Ilíada

Ilíada Resumen y Análisis Cantos VI-VIII

Resumen

Canto VII: Duelo entre Héctor y Ayante

Héctor y Alejandro vuelven a la batalla con una determinación renovada. Glauco, príncipe licio, aliado troyano, también lucha con valentía. Atenea ve desde el Olimpo la oleada troyana y se precipita a bajar para ayudar a los aqueos. Al verla, Apolo la intercepta y se le opone, pues desea que los troyanos ganen la pelea. Le propone entonces una tregua por ese mismo día, bajo la condición de que luego vuelvan a batalla. Atenea acepta, le pregunta cómo piensa detener la batalla, y Apolo diseña un plan. Propone que Héctor provoque a los aqueos a pelear contra él en un combate individual. Atenea acepta.

Heleno, el adivino, interpreta lo que los dioses están hablando, inspirado por la intención de Apolo, y le propone la idea a Héctor. Entonces Héctor, persuadido, se coloca en el centro de ambos ejércitos, da la orden a los troyanos de quedarse quietos y Agamenón hace lo mismo con los soldados aqueos. Bajo la forma de buitres, Atenea y Apolo observan la escena. Héctor lanza su desafío e insta a cualquier hombre lo suficientemente fuerte a luchar contra él; anuncia que el perdedor será despojado de su armadura, la cual se convertirá en un trofeo para el vencedor, pero el cuerpo recibirá el respeto y la sepultura adecuados.

Nadie rechaza el desafío por vergüenza, pero tampoco lo aceptan por miedo. Menelao es el único que se atreve a dar un paso al frente. Sin embargo, Agamenón le dice que Héctor es mucho más fuerte que él y lo convence de no luchar. Homero revela aquí que Menelao habría muerto con toda seguridad si Agamenón no hubiera intercedido. Néstor, demasiado viejo para luchar contra Héctor, exhorta apasionadamente a los aqueos a responder al desafío. Relata sus hazañas de juventud y les dice que defiendan el honor de su ejército. Tras su discurso, nueve aqueos dan un paso al frente, el primero de ellos Agamenón, luego Diomedes, ambos Ayantes, Idomeneo, y Odiseo, entre otros. Hacen un sorteo y el elegido es Ayante Telamonio.

Ayante se prepara para el combate y camina, decidido y fuerte, hacia el encuentro con Héctor, que siente temor ante la figura del aqueo, pero ya no puede retroceder. Tras un intercambio de palabras, comienzan su duelo lanzando ferozmente lanzas, sin éxito para ninguno. Ayante parece estar ganando, pero Apolo ayuda a Héctor. Están a punto de enfrentarse con espadas cuando de pronto los heraldos, mensajeros de Zeus, detienen el combate. Argumentan que la noche está cayendo y que Zeus ama a ambos hombres, por lo que el duelo debe detenerse. Héctor y Ayante acuerdan poner fin a su duelo y se intercambian regalos de amistad: Héctor renuncia a su espada y Ayante, a su cinturón de guerra. Los dos ejércitos regresan a sus campamentos. Los aqueos ofrecen un sacrificio a Zeus y preparan un banquete. En él, Néstor arenga a los capitanes aqueos, lamenta las bajas y propone suspender el combate al día siguiente, cremar a los muertos para poder llevar sus cenizas a sus familias una vez que retornen a su patria y construir fortificaciones alrededor de las naves. Los capitanes aceptan seguir su consejo.

Mientras tanto, en el campamento troyano, el rey Príamo hace una propuesta similar sobre los muertos troyanos. Además, su consejero Antenor le pide a Alejandro que renuncie a Helena, devuelva los tesoros robados a Menelao y ponga fin a la guerra. Alejandro se niega a devolver a Helena, pero ofrece restituir todo el botín que se llevó con ella de Esparta, así como bienes suyos. Príamo quiere enviar mensajeros para transmitir la oferta de Alejandro y pedir también una tregua temporal para que ambos bandos puedan enterrar a sus muertos. A la mañana siguiente, un heraldo troyano presenta esta oferta a los aqueos. Estos se quedan en silencio hasta que Diomedes habla y dice que es evidente que los troyanos están en ruinas. Por esto, sugiere que los aqueos no acepten los regalos de Alejandro, ni a Helena. Las tropas gritan su acuerdo con él. Agamenón apoya la moción, pero concede la tregua temporal y da un día para enterrar a los respectivos muertos.

