Kentukis

Kentukis Resumen y Análisis Parte 2

Resumen

Emilia prende el controlador del kentuki; la cámara está dentro de una cucha. Su propietaria se llama Eva, que le habla a la conejita-kentuki con dulzura y la alza para mostrarle la ciudad desde su ventana. Emilia nunca salió de Perú. Averigua y descubre que su kentuki está en Erfurt, Alemania.

Emilia le cuenta a sus amigas sobre esta actividad. Estas se asustan; no pueden creer que el gobierno permita algo así. Pero ella se encariña con Eva. La chica, cuando sale, le deja cartelitos pegados a patas de muebles, para que pueda verlos.

Camilo Baygorria administra un prestigioso hogar de ancianos en Vila de Gracia desde hace más de 45 años. Se propone invertir en fines recreativos y Eider, jefa de enfermeras, sugiere comprar kentukis.

Encienden dos conejos en el hall principal. Los ancianos se acercan, y uno de los kentukis deja de moverse a los diez minutos. Eider le explica a Camilo que cuando un usuario de kentuki abandona el juego, el aparato no puede volver a usarse. Camilo pregunta si será por los viejos que el usuario se desconectó. Le preocupa perder al otro kentuki también. Eider entiende que Camilo ya es también un anciano.

A metros de ellos, una anciana levanta un kentuki para mirarlo. Eider le ordena dejarlo, e impide que otros lo toquen. Pero otra anciana empieza a perseguir al conejo, que escapando de ella termina arrojándose a la pileta.

Alina intenta distraerse saliendo a correr diariamente mientras controla sus celos por Sven, tan tranquilo y dedicado a su residencia artística. Una tarde, salen a pasear ambos con el cuervo (el kentuki), al que apodan Coronel Sanders.

Alina visita a Carmen, una bibliotecaria, la única persona con la que habla en Oaxaca. Carmen cuenta que el número de kentukis crecerá exponencialmente, y que una conocida debió enterrar el aparato que tenían sus hijos entre las tumbas de los perros. Alina se alegra de su decisión de no comunicarse con el kentuki.

Alina continúa sus rutinas matutinas. Casi no se cruza con Sven. Una noche lo ve, desde lejos, siendo muy dulce con su asistente. Se queda pensando en esto antes de dormirse y deja las cáscaras de la mandarina que acaba de comerse bajo la almohada de él.

Grigor tiene un plan para salvarse económicamente a sí mismo y a su padre. Controla muchos kentukis a la vez, desde varias tablets. Procura mantener a cada kentuki activo, en buena relación con sus amos, mientras registra las características de la locación del kentuki en particular. Luego, lo ofrece a la venta: hay gente que en lugar de pagar 70 dólares por manejar un kentuki en un lugar azaroso, prefiere pagar ocho veces más por un kentuki en un lugar que le gustaría conocer. Ese es el negocio de Grigor, que durará hasta que grandes empresas se aprovechen de este vacío legal. Se lo explicaría a su padre, pero este nunca terminaría de entender el asunto.

Marvin quiere salir de la vidriera del local, averiguar qué tipo de kentuki es y en qué ciudad está. Además, anhela llegar a la nieve. Algunas noches (donde está el kentuki, en las tres horas por día que él puede conectarse, es de noche) un chico pasa por la calle y golpea la vidriera, como saludándolo.

Una noche alguien levanta al kentuki y lo apoya en una mesa. Marvin puede ver a una mujer que limpia el local. Marvin mueve al kentuki como ofreciendo un show y la mujer lo acaricia. Desde esa noche, la mujer siempre levanta al kentuki para que le haga compañía mientras limpia.

Marvin consigue enfrentar el kentuki a un espejo y se alegra al ver que es un dragón. Se entera, por cosas que dice la mujer que limpia, que su marido, el dueño del local, compró el kentuki para animar la vidriera. No obstante, en el horario que Marvin puede conectarse nadie pasa por la calle, y el aparato está dormido el resto del día.

Otra noche, la mujer enseña a Marvin el código morse, para que puedan comunicarse.

El chico sigue pasando y saludando a Marvin, aunque empieza también a escribir frases en el vidrio, como “¡Liberen al kentuki!” (p.68).

Poco después, Marvin le dice a la mujer que limpia, y por la que ya siente algo de cariño, que desea ir más lejos, liberarse. La mujer termina accediendo, diciéndole que vuelva antes de la mañana para que su marido no se dé cuenta, y pegándole la dirección del local en la espalda para que pueda alertar a alguien en caso de perderse.

Cheng Shi-Xu, desde su tablet en Beijing, controla un kentuki panda cuya “ama” es Celine, una francesa que vive en Lyon. Celine lleva al kentuki a tomar el té a lo de su hermano Jean Claude, donde Cheng Shi-Xu conoce al amor de su vida: una kentuki panda apodada Titina.

