Ser tragado por la tierra (Motivo)
Desde el título de esta novela se menciona la acción de ser tragado por la tierra. Esta es una alusión a un castigo sancionado en “Números”, del Antiguo Testamento, en el que Dios desata su ira sobre aquellos que rechazan las evidencias de su existencia haciendo que la tierra se abra y los arroje a su interior. Este motivo es recurrente en la novela, así como también esa sensación de que, a pesar de estar haciendo lo correcto, el pueblo chicano vive una injusticia tras otra y es castigado sin motivo, “como enterrados en la tierra” (107).
A su vez, en el título de la novela de Rivera, los puntos suspensivos con los que se inicia la frase señalan la elipsis de la acción previa: no sabemos qué es lo que sucedió antes. Lo único que sabemos es que, finalmente, no se desata el castigo que implica ser tragado por esa tierra que los personajes de la obra, trabajadores agrícolas, labran para vivir. La conjunción “y”, que usualmente tiene valor copulativo, aquí puede también interpretarse con valor adversativo: a pesar de eso que no se dice, pero se alude en los puntos suspensivos, la tierra decide no tragarse a esa persona.
En el relato homónimo a la novela, esta idea aparece de forma reiterada. Primero, a partir de las quejas del niño que sufre por la enfermedad del padre y se pregunta: “¿Por qué es que nosotros estamos aquí como enterrados en la tierra?” (107) o “¿Por qué nosotros nomás enterrados en la tierra como animales sin ningunas esperanzas de nada?” (108). Cuando la insolación enferma a su hermanito más pequeño, también obligado a trabajar para la subsistencia familiar, el niño otra vez expresa su ira: “¿Por qué? Tiene que trabajar como un burro enterrado en la tierra” (110). Así, la narración produce comparaciones entre los chicanos y los animales de carga, estableciendo que los primeros están siendo castigados, a medio enterrar en la misma tierra que se dedican a trabajar día a día.
A pesar de las advertencias maternas al respecto, el enojo y la impotencia que dominan al niño lo llevan a insinuar que Dios no existe: “Ay, hijo, no hables así. No hables contra la voluntad de Dios. M´hijo, no hables así por favor. Que me das miedo” (108). Luego a maldecirlo, aunque eso lo hace temer el castigo: “Por un segundo vio que se abría la tierra para tragárselo. Luego se sintió andando por tierra bien apretada, más apretada que nunca” (111). Así, el niño se sorprende al ver que la tierra, a pesar de todo, no se abre para castigarlo. Al otro día, satisfecho, sabiendo que aún no es el momento del fin, la patea y le anuncia: “Todavía no, todavía no me puedes tragar. Algún día, sí. Pero yo ni sabré” (ibid.). Con ello alude, por fin, al día de su muerte.
La pérdida de la cordura (Motivo)
Varios son los personajes que tienen episodios vinculados con la pérdida de la razón o que temen que esto les suceda. Este es un motivo recurrente en la novela y está relacionado con los acontecimientos que los personajes viven, como el desarraigo y el choque cultural, y cómo estos hechos afectan su psiquis.
Uno de los personajes en lo que esto más se evidencia y de manera más reiterativa es en el niño protagonista que abre y cierra la novela. Al principio, este personaje está atribulado porque siente que no puede organizar sus pensamientos y que, incluso, se le pierden las palabras para hacerlo, como si no contara con un lenguaje apropiado para pensar. Escucha voces y atraviesa una suerte de desdoblamiento, en el que, sin darse cuenta, se llama a sí mismo. Al final de la novela, aunque vemos que ha logrado dar forma y organización a sus recuerdos, su pérdida de juicio es evidente, incluso, para los otros. Una vecina, que lo descubre acostado debajo de la casa, dice: “Pobre familia. Primero la mamá, y ahora éste. Se estará volviendo loco. Yo creo que se le está yendo la mente” (161).
La novela se cierra con una imagen que podría ser indicio de un trastorno de despersonalización: el niño se trepa a un árbol e imagina que una palma que su vista encuentra en el horizonte es otra persona que, como él, está trepado en lo alto, viéndolo y saludándolo.
Otros personajes que manifiestan indicios de locura o de trastornos mentales son la madre de “La noche buena”, que por lo que menciona la vecina de “Debajo de la casa” es, quizás, la madre del niño protagonista: ella sufre trastornos de pánico o de ansiedad en lugares colmados de gente y atestados de objetos, luces y ruidos. Del viejo patrón de “Los niños no se aguantaron”, se dice que se ha vuelto loco al perder todo su dinero tras el asesinato del niño. La mujer que en la segunda viñeta asiste a la espiritista le ruega que le dé noticias sobre su hijo porque peligra su estado mental: “Ya me estoy volviendo loca nomás a piense y piense en eso” (81). El niño que invoca al diablo en “La noche estaba plateada”, reflexiona sobre aquellos que se vuelven locos al invocar al demonio. La pérdida de razón también se produce por grandes ingestas de alcohol, como le sucede a la americana abandonada por su esposo que provoca el accidente automovilístico en el que mueren dieciséis personas.