Los aqueos aprovechan y construyen un gran muro, junto con una fosa y una línea de estacas afiladas. En el Olimpo, Posidón se enoja porque los aqueos están construyendo fortificaciones sin hacer ofrendas a los dioses. Zeus lo calma y le dice que puede destruirlas en cuanto los aqueos se marchen nuevamente a su patria. Esa noche llegan barcos vinateros a los campamentos aqueos; los guerreros se disponen a beber. Los troyanos, en su ciudad, también hacen un banquete. Sin embargo, Zeus planea simultáneamente males para ellos.

Canto VIII: Batalla interrumpida

Zeus convoca a los dioses a una asamblea y les advierte a los dioses que no tomen parte en la guerra de Troya; cualquier dios que lo haga será arrojado al Tártaro, la parte más profunda del Hades. Sin embargo, Atenea pide permiso para aconsejar a los aqueos y Zeus se lo concede. Una vez hecho este pronunciamiento, Zeus vuela al monte Ida, cerca de Troya, se sienta en la cima y contempla Troya y las naves de los aqueos.

El combate entre aqueos y troyanos empezó antes del amanecer. Al mediodía, Zeus toma la balanza de oro en la que analizaba los destinos de los hombres, y el peso es mayor para los aqueos, lo que significa que será un día fatal para ellos. Zeus truena fuerte y envía un rayo para que los aqueos se aterroricen al verlo y comiencen a retirarse. Incluso Idomeneo, Agamenón y los Ayantes se retiran. Néstor permanece en el campo de batalla, atascado contra su voluntad, ya que uno de sus caballos fue herido por Alejandro. Héctor se acerca para matarlo. Diomedes ve la situación de lejos y llama a Odiseo, que está huyendo, para que salve a Néstor, pero no le hace caso. Diomedes rescata a Néstor, lo lleva a su propio carro, que es traccionado por los caballos veloces que le había quitado a Eneas en el combate, y entrega los de Néstor a los servidores.

Los dos hombres se dirigen hacia donde está Héctor para atacarlo. Diomedes le tira una lanza pero hiere al conductor del carro. Héctor encuentra un nuevo conductor de carro y los dos grandes guerreros parecen dispuestos a enfrentarse, pero Zeus truena espantosamente y despide un rayo que golpea el suelo delante de los caballos de Diomedes. Los caballos se asustan, Néstor pierde las riendas, y le dice a Diomedes que es evidente que Zeus ya no los favorece, y que deben huir. Diomedes se rehúsa a irse por temor a ser llamado cobarde, y tres veces se dirime entre volver al combate o huir, y tres veces Zeus truena estruendosamente dándole señales a los troyanos de que la victoria será suya. Héctor entiende las señales de Zeus, llama a sus hombres, les dice que superarán las fortificaciones y quemarán las naves de los aqueos, pero que primero deben ganar el escudo de Néstor y la armadura de Diomedes. Desde el Olimpo, Hera observa todo y se enfurece. Compadeciéndose de los aqueos, intenta convencer a Posidón de interceder en favor de ellos y anular el designio de Zeus. Pero Poseidón rechaza la petición, ya que no quiere luchar contra el poderoso Zeus.

Héctor avanza con furia, inmoviliza a los aqueos detrás de sus propias fortificaciones, y habría arrasado con el ejército aqueo de no ser porque Hera le sugiere a Agamenón que anime a sus tropas. Él se acerca a las naves y les dice a sus hombres que es una vergüenza no poder enfrentarse a un solo troyano, Héctor, y que de no hacerlo, él prenderá fuego sus naves. Agamenón le suplica a Zeus, le recuerda todos los sacrificios que hizo por él y le pide que los deje escapar y que no permita que los troyanos maten a los aqueos. Zeus escucha su plegaria, se compadece, y le concede el pedido. Manda un águila, el ave agorera por excelencia, con un pequeño ciervo en sus garras, que es depositado en el altar que los aqueos construyeron para Zeus. Cuando ven que esta ave fue enviada por el mismo Zeus, interpretan esta señal a su favor, se animan y vuelven a luchar contra los troyanos.

