Julio César

Julio César Temas

La armonía del universo

La armonía necesaria del universo es parte esencial de la cosmovisión isabelina. Esta concepción implicaba un orden cósmico establecido, jerárquicamente organizado y pretendidamente armónico. Pensada la estructura de la realidad como una suerte de pirámide, cada cosa en el mundo tenía su lugar más cercano a la cima o la base: en la cima se encontraba Dios, como el gran creador, y en el último peldaño, las cosas inanimadas. En el centro, en una posición privilegiada pero también peligrosa, estaban las personas. Mientras se respetara la jerarquía intrínseca de las cosas, el orden del universo estaba asegurado, pero un desorden en una parte de la pirámide podía poner en peligro todo el resto.

En Julio César, este orden universal aparece tematizado, por un lado, en el nudo central de la trama: la guerra civil que sigue al asesinato de César se presenta como un caos irrefrenable que excede en mucho el plano político. Así lo anticipa Antonio:

fulminará una maldición los miembros

de los hombres; discordias intestinas

y atroz guerra civil asolarán

todas las zonas de Italia. Sangre

y destrucción serán tan habituales,

los objetos de horror tan familiares,

que las madres tendrán una sonrisa,

nada más cuando miren desmembrados

sus niños por las manos de la guerra;

ahogará la costumbre de hechos crueles

toda piedad, y el espectro de César,

que andará errante en busca de venganza,

(...) gritará en estas tierras

con su voz de monarca: ¡A la matanza!

(III.I., 106)

Aquí queda claro que el desorden que introduce la muerte de César tiene el poder de producir madres aberrantes que se sonríen ante el desmembramiento de sus hijos, de naturalizar la crueldad y de atentar contra las leyes de la naturaleza, poniendo el espectro de César en la Tierra para vengar su propia muerte. El magnicidio no se limita, así, a consecuencias políticas, sino que atenta contra el orden total de la vida de las personas.

Por otra parte, esta concepción del universo se tematiza a través de los presagios, que recorren toda la obra, pero que se condensan, sobre todo, en el primer acto y en el último. Por ejemplo, en la tercera escena del Acto I, Casca le explica así a Cicerón el motivo de su preocupación:

¿No te afecta que el orden de la tierra

se sacuda como algo vacilante?

Oh, Cicerón, yo he visto tempestades

en que vientos furiosos descuajaban

las nudosas encinas; y también

cómo se hinchaba el ambicioso océano

bramando, echando espuma, para alzarse

hasta las nubes amenazadoras;

pero nunca hasta ahora, hasta esta noche,

crucé el fuego que vuelca una tormenta.

O una guerra civil hay en el cielo,

o, si no, es que el mundo, insolentado

en demasía para con los dioses,

los incita a enviar la destrucción.

(I.III., 45)

Luego, Casca enumera una serie de hechos naturales de los que escuchó o fue testigo: un esclavo con las manos encendidas pero sin quemaduras, un león en el Capitolio, hombres en llamas, entre otros. Como vemos, la guerra civil que se anuncia en la Tierra parece tener su contracara entre los dioses, y el caos que enfrenta la civilización humana se reproduce en la naturaleza, atentado contra sus leyes más elementales.

La identidad

Los personajes de Shakespeare suelen preguntarse quiénes son, qué los define como tales, qué relación tienen con su nombre y su lugar en el mundo. Los de Julio César no son, en este sentido, una excepción.

El tema de la identidad se desarrolla en esta obra, en buena medida, en relación con una oposición entre lo público y lo privado, particularmente en las figuras de César y Bruto. César es un hombre poderoso y confiado que lidera grandes ejércitos y gobierna con gran éxito el imperio romano, pero no está exento de debilidades que se manifiestan puertas adentro: es muy supersticioso, sufre de sordera de un oído y de epilepsia, y la soberbia le produce tal ceguera que termina asesinado por un gran amigo. Además, César da cuenta de una especial autopercepción que distingue con claridad esta diferencia: se refiere a sí mismo, en el ámbito público, en tercera persona y reconoce que su identidad está desdoblada, que hay una tensión entre su ser privado —un simple mortal con defectos, con miedos— y su figura pública —una verdadera y poderosa institución que seguirá operando en la vida de los romanos, de hecho, tras su muerte física—.

