"Tí Noel había sido instruido en esas verdades por el profundo saber de Mackandal. En el África, el rey era guerrero, cazador, juez y sacerdote; su simiente preciosa engrosaba, en centenares de vientres, una vigorosa estirpe de héroes. En Francia, en España, en cambio, el rey enviaba sus generales a combatir, era incompetente para dirimir litigios, se hacía regañar por cualquier fraile confesor, y, en cuanto a riñones, no pasaba de engendrar un príncipe debilucho, incapaz de acabar con un venado sin ayuda de sus monteros, al que designaban, con inconsciente ironía, por el nombre de un pez tan inofensivo y frívolo como era el delfín. Allá, en cambio — en Gran Allá—, había príncipes duros como el yunque, y príncipes que eran el leopardo, y príncipes que conocían el lenguaje de los árboles, y príncipes que mandaban sobre los cuatro puntos cardinales, dueños de la nube, de la semilla, del bronce y del fuego."
En El reino de este mundo, Carpentier establece un claro contrapunto entre la cultura occidental europea y las culturas de los esclavos negros, que veneran a reyes y dioses africanos. En el primer capítulo, Ti Noel, el protagonista, contempla un grabado de un rey africano expuesto en una tienda de libros y recuerda las enseñanzas de Mackandal, sacerdote vudú considerado el primer gran revolucionario de Haití. A ojos del joven esclavo, los reyes africanos poseen todas las cualidades positivas de las que los reyes europeos carecen.
"Todos sabían que la iguana verde, la mariposa nocturna, el perro desconocido, el alcatraz inverosímil, no eran sino simples disfraces. Dotado del poder de transformarse en animal de pezuña, en ave, pez o insecto, Mackandal visitaba continuamente las haciendas de la Llanura para vigilar a sus fieles y saber si todavía confiaban en su regreso. De metamorfosis en metamorfosis, el manco estaba en todas partes, habiendo recobrado su integridad corpórea al vestir trajes de animales. Con alas un día, con agallas al otro, galopando o reptando, se había adueñado del curso de los ríos subterráneos, de las cavernas de la costa, de las copas de los árboles, y reinaba ya sobre la isla entera. Ahora, sus poderes eran ilimitados. Lo mismo podía cubrir una yegua que descansar en el frescor de un aljibe, posarse en las ramas ligeras de un aromo o colarse por el ojo de una cerradura. Los perros no le ladraban; mudaba de sombra según le conviniera. Por obra suya, una negra parió un niño con cara de jabalí. De noche solía aparecerse en los caminos bajo el pelo de un chivo negro con ascuas en los cuernos. Un día daría la señal del gran levantamiento, y los Señores de Allá, encabezados por Damballah, por el Amo de los Caminos y por Ogún de los Hierros, traerían el rayo y el trueno, para desencadenar el ciclón que completaría la obra de los hombres. En esa gran hora —decía Ti Noel— la sangre de los blancos correría hasta los arroyos, donde los Loas, ebrios de júbilo, la beberían de bruces, hasta llenarse los pulmones."
Mackandal es perseguido tras haber estado envenenando a los colonos blancos durante meses. Sin embargo los grupos que baten el monte y la Llanura no pueden dar con él. Esto no sorprende a los esclavos negros, porque saben que el sacerdote vudú es capaz de transformarse en cualquier animal; por eso mismo leen en cualquier comportamiento anómalo de la naturaleza una señal de que allí está obrando el sacerdote. Estas creencias ponen en evidencia la conexión vital de las religiones que profesan los esclavos negros con la naturaleza y la tierra que los circunda. En la cita también se mencionan a tres dioses de Las Orillas que son venerados en Haití, Damballah, que representa el principio masculino de la naturaleza y se asocia a la serpiente, el Amo de los Caminos -Papá Legba -que es el protector del mundo espiritual y un mediador entre los humanos y los dioses, y Ogún de los Hierros, espíritu protector de los herreros, de la guerra y la tecnología. Como todo el relato articula la religión a partir de la mirada de Ti Noel, Carpentier no se detiene a explicar al lector quién es cada dios, sino que este es un trabajo que debe hacerse para completar todos los sentidos que el relato esboza.
"Aquella tarde los esclavos regresaron a sus haciendas riendo por todo el camino. Mackandal había cumplido su promesa, permaneciendo en el reino de este mundo. Una vez más eran birlados los blancos por los Altos Poderes de la Otra Orilla. Y mientras Monsieur Lenormand de Mezy, de gorro de dormir, comentaba con su beata esposa la insensibilidad de los negros ante el suplicio de un semejante —sacando de ello ciertas consideraciones filosóficas sobre la desigualdad de las razas humanas, que se proponía desarrollar en un discurso colmado de citas latinas— Ti Noel embarazó de jimaguas a una de las fámulas de cocina, trabándola, por tres veces, dentro de uno de los pesebres de la caballeriza."