La culpa (Motivo)
La culpa se relaciona con las imposiciones de la doctrina religiosa y con el temor a decir o hacer alguna acción que ofenda a Dios. Además, se vincula también con el choque cultural que supone para los chicanos adaptarse al nuevo sitio, sobre todo para los niños. Ante la numerosa serie de desgracias que experimentan los personajes, sienten una culpa los hace dudar sobre qué deben hacer o cómo comportarse, así como sentir temor por las consecuencias de sus acciones. En algunas oportunidades, los adultos se muestran sumisos ante las injusticias debido al temor y la culpa. Esto se comprueba, sobre todo, con las madres de “...y no se lo tragó la tierra” y “La noche buena”.
El niño de “Es que duele” es expulsado de la escuela por haberse defendido de los golpes que le propina un compañero. Él sabe que no tiene la culpa de lo sucedido: “Pero la culpa no fue toda mía. Ya me andaba por ir para fuera. Cuando estaba allí parado en el escusado él fue el que me empezó a hacer la vida pesada” (88). Sin embargo, el camino de regreso a su casa se le torna largo y no sabe qué hacer, porque se siente apesadumbrado y con culpa por lo sucedido, debido a la decepción que experimentarán sus padres: “Ya no me van a poder preguntar que qué voy a ser cuando sea grande” (91).
El niño de “...y no se lo tragó la tierra” maldice a Dios ante la incomprensión de las injusticias que le suceden a su familia y, con ello, la culpa vuelve a ocupar un lugar central: “Papá, mamá y éste, mi hermanito, ¿qué culpa tienen de nada?” (110). En esta línea, el niño de “La mano en la bolsa” siente culpa por hechos que no ha cometido y de los que lo han hecho cómplice sin su consentimiento para aprovecharse de él.
El niño que toma la primera comunión está muy preocupado por la confesión de sus pecados, teme olvidarse alguno y ser condenado al infierno. Hay muchas cosas que, debido a su corta edad, aún no comprende, como, por ejemplo, los pecados de la carne de los que le habla la monjita en catequesis. Cuando sorprende a la pareja haciendo el amor a través de la ventana de la sastrería, el niño siente una culpa que lo acobarda: “Me sentía más y más como que yo había cometido el pecado del cuerpo” (116). Esta visión y este conocimiento le llenan la mente de imágenes: imagina a todos a su alrededor desnudos y con los gestos que vio en la pareja: “Parecía sentirme como que me ahogaba” (117).
Estas culpas sinceras contrastan con la culpa fingida o de la que carecen por completo aquellos que actúan como dominantes: los patrones, los guardias de seguridad, las autoridades escolares e, incluso, los villanos de “La mano en la bolsa”, que asesinan al “mojado”. Por ejemplo, el patrón que mata al niño en “Los niños no se aguantaron” es absuelto del homicidio y, según lo que se comenta, su locura se debe a la pobreza en la que queda sumido luego de los hechos.
Los relatos (Símbolo)
En el texto que abre la novela y en el que la cierra, se menciona un periodo de tiempo transcurrido en la vida del personaje: un año. Al principio, este tiempo es un año que siente perdido, porque no es capaz de ordenar los sucesos de su vida, entenderlos por completo ni ponerlos en palabras. Al final, luego de organizarlos y sentirse satisfecho por conocerse más a sí mismo, y a pesar de todas las dificultades pasadas, el año perdido se torna un año recobrado a través de sus memorias:
Se sintió contento de pronto porque […] se dio cuenta de que en realidad no había perdido nada. Había encontrado. Encontrar y reencontrar y juntar. Relacionar esto con esto, eso con aquello, todo con todo. Eso era. Eso era todo. Y le dio más gusto (161).
Con este cierre, la novela se constituye como tal, ya que las historias se confirman como partes integrantes de una totalidad constituida por los recuerdos y experiencias de ese niño, y no como relatos dispersos, solo vinculados por cierta temática en común. Es significativo, entonces, el hecho de que sean doce los relatos titulados que se ubican entre el texto de apertura y de cierre. Al componer todos ellos ese año de experiencia, simbólicamente, cada uno representa un mes de ese periodo de tiempo, que, además, se cierra con la idea de ciclo que volverá a comenzar con otro año y nuevas experiencias: “Yo creo que hoy quería recordar este año pasado. Y es nomás uno. Tendré que venir aquí para recordar los demás” (160).
Al respecto, la crítica María Graciela Adámoli sostiene que
Existen catorce historias, doce de las cuales se corresponden simbólicamente con los meses del año, las otras dos piezas —la primera y la última en el texto: “EI año perdido” y “Debajo de la Casa”— cumplen una clara función enmarcatoria, y están acompañadas por trece viñetas o fragmentos interpolados a continuación de cada uno de los doce episodios, todo ello dentro de un argumento relativamente unificado (1998).
El árbol (Símbolo)
En dos situaciones distintas el protagonista se sube a la copa de un árbol. Esto pasa tanto en “Primera Comunión” como en “Debajo de la casa”. Este árbol alude al árbol bíblico, el “árbol de la ciencia del bien y del mal” que está en el Jardín del Edén, cuyo fruto tienta a Adán y a Eva y provoca su expulsión del paraíso. El árbol, por lo tanto, simboliza el conocimiento. En la novela, la acción de treparse a él, en esas dos ocasiones, está vinculada con dos momentos en los que el protagonista alcanza cierto grado de sabiduría y de interpretación de su realidad: primero, está relacionado con la religión; luego, con su identidad y la realidad en la que está inmerso.