Bruto, por su parte, es fuerte y se niega a mostrar debilidad cuando está en público, ya sea hablando con los ciudadanos o dirigiendo un ejército a la batalla. Sin embargo, vemos a través de sus conversaciones íntimas con su esposa Porcia y con Casio que a menudo tiene inseguridades y remordimientos que, también él consiente de la relevancia de su imagen pública, se ocupa de ocultar frente a otros.

Casio, por otra parte, utilizará una interesante reflexión sobre la identidad para convencer a Bruto de unirse a su conspiración: "«Bruto» y «César»: ¿qué habría en ese «César»? / ¿Por qué ese nombre habría de sonar / más que el tuyo? Escribe uno y otro; / el tuyo es tan buen nombre como el suyo" (I.II., 34). Casio alude acá al carácter arbitrario de los nombres; pone en duda que estos carguen un sentido inherente, lo que resulta muy rupturista en el contexto de un sistema monárquico en el que los nombres definen un lugar determinado en la sociedad y, también, ante Dios. En última instancia, Casio tienta a Bruto apelando a su derecho a ocupar el lugar de César en un sistema republicano y, para ello, le está sugiriendo que la identidad no está predeterminada ni es inamovible, sino que se construye.

Realidad, apariencia e interpretación

La dificultad de distinguir realidad y apariencia, y el carácter inherentemente relativo de la interpretación son también centrales en esta obra, y tienen una estrecha relación con el tema de la identidad. Recordemos que el Renacimiento, en el que se contextualiza la obra de Shakespeare, supuso la posibilidad de despegarse de la interpretación unívoca —y religiosa— de los sucesos, en tanto se le empezó a dar relevancia a otro tipo de discursos. En buena medida, esto explica el interés por los textos clásicos. Esta nueva libertad interpretativa trajo consigo una crisis respecto de la mirada de las personas sobre el mundo y, con ella, todo un cuestionamiento de la identidad: ante la posibilidad de hacerse preguntas sobre el significado de cosas que antes se explicaban únicamente en términos religiosos, se introduce necesariamente la pregunta sobre el sentido propio, sobre la propia identidad.

Cicerón reflexiona sobre este tema cuando Casio le cuenta sobre las ominosas señales que los rodean, en el primer acto: "Sin duda es tiempo de extraños sucesos, / pero los hombres pueden explicar / las cosas a su modo, aunque éste / sea contrario al de las cosas mismas" (I.III, 46). Así, introduce la posibilidad de que las interpretaciones sean equivocadas, de que lo que las personas digan sobre el mundo no coincida con lo que el mundo, de hecho, es. En otras palabras, Cicerón distingue aquí realidad y apariencia. Esta reflexión tiene su eco al final de la obra, luego de que Casio se suicide tras recibir la información falsa de que Titinio estaba muerto. Al encontrarse con el cadáver de su amigo, Titinio exclama: "¡Ay! Interpretaste mal todas las cosas" (V.III., 181).

El poder del discurso

Muy relacionado con el tema anterior, aparece en Julio César una interesante reflexión sobre el poder y la relevancia de la palabra. Los ciudadanos, es decir, los plebeyos, se muestran particularmente influenciables por las palabras. Esto se ve con claridad en sus reacciones frente a los discursos de Bruto y de Antonio en el funeral de César: tras escuchar a Bruto, justifican inmediatamente el magnicidio, pero su opinión da un giro de 180 grados apenas escuchan a Antonio, y se levantan contra los conspiradores. Esto no es casual: Antonio se muestra consciente del poder del discurso y usa el suyo estratégicamente para desatar la guerra civil en Roma.

