Resumen
Emilia abre los ojos de su kentuki y ve a Eva acompañada de un hombre. Ambos están desnudos, preparando un desayuno. No sabe si moverse o no, y tampoco quiere dejar a Eva sola con ese hombre, quien le parece peligroso. Cuando Eva entra a ducharse, el hombre toma dinero de su billetera. Como, al ver esto, Emilia mueve al kentuki, el hombre la toma y está por sumergirla bajo el chorro de agua de la pileta cuando aparece Eva.
Emilia los ve y escucha desayunar. El traductor solo funciona con Eva, así que no entiende las preguntas de él, pero sí las respuestas de ella. Cuando Eva afirma que sí, que hay alguien detrás del kentuki que observa desde una cámara, el hombre deja de sonreir y mira “a Emilia a los ojos” (p.90).
Marvin hace salir a su dragón del local. Quiere llegar a la nieve, pero sabe que está a kilómetros de distancia. Camina hasta que alguien lo levanta y lo mete en un bolso. No ve nada, y en su casa Marvin es llamado a comer por su padre. Pronto, el dragón aparece en un gran salón. Lo rodean otros kentukis y el chico que había escrito “¡Liberen al kentuki!” en la vidriera. Este le habla, pero el padre vuelve a gritarle a Marvin, quien apaga la tablet y baja a comer. Más tarde, el chico recuerda que su kentuki quedó lejos de su batería, y que, si esta se agotara, perdería la vida.
Grigor ya vendió veintitrés “conexiones de kentukis prestablecidas” (p.95). Le quedan unas cincuenta conexiones más. Las controla mientras realiza los informes sobre qué tipo de experiencia ofrece cada una. También sigue comprando códigos y tablets en donde conectarlos. Los códigos de conexión están más caros que los kentukis mismos: es más la gente que busca mirar que la que quiere exponerse.
Grigor precisa ayuda (él solo puede controlar seis o siete conexiones al mismo tiempo), pero su padre no comprende los aparatos y no tiene a nadie más de confianza.
Con una de sus conexiones, Grigor tiene una experiencia horrible. El kentuki está en una casa en Cartagena de Indias, su “amo” es supuestamente un niño pero muchas veces es un hombre extraño el que mueve al kentuki, poniéndolo en lugares exóticos: escondido cerca de un inodoro o frente a la cama de una pareja que tiene sexo. Un día, ese hombre le pone una venda al kentuki. Grigor puede aún escuchar y sabe que está siendo transportado en un auto. Cuando le quitan la venda, está dentro de una jaula, en un gran galpón, llena de pollitos cuyos picos fueron arrancados, que chillan de dolor y se lastiman desesperadamente unos a otros. Grigor desconecta de golpe la conexión.
Claudio llega a Buenos Aires para visitar a su tío en su lecho de muerte. Reconoce la base cargador de un kentuki y recuerda que unos meses atrás él se lo compró desde Tel Aviv y se lo envió. No habló con su tío desde entonces.
La enfermera le explica a Claudio que su tío no pasará de la noche. Él intenta hablar con su tío, pero este solo señala al balcón con desesperación, y luego fallece. Al rato, Claudio encuentra una lata de metal en la mesa de luz. Adentro hay cartas en árabe o hebreo, entre cuyas líneas Claudio puede reconocer el nombre de su tío. También hay fotos: muestran a un niño sonriente de doce años, junto a sus padres y a distintos objetos que el tío de Claudio le fue regalando. En la última foto, el niño sonríe tocando el órgano Yamaha del tío.
Claudio se asoma al balcón y ve, en el suelo, siete pisos abajo, al kentuki roto en pedazos.
Alina continúa su rutina. Mantiene su decisión de no hablarle al kentuki. Un día, está tomando sol boca abajo cuando Coronel Sanders pasa por debajo de la reposera y le roza un seno suavemente. Alina se levanta y se encierra en su habitación. Poco después oye al kentuki golpeando la puerta y se imagina a un viejo baboso al otro lado del aparato. Siente asco. Sin embargo, abre rápido la puerta, le muestra los senos al kentuki y le pregunta si quiere tocarlos. Luego busca en su teléfono un video porno de gente con kentukis y reproduce uno especialmente perverso. Acomoda al Coronel Sanders de modo que no pueda moverse y le deja enfrente el video reproduciéndose. Luego sale de la casa.
Cuando vuelve, el kentuki ya no está. Ella se da cuenta de que Sven pasó por allí. Más tarde, Alina visita el taller de su novio, donde encuentra varias cajas de kentuki vacías.