En este pasaje que cierra la primera parte del libro se ponen de manifiesto las tensiones y las distancias entre la cosmovisión europea y las cosmovisiones de los esclavos negros de origen africano. Mientras que los blancos solo vieron a un pueblo impasible frente a la muerte del que fuera su guía en la sublevación, los esclavos consideran que Mackandal se ha salvado al transformarse en algún animal o insecto antes de morir en la hoguera. El pensamiento mágico que profesan está profundamente enraizado en la religión de los Loas y los Orillas que veneran. Como contracara, Monsieur Lenormand de Mezy solo puede leer en aquel comportamiento una insensibilidad frente al suplicio de los semejantes que se debe a la inferioridad de la raza negra, noción que, por supuesto, muestra el sesgo brutal y reduccionista del pensamiento occidental, que no puede figurarse el mundo más allá de los propios esquemas aprendidos.
"De pronto, una voz potente se alzó en medio del congreso de sombras. Una voz, cuyo poder de pasar sin transición del registro grave al agudo daba un raro énfasis a las palabras. Había mucho de invocación y de ensalmo en aquel discurso lleno de inflexiones coléricas y de gritos. Era Bouckman el jamaiquino quien hablaba de esta manera. Aunque el trueno apagara frases enteras, Ti Noel creyó comprender que algo había ocurrido en Francia, y que unos señores muy influyentes habían declarado que debía darse la libertad a los negros, pero que los ricos propietarios del Cabo, que eran todos unos hideputas monárquicos, se negaban a obedecer. Llegado a este punto, Bouckman dejó caer la lluvia sobre los árboles durante algunos segundos, como para esperar un rayo que se abrió sobre el mar. Entonces, cuando hubo pasado el retumbo, declaró que un Pacto se había sellado entre los iniciados de acá y los grandes Loas del África, para que la guerra se iniciara bajo los signos propicios."
Esta cita corresponde a un momento bisagra de la novela y de la historia de Haití: la reunión de un grupo de negros representantes de los esclavos de las haciendas con Boukman, un sacerdote vudú de origen jamaiquino, iniciador de la segunda sublevación contra la colonia francesa. La reunión se organiza tras la abolición de la esclavitud dictada en Francia por el Directorio Revolucionario, pero no se cumple realmente en las colonias, puesto que atenta contra los privilegios de los terratenientes blancos, quienes se declaran monárquicos y no reconocen la autoridad del Directorio. Por eso Boukman ha reaccionado congregando a los esclavos y realizando un pacto con ellos para organizar la sublevación. El pacto se realiza mediante un ritual vudú en el que los participantes beben la sangre de un cerdo recién sacrificado con el que se aseguran la protección de los Loas del África, es decir, de los dioses de la Otra Orilla a quienes veneran los esclavos negros de Haití.
"Todas las puertas de los barracones cayeron a la vez, derribadas desde adentro. Armados de estacas, los esclavos rodearon las casas de los mayorales, apoderándose de las herramientas. El contador, que había aparecido con una pistola en la mano, fue el primero en caer, con la garganta abierta de arriba a abajo, por una cuchara de albañil. Luego de mojarse los brazos en la sangre del blanco, los negros corrieron hacia la vivienda principal, dando mueras a los amos, al gobernador, al Buen Dios y a todos los franceses del mundo."
Esta cita corresponde al inicio de la sublevación en la hacienda de Monsieur Lenormand de Mezy. Los esclavos tiran abajo las puertas de los barracones en los que sus amos los encierran cada noche y se dirigen armados con las herramientas de labranza y albañilería contra la casa de los blancos. Monsieur Lenormand se encuentra, casualmente, fuera de su casa y puede observar el avance sin ser descubierto. El estilo plástico y visual de Carpentier muestra la escena en su total crudeza: los negros avanzando y usando la sangre del contador a modo de protección, y el griterío con que se dan ánimos y animan el odio y la furia que sienten por sus opresores.
"Algunos días después de pasar por el Canal de las Azores y contemplar, en la lejanía, las blancas capillas portuguesas de las aldeas, Paulina descubrió que el mar se estaba renovando. Ahora se ornaba de racimos de uvas amarillas, que derivaban hacia el este; traía agujones como hechos de un cristal verde; medusas semejantes a vejigas azules, que arrastraban largos filamentos encarnados; peces dientusos, de mala espina, y calamares que parecían enredarse en velos de novia de difusas vaguedades. Pero ya se había entrado en un calor que desabrochaba a los brillantes oficiales, a los que Leclerc, para poder hacer otro tanto, dejaba andar despechugados, con las casacas abiertas."