Taolin, la mujer detrás del kentuki Titina, es casada, pero piensa dejar a su marido pronto. Se comunica con Cheng Shi Xu por mail. Cheng Shi-Xu averigua la dirección de la casa de Taolin en Da’an y le envía flores. Al día siguiente, recibe un correo desde el mail de Taolin que dice: “si vuelve a escribirle a mi mujer, van a tocarle el timbre y romperle la cara” (p.76). Esa tarde, en casa de Jean Claude, Titina escapa de él. Cheng Shi-Xu intenta hacer contacto con ella hasta que Jean Claude lo levanta y lo echa de su casa. Días después, el francés entra al departamento de su hermana cuando ella no está. Le cuenta a Cheng Shi-Xu que habló con el marido de Taolin y llegaron a un acuerdo. Jean Claude abre una caja, de donde saca un panda idéntico al que maneja Cheng Shi-Xu, para reemplazarlo ante su hermana, y luego desarma y desactiva al de Cheng Shi-Xu.

Luego de dos meses de tener el kentuki en la casa, a Enzo le sigue impresionando la dedicación y el tiempo que la persona detrás del aparato pone en ayudar en cuestiones del hogar. El kentuki le avisa a Enzo cuando Luca se distrae o cuando se queda dormido, y siempre acompaña al chico y ayuda a ordenar su habitación.

Un día, cuando Luca está en lo de su madre, Enzo intenta establecer contacto con el kentuki; le pregunta qué hace y le deja su número para que lo llame. Pero el teléfono no suena, y el kentuki esquiva a Enzo el resto del día.

Análisis

Las historias de esta novela exponen el momento de surgimiento de un nuevo artefacto tecnológico. Los kentukis no son tan populares al principio de esta novela como resultan serlo al final: la mayoría de los personajes que protagonizan estas historias experimentan el fenómeno kentuki sin antes haber oído demasiado sobre este. Aún no hay noticias en la televisión sobre los kentukis, y el común de las personas lejos está de tener o manejar uno. Esta instancia del fenómeno permite evidenciar las distintas voces y opiniones opuestas que suelen aparecer como respuesta a los cambios o innovaciones ligadas a lo tecnológico y lo virtual. Así, mientras Emilia desarrolla sentimientos de afecto y familiaridad por su “ama” en Erfurt, y aprecia el conocer una ciudad lejana, sus amigas opinan que esta práctica debería ser ilegal, puesto que "tener un kentuki circulando por ahí era lo mismo que darle las llaves de tu casa a un desconocido" (p.41). Alina, por su parte, aún cree poder tener el aparato sin por eso estar exponiendo su intimidad.

Mientras que por muchas de sus características el kentuki es asimilable a aparatos tecnológicos ya existentes o a fenómenos virtuales como las redes sociales, un atributo bastante significativo lo distingue del resto. El kentuki es un peluche con forma animal: los hay topos, cuervos, conejos, pandas, entre otros. Y la cuestión de la animalidad repercute en el vínculo que los “amos” establecen con los “seres” de un modo que no se daría en la relación exhibicionista-voyeur mediada simplemente por un teléfono. En cierta medida, muchos “amos” tratan al kentuki como a una mascota: Eva lo ubica dentro de una cucha; Alina pretende tratarlo como a un perro, es decir, como si no hubiera un humano del otro lado mirando; una mujer en México lo entierra junto a la tumba de sus perros. En este aspecto del fenómeno podemos identificar dos cuestiones: por un lado, la deshumanización que se postula (o a la cual se somete) el que mira; por el otro, la apariencia inofensiva que adquieren estos aparatos frente a sus “dueños”. Ambas cuestiones pueden resultar perjudiciales, ya sea para el Amo como para el ser: Marvin padece una condición de objeto porque un hombre considera al kentuki un “adorno” para su local; Luca se verá expuesto a una situación de acoso en la cual nadie reparará por un tiempo, debido en parte a que la imagen de un simpático topo no es tan fácil de asociar a la de un acosador.