Hace un tiempo que Míster, el topo kentuki que habita en casa de Enzo, se mantiene lejos del padre de Luca. Enzo piensa que le puede haber molestado que haya intentado hablar con él por teléfono. Míster, sin embargo, sí suele aparecer cuando Enzo prende el noticiero. Últimamente hay muchas noticias sobre kentukis.
Cuando su ex-mujer llega para buscar a Luca, le pide a Enzo que desactive el kentuki: salieron a la luz muchos casos de pedófilos detrás de los aparatos, y no quiere a ninguno cerca de su hijo. A Enzo le parece absurdo pensar eso sobre Míster.
Análisis
Cada una de las historias que narra la novela posee un tono propio, de acuerdo al tipo de subjetividad de los personajes que la componen y las condiciones que ofrecen los dispositivos. Las historias de kentukis pueden ser tiernas o completamente siniestras, y esto depende de la humanidad de los personajes, pero también de la comunicación, bastante unilateral, que permite el medio (quienes controlan los muñecos ven y oyen todo lo que sucede en su entorno, aunque no pueden reproducir sonido).
A la manera en que lo hacen los perros u otras mascotas, en algunos casos los kentukis adoptan la función de garantizar la seguridad de sus amos. Este es el caso de Emilia, que, como un animal doméstico desconfiado, mantiene su mirada clavada en la nueva visita en la casa. Ella, en la piel de su coneja, intenta acompañar a Eva, no dejarla sola un instante, pero el hombre la levanta del suelo, no sabiendo del todo si sospechar del peluche o no, sin poder confirmar que este es un testigo capaz de delatar lo que ve. Esta relación amo-mascota que instala, en gran medida, el formato animal del peluche, plantea una cuestión interesante, y es que, al parecer, hay más cosas en común entre las mascotas y la tecnología de lo que podría asumirse. Aquello en lo que se convierte una mascota o un dispositivo obedece menos a cuestiones intrínsecas que al tratamiento que le dé el humano a cargo y lo que este proyecte en él. Así como un perro no nace violento, sino que es criado de esa forma o bien copia la conducta de su amo, la tecnología tampoco es buena o mala por sí misma, sino que quien la convierte en una herramienta para el bien o para el mal es el humano que hace uso de ella. Esta misma asociación se refleja en el símil que utiliza la voz narrativa para describir por qué alguien preferiría comprar una conexión previamente establecida, como las que ofrece Grigor, antes que dejar eso librado al azar: “Era como comprar un cachorrito sabiendo quién lo había cuidado hasta entonces y qué tan bien se había portado” (p.97).
Una propiedad del kentuki muy asociable al de la mascota (o al del animal en general) es su incapacidad de expresarse por vía del lenguaje. El vínculo entre el “ser” y el “amo” del kentuki es limitado en este aspecto, y la comunicación con palabras solo es posible por vía de técnicas bastante rudimentarias, como que el muñeco se mueva sobre un tablero con letras del alfabeto, o que el amo coloque frente a la cámara un teléfono o dirección de mail. Uno de los personajes de la novela, Alina, se pregunta por el motivo de esta dificultad, por la elección de la no bidireccionalidad de la comunicación en los kentukis. Y esboza una respuesta: “Un ”amo” no quiere saber lo que opinan sus mascotas” (p.29). Nuevamente aparece, entonces, el concepto del anonimato del observador como un aspecto positivo, un atributo que fomenta o posibilita la exposición antes que condicionarla. Esta cuestión pone en escena un aspecto identificatorio de la sociedad contemporánea que Schweblin está eligiendo representar: el aislamiento, la soledad y el individualismo en que devinieron las sociedades actuales trajeron aparejado un profundo egocentrismo y una incomodidad en relación con la otredad. Esta tendencia aparece encarnada en Alina, quien goza de negar entidad a ese otro con el que comparte largas horas del día, y, por lo tanto, encuentra positivo que ese otro no tenga prácticamente manera de manifestarse. Muchas personas de esta era solo ven espacio para los propios sentimientos, la propia vida, parece decir Schweblin. Quienes se exponen buscan ser oídos, vistos, admirados, sin importar quién es ese otro que admira.
