Resumen
Escena I
Bruto está en su jardín. Ha decidido que hay que matar a César: cree que este está abusando de su poder y ha ascendido demasiado rápido. Lucio, su sirviente, le trae una carta (plantada por Casio) que ha encontrado en el dormitorio de Bruto. La primera línea dice: "Bruto, duermes; despierta ya y contémplate" (II.I., 58). Bruto interpreta la carta como si fuera un pedido de toda Roma para asesinar a César y restaurar la república.
Lucio le informa a Bruto que es 15 de marzo, es decir, el Idus de Marzo. Suena un golpe en la puerta, y Lucio sale para responder. Solo, Bruto afirma que no ha podido dormir desde que Casio lo incitó por primera vez contra César.
Casio, Casca, Decio, Cina, Metelo Cimber y Trebonio, todos conspiradores contra César, han llegado a la casa de Bruto. Este los invita a entrar y les da la mano, accediendo a unirse a su complot. Luego, los hombres discuten si deberían invitar a Cicerón, el gran orador, a unirse al plan, pero Bruto los convence de que no es conveniente. Casio opina que Marco Antonio debería ser asesinado junto con César, pero Bruto otra vez no está de acuerdo: teme que se los perciba innecesariamente sangrientos.
Son las tres de la madrugada, y los conspiradores planean cometer el magnicidio a las ocho de la mañana. Sin embargo, les preocupa que César no asista al Senado, pues se ha vuelto muy supersticioso en los últimos meses. Decio asegura que sabe cómo halagar a César y que lo convencerá de asistir. El grupo se retira, dejando a Bruto solo.
Entra Porcia, la esposa de Bruto, y le reprocha haberse ido descortésmente del lecho en medio de la noche y haberle lanzado una mirada poco amable la noche anterior. Quiere saber qué le pasa. Él miente y afirma que no está bien de salud, a lo que ella replica que más bien parece tratarse de un pesar de la mente. Porcia insiste: "¿Y tú no crees / que teniendo tal padre y tal marido / sea más fuerte que otras de mi sexo?" (I.I., 73), le pregunta, y luego se apuñala el muslo para demostrar su coraje. Bruto finalmente accede a contarle lo que le preocupa, pero golpean la puerta y la explicación se posterga.
Entra Lucio con Ligario, que finge estar enfermo. Le sugiere a Bruto que podría curarse si este tuviera una honorable empresa en mente. Bruto lo confirma y Ligario se compromete a seguirlo en ella.
Escena II
César, todavía en su túnica de noche, está aterrorizado porque su esposa ha gritado en sueños "¡Eh, eh, socorro! / ¡Matan a César" (II.II., 76). Ordena a un sirviente que le pida a los sacerdotes que hagan un sacrificio y que luego le reporte los resultados. Entra Calfurnia y le pide que no vaya al Senado ese día. César afirma no temerle a nada y dice que su muerte llegará cuando tenga que serlo, pues es inevitable. Entra el criado y le informa a César que el animal sacrificado no tenía corazón, lo que constituye un muy mal presagio. Y aunque César insiste en desestimar los augurios, Calfurnia finalmente lo convence de quedarse ese día en la casa, culpándola a ella por su ausencia en el Senado.
Sin embargo, enseguida llega Decio para llevar a César al Senado. Cuando este le pide que informe que él no irá ese día, Decio le sugiere que se burlarán de él si no puede dar una buena razón que justifique su ausencia. César le relata el sueño de Calfurnia, en el que una estatua de él mismo vertía sangre mientras muchos romanos bañaban sus manos en ella. Decio sugiere una interpretación diferente del sueño: la sangre que brotaba del cuerpo de César refleja la nueva vida que este le está dando a Roma, y no su muerte. Además, le pregunta a César si acaso debería disolver el Senado hasta que su esposa tenga sueños más favorables. Entonces César admite haber estado actuando tontamente y accede a asistir al Senado. Casio y el resto de los conspiradores llegan para acompañarlo hasta allí. Antonio también se une a la escolta y salen.
Escena III
En una calle de Roma, Artemidoro lee una carta que le ha escrito a César, en la que le advierte sobre los conspiradores. Se para cerca del Capitolio y espera a que César pase de camino al Senado para entregarle la nota.
Escena IV
Porcia le ordena a Lucio que vaya al Senado, aunque no le puede explicar qué pretende que haga allí. Ella está turbada: "Mi mente es la de un hombre, mas mi fuerza / es la de una mujer" (II.IV., 85), exclama. El adivino que intentó advertir a César al principio de la obra habla ahora con ella, y le informa que intentará advertir una vez más a César sobre su destino.