Pero este poder no recae únicamente sobre los ciudadanos: Casio también usará hábilmente las palabras para convencer a Bruto de unirse a su conspiración, no solo contándole historias que presentan a César como un hombre débil a la vez que ambicioso, sino también escribiendo y enviándole cartas falsas que emulan ciudadanos preocupados por el creciente poder del líder.

En definitiva, el discurso tiene un gran poder porque es capaz de darle a las cosas una apariencia, si no enteramente falsa, sí conveniente para algunos. Lo interesante está, justamente, en que su poder parece más asociado a su capacidad de poner énfasis en ciertos aspectos, de ocultar otros, de mostrar las cosas de cierta manera, que de mentir, de torcer una verdad preexistente. Así, la distinción entre realidad y apariencia no parece tan contundente: Shakespeare sugiere que se asocia más a la interpretación que a la oposición entre mentira y verdad.

El poder y la ambición

El poder y la ambición son los principales motores de la acción. César es un gran líder, pero se muestra efectivamente ambicioso, y eso lleva a Bruto a convencerse de la necesidad de asesinar a su amigo. Y aunque las razones de Bruto son presentadas como genuinas, al punto que su figura será reivindicada al final de la obra por sus enemigos, también es cierto que su participación en el complot parece en parte motivada por su propia ambición. Al fin y al cabo, el discurso de Casio, en el que este le sugiere que él tendría el mismo derecho que César de concentrar su poder, resulta muy efectivo a la hora de convencerlo de unirse a la conspiración. Asimismo, cuando lee las cartas falsas enviadas por Casio, Bruto llena los vacíos de la misiva interpretando que se le está pidiendo a él que salve Roma, cuando el texto, de hecho, no lo dice. Así, curiosamente, parece que su propia ambición de poder tiene un rol importante en convencerlo de la ambición de César.

No obstante, es Casio el personaje ambicioso por antonomasia en la obra: sus motivaciones para arengar el complot contra César no son tan claras como las de Bruto —si creyera genuinamente en el peligro de la ambición de César, ¿por qué engañaría a Bruto para convencerlo de ello, en vez de revelarle una verdad?—, por lo que debemos suponer que lo mueven la envidia y la ambición.

En todo caso, queda claro que la ambición conduce a los hombres a su caída.

El destino

Los presagios que abundan a lo largo de la obra no solo remiten a un orden predeterminado del universo, que entra en crisis cuando un elemento se corrompe o se mueve de su lugar, sino que también aluden a un destino ya escrito del que las personas no parecen poder escapar. Extraños sucesos, sueños, adivinos, sacrificios le anuncian a César su muerte inminente como si esta ya estuviera escrita, y la ceguera del personaje frente a las numerosas advertencias parece confirmar que no hay forma de escaparle al destino.

César se muestra consiente de esto: "¿Cómo puede evitarse / aquello cuyo fin han decidido / los poderosos dioses?" (II.II., 77), se pregunta, irónicamente, horas antes de ser abatido por sus propios amigos.

La muerte

Julio César gira alrededor de la muerte de César, particularmente de sus causas y sus consecuencias. Esta muerte se nos presenta anunciada, aparentemente inevitable, provocada por la ambición, tanto de la víctima como de los victimarios, y con enormes consecuencias para todo el imperio: el poder y la influencia de César son tan relevantes que siguen vigentes tras su muerte, materializándose, de hecho, en su espectro.

Pero la obra no se limita a desarrollar la muerte del líder romano: esta aparece como el destino que cae sobre los ambiciosos Casio y Bruto, quienes terminan provocando su propia muerte, acosados por la derrota inminente y los remordimientos. Además, la muerte se presenta como una fuerza arrolladora que azota Roma durante la guerra civil que sigue al asesinato de César: en las cartas que reciben Bruto y Mesala, ya en el campo de batalla, se informa que decenas de senadores han sido asesinados. Las muertes, así, se reproducirán hasta que el orden sea restaurado en el imperio.

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