Este aspecto del personaje de Alina y de la relación que ella establece con el kentuki funciona como una suerte de retrato crítico del fenómeno de las redes sociales en la actualidad. En la red Instagram, por ejemplo, muchas personas se exponen en videos y fotos frente a millones de "seguidores", a quienes les hablan con tono de intimidad, aunque no tengan la menor idea de quiénes son estas personas ni les interese saber qué piensan o sienten. De hecho, el carácter anónimo de los seguidores en redes sociales funciona muchas veces como signo de éxito o fama: no es lo mismo ser admirado por unas pocas personas a las que se conoce que por una masa desconocida. En esta novela, el elemento kentuki vendría a reproducir ese carácter anónimo del observador, pero reduciendo la interacción a dos individuos. Este aspecto del kentuki es quizás el más tensionante de la novela, y en el cual se erige la originalidad de Schweblin al establecer su crítica: es fácil ignorar a miles de espectadores anónimos, pero, ¿qué pasa si solo una esa persona desconocida espía nuestra vida? ¿cuánto tiempo podemos estar sin interesarnos en absoluto por su identidad?
Por otra parte, el arco narrativo protagonizado por Alina es el que más crudamente pone en escena una problemática social característica de nuestra contemporaneidad: el modo en que algunas personas descargan toda su frustración, ansiedad y hasta crueldad, consecuencias de cuestiones de su vida privada, en el universo virtual y público (o en sus mascotas, también). Alina se siente insegura, irrealizada, vacía, y envidia profundamente la seguridad, la autosuficiencia y la tranquilidad con que Sven se desplaza por la vida. Esto le produce, además de celos, muchísima angustia, en tanto la pareja está lejos de mantener una buena interacción y comunicación. Alina no puede enfrentar a su novio, decirle cómo se siente ni pedirle consuelo. Reprime todas estas emociones, y la frustración crece dentro de ella, expandiéndose. Finalmente, encuentra un elemento en el cuál sí puede volcar su odio: un kentuki, un aparato parecido a una mascota, con el cual puede descargarse sin ver las consecuencias de sus actos (al menos, eso cree en este momento). En principio, Alina procura condenar al kentuki a la indiferencia (algo similar a lo que Sven hace con ella), pero luego descubre algo que la hace sentir aún más poderosa: exhibirse ante él (a sí misma u otra cosa, como un video) de una forma violenta. Lo que justifica el gesto es, por un lado, la esperanza de que quizás esto llegue a Sven y le produzca celos; por el otro, la voluntad de demostrar que es ella quien está en situación de poder frente al aparato que pretende hurgar en su intimidad: ella no será vista desnuda sin quererlo, como lo haría alguien que es víctima de un acosador, sino en plena conciencia y decisión de sus actos exhibitorios, e incluso condenando al observador a ver lo que no quiere ver. A medida que las semanas se suceden, Alina se siente cada vez más sola, y la pareja está cada vez peor. Entonces, la mendocina comienza a torturar al kentuki. Así, el cuervo se va convirtiendo, también, en algo horroroso; sus transformaciones funcionan como una proyección de la situación mental y emocional de Alina, y de la relación que mantiene con su novio.
Uno de los elementos comunes en la obra literaria de Schweblin es lo perverso. Generalmente, el factor perverso en su literatura no aparece precisamente justificado en términos de personaje: quienes actúan de esa forma no parecen responder a un arco narrativo que los empuje a actuar de ese modo, que justifique su accionar. En esta novela, lo perverso aparece planteado como uno de los aspectos más perturbadores del universo de las nuevas tecnologías. Así, Kentukis nos muestra una y otra vez el goce de ciertos personajes por ofrecer imágenes horrorosas a la mirada ajena, por enfrentar a la tortura visual a un observador anónimo. Grigor, en una de las muchas conexiones que controla, parece tener de “amo” a alguien con una mente tan perversa como la acabará teniendo Alina. Tanto en un caso como en el otro, sin embargo, podemos intentar tender a una suerte de justificación. Esta yacería en una voluntad de “venganza”, por parte del “amo”, frente a quien pretende hurgar en su intimidad. Al obligar a un kentuki a observar algo determinado, limitando su movilidad y su campo de visión, el “amo” procura invertir una situación de poder. Aunque también, evidentemente, deja ver su goce con el sufrimiento o el horror ajenos. En la novela, lo perverso no está dado de por sí por un fenómeno tecnológico o un dispositivo, sino por quienes pueden estar tanto de un lado como del otro de una pantalla. Sin embargo, más adelante veremos cómo en lo siniestro (aspecto también muy común en la literatura de la autora) sí juega un rol importante el dispositivo en su carácter autónomo.