareciendo en los hombres y el ser humano se va deteriorando para sobrevivir” (228).
Días más tarde, a Reinaldo lo trasladan a una celda peor que la anterior, como castigo por su falta de sinceridad en los interrogatorios. A pesar de ello, las vejaciones a las que lo someten son moderadas, debido a que sus denuncias en el extranjero habían logrado su cometido y la opinión pública internacional tenía puesta la mirada sobre su caso. Para salvarse, le ofrecen la posibilidad de escribir una confesión en la que diga que es “un contrarrevolucionario” que se “arrepentía de su debilidad ideológica al escribir y publicar los libros que había publicado” y “que la Revolución había sido extraordinariamente justa” (229) consigo.
Después de tres meses, Reinaldo firma la confesión. Prueba, para él, de su “cobardía” y “debilidad”, la certeza de que no tiene “madera de héroe y de que el miedo está por encima” (229) de sus principios morales. En esta confesión, Reinaldo reniega de toda su vida y pide su rehabilitación sexual y política, aunque también aprovecha para informar todo lo que sabe acerca de Hiram Pratt. Pese a ello, Reinaldo no confiesa nada que pueda perjudicar a ninguno de sus amigos.
Luego de la confesión, le informan a Reinaldo que sólo lo enjuiciarán bajo el delito común de corrupción de menores. Sin embargo, ahora siente que ya no tiene nada. Antes al menos contaba con su orgullo, pero con la confesión ha perdido su “dignidad” y su “rebeldía” (231).
Capítulo 54: “Otra vez el Morro”
Tras confesar, trasladan nuevamente a Reinaldo al Castillo del Morro, donde lo ubican en una misma galera con otros que, al igual que él, “habían firmado su retractación o eran militantes de Fidel Castro que habían cometido algún crimen” (233).
Finalmente llega el juicio de Reinaldo y, para sorpresa del juez y de él mismo, los jóvenes de la playa convocados a declarar niegan haber tenido relaciones sexuales con él. Semanas después, le informan que sólo lo condenarán “a dos años de cárcel por abusos lascivos” pero no “por corrupción de menores” (236), lo que le implicaría de veinte a treinta años de prisión.
Al día siguiente, vuelven a trasladar a Reinaldo a Villa Marista, donde lo aguardan los tenientes Gamboa y Víctor, este último enfurecido. Tiempo después, los tenientes le informan que, parte de su colaboración y proceso de rehabilitación implica que Reinaldo haga una lista con toda la gente enemiga de la Revolución que conozca. Reinaldo acusa a todos sus conocidos agentes de la Seguridad del Estado, cuyos nombres había descubierto en una lista que le mostró su abogado durante el juicio. Se abstiene, sin embargo, de acusar a Hiram Pratt y a Coco Salá ya que, pese a saber que ambos lo traicionaron, considera que “en el fondo ellos también habían sido víctimas de aquel régimen” (237).
Luego de entregar la lista, envían nuevamente a Reinaldo al Castillo del Morro, esta vez con la promesa de que pronto lo llevarán a una granja de rehabilitación. Durante esa época, pasa tanto hambre en la cárcel donde lo tienen que un día roba un pan y lo come con tal fuerza que se parte dos dientes postizos. Esto lo hunde en la desolación ya que, a pesar de que no busca tener relaciones sexuales con ningún preso, al menos pretende “ser agradable a la vista y poder sonreír” (238).
Finalmente, solicitan la presencia de Reinaldo para trasladarlo a una granja. En el viaje, mientras atraviesa La Habana, Reinaldo observa, a través del vehículo donde lo transportan, a Heberto Padilla. Su aspecto “blanco, rechoncho y desolado, era la imagen de la destrucción”. Reinaldo reflexiona que “a él también habían logrado «rehabilitarlo»” y “ahora se paseaba por entre aquellos árboles como un fantasma” (241).
Capítulo 55: “Una prisión «abierta»”
El nuevo lugar al que trasladan a Reinaldo es una prisión abierta con salida al mar, un lugar donde puede “caminar y sentarse” y darse “un baño en las duchas” (242). En uno de esos baños, Reinaldo abre la boca y se le caen los dientes postizos que se había pegado precariamente en la boca.
Allí debe trabajar construyendo edificios para los soviéticos y comienza a hacer de peón de Rodolfo, un albañil de unos cuarenta años que tiene pretensiones sexuales con él. A pesar de su buen vínculo, Reinaldo evita tener relaciones con Rodolfo.