Diomedes comienza el contraataque, y lo siguen Agamenón, Menelao, los Ayantes. Ayante Telamonio y Teucro, excelso arquero que también es su hermanastro, trabajan juntos como un equipo. Sin embargo, Héctor y los troyanos hacen retroceder a los aqueos detrás de sus fortificaciones, hasta sus barcos. Hera le reprocha a Atenea no estar haciendo nada ante el declive de los aqueos, a lo que la diosa le responde que está enfurecida con Zeus, y que ambas deben prepararse para el combate. Se suben al carro para bajar del Olimpo; Zeus las ve, se encoleriza, y manda a Iris a que les mande un mensaje: si interceden por los mortales, Zeus le hará un daño terrible a Atenea y otro menor a Hera. Ante esto, Hera dice que mejor no pelearse con Zeus por los mortales, y que deben dejar que él decida cuál será el destino de aqueos y troyanos. Así, regresan afligidas a sus tronos en el Olimpo y se sientan entre los dioses.

Zeus observa que Hera y Atenea se sientan alejadas de él y se burla de ellas por sus esfuerzos fallidos. Hera, enfurecida, le dice que siente compasión por los aqueos, y que al menos quiere ayudarlos con consejos. Zeus declara que continuará generando estragos en el ejército aqueo, y que Héctor no renunciará a la lucha hasta que Aquileo vuelva al combate.

Cae la noche y la batalla cesa hasta el día siguiente. Héctor, animado por el éxito troyano, decide acampar en el campo de batalla. Propone que los soldados enciendan grandes hogueras para evitar que los aqueos huyan sin ser vistos. Asimismo, pide a los mensajeros que entren a la ciudad de Troya y exhorten a los habitantes a realizar una vigilancia incesante para evitar que los aqueos entren en la ciudad mientras los hombres están afuera. Héctor dice que al día siguiente tomarán las armas para atacar a los aqueos, y confía en que los derrotará. Los troyanos hacen sacrificios a los dioses, pero los dioses no los aceptan.

Análisis

En estos cantos, el poema le ofrece al lector las consecuencias reales que tiene la ira de Aquileo para los griegos. Su ausencia conduce a los eventos más trascendentes de estos cantos y, si bien los aqueos parecían tener el triunfo por delante, en el canto VIII los troyanos parecen llevar la delantera. Con Héctor al frente, los troyanos están por tomar las fortificaciones aqueas. El alto el fuego de los cantos anteriores desapareció; los troyanos ya no quieren terminar la guerra, sino que desean ganarla. En este sentido, el hecho de que acampen junto a los aqueos demuestra su hambre de batalla. “Durante la noche hagamos guardia / nosotros mismos; y mañana, al comenzar del día, / tomaremos las armas para trabar vivo combate jun- / to a las cóncavas naves” (8.529-532), dice Héctor. Esta determinación muestra hasta qué punto están comprometidos los troyanos con el triunfo. Las naves aqueas simbolizan el futuro de la raza griega, ya que su posible destrucción significa la aniquilación de todos los soldados. La muerte de estos guerreros hubiera implicado también la desaparición de toda la cultura griega; personajes como Aquileo o Agamenón fueron protagonistas definitivos de la formación y el desarrollo de Grecia. En este sentido, la muerte masiva de estos líderes y modelos de conducta habría supuesto el fin de una civilización.

