Los sonidos de la ciudad
Cuando María, la protagonista de “La noche buena”, padece un ataque de pánico en el centro de la ciudad, se disparan en ellas sensaciones vinculadas con el entorno que la rodea. Estas sensaciones se describen mediante distintas imágenes sensoriales, sobre todo, auditivas: “Le entraron ganas de regresarse, pero alguien la empujó hacia el centro y los oídos se le llenaban más y más de ruido” (136). Estar allí la atemoriza y le provoca mucha ansiedad, lo cual se ve reflejado en la forma en la que se amplifican los sonidos:
Oía el movimiento y el pitido de los trenes y esto la desconcertaba. No se animaba a cruzar los rieles. Parecía que cada vez que se animaba se oía el pitido de un tren y se volvía a su lugar […]. Las aceras estaban repletas de gente y se le empezaban a llenar los oídos de ruido, un ruido que después de entrar no quería salir (136).
A medida que el miedo de la mujer aumenta, el sonido real de las cosas que la rodean se torna fantástico e hiperbólico, al punto de que comienzan a emitir sonidos objetos inanimados:
El ruido y la apretura de la gente era peor. Le entró más miedo y ya lo único que quería era salirse de la tienda, pero ya no veía la puerta. Sólo veía cosas sobre cosas, gente sobre gente. Hasta oía hablar a las cosas (137).
El asesinato del niño
Una imagen cruenta, por la violencia ejercida sobre la víctima y los distintos símiles utilizados, es la del asesinato del chico en “Los niños no se aguantaron”. Cuando el niño es descubierto por el patrón de la finca mientras toma agua del estanque para las vacas, el hombre se propone asustarlo en una actividad que se asemeja a una cacería: “Se arrastró por el suelo hasta que consiguió la carabina” (80). Así, cual cazador en busca de su presa a la que va a tomar en cuanto esté desprevenida, se acerca con la intención de dar un disparo y asustarlo. Sin embargo, la bala que dispara impacta en la cabeza del menor, por lo que, tras apretar el gatillo, solo ve “al niño con el agujero en la cabeza” (ibid.). En lugar de escapar, como los animales que acostumbra cazar el hombre, el pobre niño queda tendido en el agua, que se tiñe de color rojo: “Ni saltó como los venados, sólo se quedó en el agua como un trapo sucio y el agua empezó a empaparse de sangre” (ibid.).
El coito de los amantes
En “La primera comunión”, el niño, a minutos de obtener el sacramento de la comunión y mientras espera que abra la iglesia, ve por la ventana de un local aledaño una escena que lo aturde: se trata de dos personas desnudas y entrelazadas sobre el suelo, que mantienen relaciones sexuales, ríen y gimen placenteramente: “Estaban desnudos y bien abrazados en el piso sobre unas camisas y vestidos” (116). El protagonista del relato ve la imagen a través de un marco: “Me asomé por la ventanita que tenía la puerta. Ellos no me vieron pero yo sí” (ibid.). Esa imagen no se le quita de la mente en toda la historia: “No se me quitaba de la vista aquella mujer y aquel hombre en el piso” (ibid.). Horas después, esa imagen sigue volviendo reiterativamente a su mente.
El accidente de tránsito
En la décima viñeta, un accidente de tránsito con consecuencias fatales se anuncia en el pueblo por los diferentes sonidos que emanan de los transportes, conducidos por personal de seguridad y de salud, que acuden al rescate: “Se oyó primero el pitido del tanque del agua, después se oyeron las apagadoras y luego al ratito la ambulancia” (131).
La imagen del accidente fatal entre un auto conducido por una persona alcoholizada y un camión que transporta trabajadores, “que todavía se estaba quemando” (131), deja como saldo la suma de dieciséis muertos. Varias personas no consiguen saltar “para fuera de la caja” (ibid.) del vehículo, por lo que quedan atrapadas allí. Esta imagen queda grabada en la memoria de los testigos que presencian la tragedia espantados por las víctimas que corren por el monte: “Los que vieron el choque dijeron que se había encendido luego luego y que habían visto a unos pobres correr por el monte con el cabello en llamas” (ibid.).