La historia que tiene lugar en el hogar de ancianos es, aunque breve, sumamente sustanciosa. Lo que se instala con la situación de los kentukis abandonando la conexión a los pocos minutos de iniciada esta es una problemática bastante novedosa que toma por objeto a la tecnología. “Nunca se le hubiera ocurrido que ahora, además de todas las especificaciones que había que leer si se compraba un electrodoméstico nuevo, había que pensar también si sería digno para ese objeto vivir o no con uno” (p.46), apunta la voz narrativa, focalizando en la mente de la jefa de enfermeras del hogar. La relación con el aparato ya no es unidireccional, ya no depende únicamente de que el aparato sirva al dueño, sino que también el aparato decide si el dueño es merecedor de sí. El kentuki parece una mascota y también parece un teléfono, pero no es ninguna de estas cosas: del otro lado, también hay un ser con capacidad de decisión, un ser que quiere o no quiere habitar un espacio, "ser" o no de determinado "amo". Evidentemente, el pronto abandono de los usuarios de ambos kentukis en el hogar demuestra que la vejez es concebida como un espectáculo indeseable. No cualquiera puede exhibirse. O sí, pero quizás no haya nadie que quiera verlo. Así, la historia habla menos de la tecnología que de los entramados sociales preexistentes que esta puede dejar más en evidencia: el mundo da la espalda a los ancianos, prefiere no verlos ni pensar en ellos. El paso del tiempo parece conducir, inexorablemente, a la soledad. “¿No hay modo de recuperar nada? ¿Nada de nada?” (p.47), se desespera el administrador del hogar, ya no más joven que los ancianos a los que cuida.

En torno a lo anterior, es posible reflexionar sobre una cuestión subyacente: el modo en que las nuevas tecnologías (sobre todo aquellas que permiten la interacción entre personas reales por medio de la virtualidad) reproducen dinámicas propias del sistema capitalista, sobre todo las que hacen a la sociedad de consumo. Tal cual funciona en un mercado gobernado por la ley de oferta y demanda, donde la oferta de productos se condiciona en gran parte por el grado en que una mayoría de compradores elige tal o cual ítem, los usuarios de este tipo de tecnologías determinan qué producto humano es más o menos deseable, decidiendo así cuáles continúan en el mercado y cuáles serán descartados. En episodios como el del hogar de ancianos, Schweblin parece estar estableciendo una crítica a una sociedad de consumo que llegó al punto de convertir a los humanos en objetos y elegir y descartar personas como si se tratara de una cartera, un shampoo o cualquier otro ítem del mercado. La interacción entre personas por vía virtual contribuye a la creación de un mercado de deseo muy conectado con una cultura capitalista que considera deseable a la juventud e indeseable a la vejez: a partir de determinada edad, las personas no solo dejan de ser consideradas "productivas" en el sistema capitalista y vistas, por lo tanto, como un mero estorbo, sino que además dejan de ser consideradas deseables en la esfera de la interacción social. El valor de las personas se reduce así a su valor de uso: cuando dejan de ser "funcionales" o de cumplir con los requisitos de lo que se considera deseable, son descartadas como basura, excluidas del sistema.

En línea con el fenómeno anterior debe pensarse la historia de Grigor. El joven croata ve un agujero legal: el gobierno no ofrece ningún límite judicial sobre el uso de kentukis y las grandes empresas aún no vieron allí una oportunidad. Lo que el muchacho comprende es que muchas personas estarían dispuestas a pagar más dinero para librarse de la variable azarosa en la conexión entre un usuario y un dueño de kentuki, variable que supone el riesgo de manejar un kentuki en un lugar indeseado, como un hogar de ancianos. Así, el chico mantiene múltiples conexiones y describe para la venta las características que ofrece tal o cual. Los voyeurs son muchos, pero sus gustos muy variados. El mercado tiende a la especificidad, la segmentación, a complacer las exigencias de compradores, sobre todo si estos están dispuestos a pagar por ello. Todo mercado, parece decir Schweblin, tiene sus submercados. En el sistema capitalista, toda innovación es vista, por algunos, como una nueva oportunidad de lucro. En el universo de las nuevas tecnologías, y en un siglo donde las sociedades cada vez más tienen al individualismo y la alienación, el mayor lucro posible parece venir de la mano de la segmentación.

El arco narrativo protagonizado por Marvin es quizás el más conmovedor del libro. El niño perdió recientemente a su madre y no parece tener una relación cálida con su padre, que solo se dirige a él para darle órdenes y exigirle que mejore sus notas en el colegio, sin acompañarlo en los estudios ni conversar con él. Marvin no puede sino obedecer y encerrarse tres horas por día en el escritorio. Sin embargo, logra explotar un aspecto positivo del encierro: la privacidad y el acceso al universo virtual. Desde el confinamiento, Marvin experimenta el mundo exterior a través del kentuki que maneja en su tablet. Y no lo experimenta de cualquier modo, sino que Marvin toma el control de su kentuki y logra burlar el encierro al que se condenaba al muñeco en la vidriera de un local. En la historia de Marvin, entonces, la tecnología y la virtualidad permiten al usuario suplir una carencia de afecto en su vida real, al mismo tiempo que posibilitan experimentar una libertad de la cual el niño no goza en su contexto cotidiano.

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