Análisis
A lo largo de la obra, Bruto es el único de los conspiradores que presenta remordimientos por el asesinato de César: "Desde que Casio por primera vez / me instigó contra César, no he dormido", afirma, y luego agrega: "el estado del hombre / como un pequeño reino, sufre entonces / los síntomas de una insurrección" (II.I., 59). Su insomnio da cuenta de su lucha interna, pues Bruto cree que, al traicionar a su amigo, está actuando para los mejores intereses de Roma. La analogía entre su debate interno y la guerra civil en un reino alude, nuevamente, a la concepción isabelina del universo como un todo interconectado, en el que cada acción o situación tiene su eco en otros niveles. Pero, además, la analogía también presagia la guerra civil que, de hecho, tendrá lugar más adelante a raíz del asesinato de César.
Tanto Porcia como Calfurnia, esposas de Bruto y César respectivamente, se presentan como mujeres inteligentes, determinadas, fuertes y, sin embargo, impotentes. Ambas se muestran insatisfechas por su confinamiento al espacio doméstico y por su incapacidad de incidir en las decisiones de sus maridos. Sin embargo, la situación no es la misma para las dos: Porcia convence a Bruto de ser digna de su confianza, y este accede a contarle su secreto, mientras que, influenciado por Decio, César termina desdeñando las advertencias de Calfurnia, quien se muestra luego desesperada por su incapacidad de hacer algo por salvar a su marido.
Por otro lado, la facilidad con la que Decio manipula a César respecto de la interpretación del sueño de su esposa da cuenta de la debilidad del líder, contraria a la imagen pública que este presenta. Algo similar pasa con Bruto, quien, sin embargo, necesita ser víctima de un proceso más largo y complejo de manipulación para terminar involucrado en el asesinato de su amigo. En todo caso, es su vanidad la que lo hace víctima de los engaños de Casio, quien lo convence de la injusticia de que César ocupe un lugar más prominente que él mismo teniendo ambos los mismos derechos y atributos.
Asimismo, Bruto parece interpretar la carta falsificada que recibe en su casa para satisfacer su deseo de poder:
«Deberá Roma, etcétera» es decir,
¿Deberá Roma someterse al miedo
que inspira un solo hombre? (...)
«¡Habla, hiere, haz justicia!»
¿se me incita a que hable y que golpee?
Oh, Roma, yo te hago esta promesa:
¡si se restaura el orden, obtendrás
de la mano de Bruto cuanto pidas!
(II.I., 58)
Aquí vemos cómo Bruto lee apresuradamente la carta, dándole a cada frase el sentido que él quiere darle y atribuyendo la misiva a la mismísima Roma en vez de a un remitente en particular. Pareciera que, más que reaccionar con coraje a la carta, Bruto hubiera estado esperando una excusa para actuar, y esta nota le viniera al pelo para convencerse a sí mismo del altruismo de sus actos. Recordemos que solo unas líneas antes, Bruto exclamaba en un monólogo: "Habrá que darle muerte. Por mi parte, / yo no tengo motivos personales / para golpearle, a no ser el bien público" (II.I., 56). La carta le viene como anillo al dedo para creerse a sí mismo y justificar sus actos. Pero para los lectores / espectadores, esta participación del personaje en el magnicidio parece movida, al menos en parte, por una ambición personal.
Así, alrededor de las figuras de César y Bruto giran constantemente el tema de realidad, apariencia e interpretación —encarnado en la oposición entre la imagen pública y la realidad psíquica de los personajes; entre lo que dicen de sí mismos y lo que parece realmente movilizarlos— y el del poder del discurso, capaz de manipular fácilmente hasta a los hombres más poderosos. Ambos temas se condensan específicamente en el famoso discurso con el que Bruto argumenta por qué no deberían asesinar, junto a César, a Antonio: "seamos, Casio, sacrificadores, pero no carniceros. Nos alzamos / contra el espíritu de César, pero / no hay sangre en el espíritu del hombre" (II.I., 66). Bruto se muestra aquí consciente de la imagen pública que quiere que el magnicidio tenga, a la vez que astuto a la hora de describir lo que van a hacer, consiente del poder de las palabras a la hora de determinar el sentido de los actos: afirma que atacan el espíritu de César y que no son carniceros, pero de hecho apuñalarán el cuerpo de su amigo, convirtiéndose, efectivamente, en asesinos.