La noción de lo real maravilloso aparece por primera vez esbozada como concepto por Carpentier en el prólogo de El reino de este mundo, novela publicada en 1949. Esta novela nace como consecuencia de un viaje que el escritor realiza a Haití en 1943 y que lo marca profundamente. En Haití, Carpentier pudo visitar las ruinas del reino de Henri christophe, el palacio de Sans-Souci y la fortaleza de La Ferrière, como así también la ciudad del Cabo y el palacio en el que vivió una temporada Paulina Bonaparte. De toda aquella experiencia y de su aprendizaje sobre las creencias de los haitianos carpentier sintió la necesidad de reflexionar profundamente sobre aquella maravillosa realidad y de contraponerla al concepto europeo de lo maravilloso que, desde su punto de vista, está agotado en sus posibilidades literarias.
En el prólogo de la novela, entonces, Carpentier advierte al lector sobre el agotamiento creativo de la literatura concebida como “maravillosa” por el europeo de los últimos siglos y nos muestra cómo el pensamiento europeo colapsa cuando intenta aprehender la realidad exuberante de Latinoamérica. Para él, lo maravilloso se genera cuando se produce una alteración de la realidad -el milagro -o una revelación particular y privilegiada de la realidad, como si se tratase de una iluminación inhabitual de las riquezas de la realidad que en lo cotidiano pasan inadvertidas, o de una ampliación de las escalas y de las categorías con las que se piensa lo cotidiano.
A la realidad latinoamericana le corresponde otra concepción de lo maravilloso, no una que se desprende de las fantasías remanidas que heredamos de la cultura europea, sino la maravilla encarnada en la realidad desproporcionada de nuestro continente. Así, anclada en lo real y no salida del escritorio de un literato o un filósofo, es como se le aparece a Carpentier la noción de lo real maravilloso, como lo expresa en su prólogo:
Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La Ferrière, obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada por las Prisiones Imaginarias del Piranese. Había respirado la atmósfera creada por Henri Christophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún llevados. (pp. 7-8)
Esta última es la idea de lo real maravilloso que encontramos en muchas de las novelas latinoamericanas: historias de grandes sagas familiares que hunden sus raíces en la tierra y la cultura, en las cuales los hechos desmesurados cobran un tinte maravilloso, no por mera imaginación del escritor o la escritora, sino como manifestación pura de la maravilla inmanente a una tierra poblada de cosmogonías centenarias en diálogo forzoso y forzado con el pensamiento colonial europeo.