Esta cita corresponde a la llegada de Paulina Bonaparte al Caribe, y es especialmente rica por la descripción que se hace del mar como una entrada al nuevo mundo que va a conocer la hermana de Napoleón. Las imágenes visuales construyen un escenario onírico, marcado por lo exótico y el calor que resulta sofocante para los franceses. Frente a estas imágenes y a las bellezas naturales de Haití, Paulina queda fascinada por aquella tierra que se cobrará la vida de su marido.
"Sobre un fondo de montañas estriadas de violado por gargantas profundas se alzaba un palacio rosado, un alcázar de ventanas arqueadas, hecho casi aéreo por el alto zócalo de una escalinata de piedra. A un lado había largos cobertizos tejados, que debían de ser las dependencias, los cuarteles y las caballerizas. Al otro lado, un edificio redondo, coronado por una cúpula asentada en blancas columnas, del que salían varios sacerdotes de sobrepelliz. A medida que se iba acercando, Tí Noel descubría terrazas, estatuas, arcadas, jardines, pérgolas, arroyos artificiales y laberintos de boj. Al pie de pilastras macizas, que sostenían un gran sol de madera negra, montaban la guardia dos leones de bronce. Por la explanada de honor iban y venían, en gran tráfago, militares vestidos de blanco, jóvenes capitanes de bicornio, todos constelados de reflejos, sonándose el sable sobre los muslos. Una ventana abierta descubría el trabajo de una orquesta de baile en pleno ensayo. A las ventanas del palacio asomábanse damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por el talle demasiado alto de los vestidos a la moda. En un patio, dos cocheros de librea daban esponja a una carroza enorme, totalmente dorada, cubierta de soles en relieve. Al pasar frente al edificio circular del que habían salido los sacerdotes, Ti Noel vio que se trataba de una iglesia, llena de cortinas, estandartes y baldaquines, que albergaba una alta imagen de la Inmaculada Concepción."
Este pasaje corresponde a la descripción de Sans-Souci, el palacio edificado al estilo europeo por Henri Christophe para albergar su corte. La descripción que hace Carpentier de aquel prodigio es fascinante, y maravilla tanto al lector como habrá maravillado al propio escritor durante la visita que realizó en 1943. Algunas imágenes que Carpentier coloca en la extensa presentación del palacio le otorgan un aire de fantasía, entre evanescente y feerico, que contribuye al desarrollo de lo real maravilloso en la obra: este palacio de tanto lujo y de arquitectura tan europea contrasta con el clima y la vegetación exuberante de Haití, y está además habitado por una corte de negros que imitan la pompa de los reyes europeos. La suma de todas estas partes construyen un cuadro magnífico de lo real maravilloso, sólo igualado por las descripciones de la fortaleza de La Ferrière.
"En la cima del Gorro del Obispo, hincada de andamios, se alzaba aquella segunda montaña —montaña sobre montaña— que era la Ciudadela La Ferrière. Una prodigiosa generación de hongos encarnados, con lisura y cerrazón de brocado, trepaba ya a los flancos de la torre mayor —después de haber vestido los espolones y estribos—, ensanchando perfiles de pólipos sobre las murallas de color de almagre. En aquella mole de ladrillos tostados, levantada más arriba de las nubes con tales proporciones que las perspectivas desafiaban los hábitos de la mirada, se ahondaban túneles, corredores, caminos secretos y chimeneas, en sombras espesas. Una luz de acuario, glauca, verdosa, teñida por los helechos que se unían ya en el vacío, descendía sobre un vaho de humedad de lo alto de las troneras y respiraderos. Las escaleras del infierno comunicaban tres baterías principales con la santabárbara, la capilla de los artilleros, las cocinas, los aljibes, las fraguas, la fundición, las mazmorras. En medio del patio de armas, varios toros eran degollados, cada día, para amasar con su sangre una mezcla que haría la fortaleza invulnerable. Hacia el mar, dominando el vertiginoso panorama de la Llanura, los obreros enyesaban ya las estancias de la Casa Real, los departamentos de mujeres, los comedores, los billares. Sobre ejes de carretas empotrados en las murallas se afianzaban los puentes volantes por los cuales el ladrillo y la piedra eran llevados a las terrazas cimeras, tendidas entre abismos de dentro y de fuera que ponían el vértigo en el vientre de los edificadores. A menudo un negro desaparecía en el vacío, llevándose una batea de argamasa. Al punto llegaba otro, sin que nadie pensara más en el caído. Centenares de hombres trabajaban en las entrañas de aquella inmensa construcción, siempre espiados por el látigo y el fusil, rematando obras que sólo habían sido vistas, hasta entonces, en las arquitecturas imaginarias del Piranese."