Reinaldo empieza a recibir las visitas de Juan Abreu, pero luego advierte que Víctor está al tanto de las mismas y le pide a Juan que no vaya a verlo más porque se expone a tener problemas. Para entonces, Víctor lo visita algunas veces y le pide que escriba cartas a sus editores de Francia informando que está casi en libertad y que puede visitar a su familia todas las semanas.
Además de Rodolfo, Reinaldo genera amistad con Sancocho, un preso cocinero que lo aconseja, ayuda y le presta una espumadera para que Reinaldo pueda recuperar de la arena sus dientes perdidos. Por ese entonces, Reinaldo teme estar sifilítico, enfermedad que había contraído en el año 1973 y que le podría despertar la meningitis que casi lo mata de niño.
Hacia finales de 1975, Víctor visita a Reinaldo y le dice que están por liberarlo. Pese a la buena noticia, él no sabe qué hacer ni dónde vivir cuando esté en libertad. Tiene pocos amigos de confianza y muchos que pertenecen a la Seguridad del Estado.
Análisis
Si bien en la sección anterior ya comienza a cobrar centralidad el tema de “La persecución y la fuga”, es a lo largo de estos capítulos donde termina de establecerse su importancia en la obra. El fantasma de la delación y la desconfianza respecto a sus amigos, la presencia constante y persecutoria de la Seguridad del Estado, el peligro de la cárcel, la tortura y el asesinato llevan en suma a Reinaldo a un estado de alerta permanente que raya incluso la paranoia.
Frente a la certeza de sentirse perseguido, el contacto con Margarita y Jorge Camacho, el escape por los terrenos minados y repletos de caimanes de Guantánamo, el tiempo que pasa escondido en el Parque Lenín y la salida clandestina de sus manuscritos y cartas de auxilio, son las distintas formas en las que la posibilidad de la fuga se manifiesta en los actos de Reinaldo. Incluso la escritura de sus memorias y la lectura de La ilíada pueden también considerarse como una forma de evasión sobre la situación de extremo peligro y persecución en que se encuentra. Más aún, entre todas estas posibilidades que asume el tópico de la fuga, debemos considerar a los intentos de suicidio de Reinaldo como una opción más entre todas ellas.
Ahora bien, aunque comúnmente la necesidad de la huida se nos presente en relación al hostigamiento que sufre por parte del Gobierno cubano, en “La prisión” Reinaldo deja entrever un aspecto novedoso sobre este tema: “Toda mi vida fue una constante huida de mi madre; del campo a Holguín, de Holguín a La Habana; luego, queriendo huir de La Habana al extranjero (...) Yo sólo podía abandonar a mi madre o convertirme en ella misma; es decir, un pobre ser resignado con frustración y sin instinto de rebeldía y, sobre todo, tendría que ahogar mis instintos fundamentales” (221).
Tras el abandono de su padre, la madre de Renaldo se hunde en un estado de depresión y castidad en el que termina pareciéndose a “una virgen” que renuncia al placer “para toda la vida” (19). Profundamente identificado con ella, Reinaldo huye para conservar su carácter rebelde y temerario. De esta forma, el tópico de la fuga parece tener un origen familiar antes que político.
Tal como analizamos en el motivo “El espionaje y la delación”, la Seguridad del Estado se presenta en esta sección como una fuerza omnipresente que amenaza en todos los ámbitos que Reinaldo transita: se encuentra tanto entre sus compañeros de la UNEAC, intercepta su correspondencia y, lo que más lo desespera, vuelve delatores a sus amigos y familiares. Él mismo, luego de su estadía en las cárceles de Villa Marista, termina oficiando de delator y confidente de la Seguridad del Estado, situación que lo deja profundamente afectado: “Después de la confesión no tenía nada ya; había perdido mi dignidad y mi rebeldía” (231).
La persecución arrastra a Reinaldo a un estado en el que, lejos de vivir la vida, se encuentra permanentemente intentando no perderla. El tema de “La supervivencia” adquiere, en este sentido, una importancia central. Al hambre y la falta de un hogar que siempre han caracterizado su existencia, se le suma la amenaza de la muerte que lo acecha en todos sus fallidos intentos de exiliarse. Tanto el día que se la pasa nadando con el objeto de dejar la Isla a través del mar, como su traslado a través de los terrenos pantanosos aledaños a Guantánamo, rodeado de militares y caimanes, son ejemplos significativos de ello. Esta situación imprime en su imagen un aura de marginalidad y miseria que lo deja al borde de la deshumanización: “Mi madre me llevó allí un pedazo de pollo y me dijo que le daba mucha tristeza verme así, debajo de la cama comiendo escondido, como un perro” (192).