El catastrófico vuelco de la fortuna de los aqueos no solo añade dramatismo y suspenso al poema, sino que también marca un avance en las disputas entre los dioses y ayuda a la progresión de la trama general. Si bien los dioses ya se implicaron ampliamente en la guerra, la entrada de Zeus en el conflicto supone grandes cambios. Aunque antes decidía no participar de las luchas internas de los demás dioses, ahora prohíbe a sus compañeros olímpicos que se inmiscuyan y se lanza de lleno a la lucha. Así, amenaza a Hera y Atenea y les prohíbe intervenir a favor de los griegos; “Ningún bene- / ficio les reportará luchar conmigo. Lo que voy a de- / cir se cumplirá: les encojaré los briosos corceles; las / derribaré del carro, que romperé luego…” (8.400-404), advierte Zeus. Así, establece que ningún dios puede oponerse a él.

Es interesante ver el odio irracional de Hera y Atenea hacia Troya. Si bien en la Ilíada no se explica claramente esta motivación, el público de Homero conocía el relato que daba origen a esta disputa. Según la mitología griega, Paris se vio obligado a elegir a la diosa más bella. Al escoger a Afrodita, se ganó el odio de Atenea y Hera. En este sentido, el concurso parece un motivo frívolo comparado con la magnitud de la carnicería en la guerra de Troya. Una vez más, los dioses manifiestan tantos defectos como los seres humanos.

En este avance de los troyanos, Zeus respalda a Héctor, que en el canto VIII se encuentra en la cumbre de su fuerza, haciendo retroceder a los aqueos. El orgullo es, en Héctor, una forma de la seguridad y la confianza; sabe que cuenta con el apoyo de Zeus y afirma: “echaré de aquí / a esos perros rabiosos” (8.527-528). Así, se ve que está decidido, no solo a ganar, sino a amedrentar a los aqueos si intentan escapar. Ahora confía plenamente en su capacidad para derrotarlos y desearía que su inmortalidad fuera tan segura como la gran derrota que está a punto de infligir a los aqueos. Así, el orgullo de Héctor, activado por la sugerencia de Apolo, le lleva a proponer el duelo sin otro propósito que la búsqueda de la gloria. Pero también vemos aquí la fuerza de la personalidad de Héctor. Cuando ordena a sus hombres que se sienten, poniéndose en una posición peligrosa entre los dos ejércitos, vemos el poder de su carisma en acción. Agamenón, que es un rey poderoso, sigue el ejemplo de Héctor. Héctor es respetado, no solo por los troyanos, sino también por los aqueos. Aunque es más vulnerable en el campo de batalla que Ayante o Aquileo, como líder, su carisma es inigualable.

Sin embargo, al final de este canto, Homero sugiere que “los bien- / aventurados dioses no quisieron aceptar la ofrenda, / porque se les había hecho odiosa la sagrada Ilión y / Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno” (8.550-554). Con este comentario, se insinúa que aun en esos momentos en los que los troyanos parecen vencer, su destrucción será inevitable.

Además, en estos cantos se narran algunos de los principios de los rituales y las creencias griegas. Sin embargo, estas prácticas no son exclusivamente griegas, sino que son también defendidas por los guerreros troyanos. El encuentro entre Héctor y Ayante en el canto VII, que termina con el intercambio de armas, sella el conflicto irresuelto con un pacto de amistad: “Hagámonos magníficos rega- / los, para que digan aqueos y teucros: combatieron / con roedor encono, y se separaron unidos por la / amistad” (7.299-302). Esta actitud demuestra el valor que se da al respeto y a la dignidad individual; ser rivales no implica ser destructivo con el otro, sino que hay códigos que cumplir y honrar.

Otro aspecto del antiguo sistema de valores griego surge en el acuerdo que hacen ambos bandos de detener su lucha para enterrar a sus respectivos muertos. Para los griegos, la piedad exigía dar a los muertos un descanso digno, especialmente a los que habían muerto de forma tan gloriosa. En este sentido, era necesario un entierro adecuado: en la Ilíada, los dolientes queman los cadáveres en una pira. Según la antigua creencia griega, solo las almas cuyos cuerpos habían sido debidamente enterrados podían entrar en el inframundo. Dejar un alma sin enterrar o abandonarla como carroña para los animales salvajes indicaba, no solo una falta de respeto hacia el individuo muerto, sino, lo que es peor, una falta de respeto hacia las tradiciones religiosas establecidas.

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