La descripción de La Ferrière es, quizás, la más lograda de toda la novela y un excelente ejemplo del estilo barroco que ostenta Carpentier. En ella las imágenes visuales despliegan un mundo de formas, colores y texturas que trasportan al lector directamente a la montaña y a la ciudadela y pasman sus sentidos. Como Sans-Souci, los calificativos que Carpentier utiliza también dotan a La Ferrière de un cierto aire maravilloso, insólito: el color de la roca, la luz verdosa que es teñida por los helechos que ya crecen en la piedra, las nubes que cubren parte de la estructura, son todos elementos que contribuyen a esa sensación de estar frente a un portento único e irrepetible.
Por otra parte, Carpentier explica que Henri Christophe hace sacrificar cada día una recua de toros para preparar con su sangre la argamasa que los albañiles utilizan en la muralla, convencido de que esto dotará a la fortaleza de una resistencia invencible en caso de que sea atacada por colonos blancos. Esta desproporción del sueño de Henri Christophe es otra característica propia y fundamental de lo real maravilloso.
"Pero, en ese momento, la noche se llenó de tambores. Llamándose unos a otros, respondiéndose de montaña a montaña, subiendo de las playas, saliendo de las cavernas, corriendo debajo de los árboles, descendiendo por las quebradas y cauces, tronaban los tambores radás, los tambores congos, los tambores de Bouckman, los tambores de los Grandes Pactos, los tambores todos del Vodú. Era una vasta percusión en redondo, que danzaba sobre Sans-Souci, apretando el cerco. Un horizonte de truenos que se estrechaba. Una tormenta, cuyo vórtice era, en aquel instante, el trono sin heraldos ni maceros. El rey volvió a su habitación y a su ventana. Ya había comenzado el incendio de sus granjas, de sus alquerías, de sus cañaverales. Ahora, delante de los tambores corría el fuego, saltando de casa a casa, de sembrado a sembrado. Una llamarada se había abierto en el almacén de granos, arrojando tablas rojinegras a la nave del forraje. El viento del norte levantaba la encendida paja de los maizales, trayéndola cada vez más cerca. Sobre las terrazas del palacio caían cenizas ardientes."
Los tambores, el medio de comunicación entre los esclavos negros y luego los negros libertos, son un motivo recurrente a lo largo de toda la obra. En este pasaje anuncian el saqueo de Sans-Souci y la sublevación contra Henri Christophe, autoproclamado rey de Haití. Las imágenes sensoriales se suceden a lo largo de todo el pasaje y se van cerrando y comprimiendo -al igual que los negros sublevados -en torno de Sans-Souci. Henri Christophe comprende que nada puede hacer si es su propio pueblo el que se rebela y clama por su sangre, por lo que termina suicidándose de un disparo en la sien.
"Ti Noel subió sobre su mesa, castigando la marquetería con sus pies callosos. Hacia la ciudad del Cabo el cielo se había vuelto de un negro de humo de incendios como la noche en que habían cantado los caracoles de la montaña y de y de la costa. El anciano lanzó su declaración de guerra a los nuevos amos, dando orden a sus súbditos de partir al asalto de las obras insolentes de los mulatos investidos. En aquel momento, un gran viento verde, surgido del Océano, cayó sobre la Llanura del Norte, colándose por el valle del Dondón con un bramido inmenso. Y en tanto que mugían toros degollados en lo alto del Gorro del Obispo, la butaca, el biombo, los tomos de la enciclopedia, la caja de música, la muñeca, el pez luna, echaron a volar de golpe, en el derrumbe de las últimas ruinas de la antigua hacienda. Todos los árboles se acostaron, de copa al sur, sacando las raíces de la tierra. Y durante toda la noche, el mar, hecho lluvia, dejó rastros de sal en los flancos de las montañas. Y desde aquella hora nadie supo más de Ti Noel ni de su casaca verde con puños de encaje salmón, salvo, tal vez, aquel buitre mojado, aprovechador de toda muerte, que esperó el sol con las alas abiertas: cruz de plumas que acabó por plegarse y hundir el vuelo en las espesuras de Bois Caimán."
Con estas imágenes finaliza Carpentier El reino de este mundo. En ellas destacan las imágenes visuales de la tormenta que se abate sobre la Llanura. En verdad, Carpentier describe -aunque no lo diga -un potente huracán azotando la isla. En medio del huracán, los toros degollados por Henri Christophe vuelven a bramar y el mundo parece invertirse: los árboles dan sus copas contra el piso y levantan sus raíces, todos los objetos de la corte de Sans-Souci vuelan por los aires y lo poco que queda de la hacienda termina por derrumbarse por completo. Tras la tormenta, de Ti Noel no quedan rastros, aunque el buitre que busca la carne de un cuerpo muerto parece indicar al lector la muerte del viejo negro.