La comparación con lo animal se repite y amplía en varias oportunidades a partir de su encarcelamiento. En el Castillo del Morro, Reinaldo dice que los presos parecen “extraños monstruos” que “se gritaban entre sí y se saludaban, formando una especie de bramido unánime” (203). Luego, reflexiona que “el propio sistema carcelario hace que el preso se sienta como un animal” (205). Las cárceles destinadas a los homosexuales son aún peor, ya que “a los homosexuales no se les trataba allí como seres humanos sino como bestias” (206).
A ello, se le suma la cantidad de imágenes sensoriales sórdidas, violentas y desagradables que Reinaldo elige en sus descripciones mientras narra el tiempo que vivió en prisión. En el Castillo del Morro, se queja de que “la peste y el calor” (205) lo aquejan. Además, se ve obligado a convivir con el aroma y la presencia de los excrementos, ya que le es imposible llegar al baño “sin llenarse de mierda los pies, los tobillos, y después, no había agua para limpiarse” (206). El estruendo que hacen los presos se le hace también insoportable: “Era como si todos los sonidos que me habían estado persiguiendo durante toda mi vida, se hubieran reunido en uno solo en aquel sitio donde yo estaba obligado a escucharlo” (205). La fealdad de la prisión alcanza incluso a la imagen de Reinaldo cuando, luego de comer un pedazo de pan duro, se parte dos de sus dientes frontales. A él, para quien es importante “ser agradable a la vista y poder sonreír” (238), esta situación lo angustia aún más.
A diferencia de los capítulos anteriores, esta sección presenta pocas e insatisfactorias escenas sexuales. Reinaldo explica que esto sucede, no porque le faltasen oportunidades ni presos atractivos, sino porque: “Lo bello de la relación sexual está en la espontaneidad de la conquista y del secreto en que se realiza esta conquista. En la cárcel todo se vuelve evidente y mezquino; el propio sistema carcelario hace que el preso se sienta como un animal y cualquier forma del sexo es algo humillante” (205).
Reinaldo necesita del factor de lo prohibido, lo oculto y lo clandestino para estimular su interés sexual. Algo que volveremos a ver en próximos capítulos cuando de cuenta de su insatisfacción sexual en el exilio. Sobre ello, José Ismael Gutiérrez sostiene que “El placer en Arenas está supeditado a la aureola de secretismo y conspiración que ha de acompañar, según él, al acto sexual. Por eso, donde más se regodeó en la narración de encuentros sexuales y donde más satisfacciones obtuvo de los mismos, fue, por paradójico que parezca, en la Cuba de Fidel Castro” (2005: 115).
El tema de “La amistad” tiene también su importancia a lo largo de estos capítulos. Si bien es cierto que Reinaldo se decepciona al enterarse de que algunos de sus amigos lo habían traicionado -Hiram Pratt y Coco Salá son ejemplos de ello-, otra serie de personajes se mantiene fiel a él en el momento en que más los necesita, incluso a costa de hacer peligrar su propia situación. Este es el caso de Margarita y Jorge Camacho, quienes lo ayudan desde el extranjero cuando intenta fugarse; pero también el de Juan Abreu, que le lleva comida cuando está prófugo en el Parque Lanín y lo visita en la cárcel abierta hasta que Reinaldo le dice que no vaya más porque “eso lo comprometía” (243). Al margen de ellos, Reinaldo genera buenos vínculos, aunque más efímeros, con otros personajes de la prisión, con quienes se ayudan y acompañan mutuamente.
Por último, cabe destacar la imagen de Heberto Padilla que se le presenta a Reinaldo mientras vuelve al Castillo del Morro en el vehículo militar. Reinaldo recuerda a Padilla como “la imagen de la destrucción” (241). Antes de que la Seguridad del Estado lo aprisione y obligue a confesar, Padilla era un referente literario y político para Reinaldo, debido a que su obra era honesta y contestataria con el Gobierno castrista. Sin embargo, a pocos días de que lo trasladen a la nueva prisión donde pasarán a ‘rehabilitarlo’, el aspecto “blanco, rechoncho y desolado” de Padilla lo deja con un sabor amargo: “a él también habían logrado «rehabilitarlo»” y “ahora se paseaba por entre aquellos árboles como un fantasma” (241).