Resumen
Todos los días, al volver de la escuela, los niños juegan en el jardín del Gigante. Allí, rodeados de hermosas flores y pájaros, son felices. Un día, después de siete años ausente por haber visitado a su amigo el ogro de Cornualles, el Gigante vuelve a su jardín. Al ver a los niños comienza a gritarles, echándolos del jardín, diciendo que es suyo y que nadie puede jugar allí salvo él. Decide, también, colocar un cartel: “Los intrusos serán castigados” (p.199). El Gigante es muy egoísta. Ahora los niños no tienen dónde jugar, y recuerdan entre lamentos lo felices que eran en aquel jardín.
Llega la Primavera y todo el país se cubre de flores y pájaros, salvo el jardín del Gigante Egoísta, donde aún es invierno: a los pájaros no les gusta cantar allí porque no hay niños, y los árboles olvidan florecer. Las únicas que se alegran por la falta de flores en el jardín son la Nieve y la Escarcha, que deciden vivir allí todo el año. Llega luego el Viento Norte y el Granizo, que golpea todo el día sobre el castillo destruyendo las tejas. El Gigante mira su jardín y no entiende por qué aún no llega la Primavera. Pero esta nunca llega al jardín, como tampoco lo hacen el Verano ni el Otoño, que consideran que el Gigante es demasiado egoísta. En su jardín sigue siendo invierno y allí solo bailan el Granizo, la Helada y la Escarcha.
Una mañana, el Gigante oye una música deliciosa proveniente de un pequeño Pardillo que canta en su ventana. Entonces el Granizo deja de bailar y el Viento Norte deja de rugir. El Gigante se asoma a la ventana y ve a los niños que, tras deslizarse por un agujero en la pared, están sentados en las ramas de los árboles. Contentos de tener nuevamente a los niños, los árboles se cubren de flores, los pájaros revolotean encantados y las flores ríen. Solo en un rincón del jardín sigue siendo invierno: allí hay un niño tan pequeño que no puede alcanzar las ramas del árbol y da vueltas alrededor, llorando. Ese árbol sigue cubierto de escarcha y nieve. Al ver la escena, el Gigante se conmueve. Se da cuenta de cuán egoísta fue y entiende por qué la Primavera no quería ir a su jardín. Decide subir al niño al árbol, derribar el muro y hacer de su jardín un lugar donde los niños puedan jugar siempre.
Entonces sale al jardín, pero los niños se asustan tanto al verlo que salen corriendo y el invierno vuelve. Solo el pequeño niño no corre, porque las lágrimas en los ojos le impiden ver al Gigante. Entonces este se acerca a él, lo levanta y lo coloca sobre el árbol. Enseguida el árbol se colma de flores, vuelven los pájaros, y el pequeño niño alarga los brazos, abraza al Gigante y lo besa. Al ver que este ya no es malvado, los otros niños vuelven corriendo y, con ellos, regresa la Primavera. El Gigante les dice a los niños que ahora el jardín es de ellos y derriba la pared. Al día siguiente, la gente que pasa encuentra al Gigante jugando con los niños en el jardín más bello del mundo.
Después de jugar todo el día, llegado el atardecer, los niños se despiden del Gigante. Este les pregunta dónde está su pequeño compañero, aquel al que él colocó sobre el árbol. Los niños dicen no saberlo, y el Gigante les pide que al día siguiente lo lleven con ellos. Pero los niños dicen no saber dónde vive, porque nunca lo habían visto antes. El Gigante se pone muy triste.
Todas las tardes los niños vuelven al jardín para jugar con el Gigante, pero el pequeño niño al quien tanto ama nunca vuelve a aparecer. El Gigante es muy bueno con todos los niños, pero extraña mucho al pequeño que lo besó aquella vez.
Pasan los años y el Gigante se pone viejo y débil. Ya no puede jugar, pero se sienta a ver a los niños y admirar su jardín, pensando que los pequeños son las flores más bellas de todas.
Una mañana de invierno mira por la ventana. Ya no odia al Invierno, porque entiende que es el sueño de la Primavera. De pronto, ve que en el rincón más lejano del jardín hay un árbol cubierto por completo de hermosas flores blancas y frutos de plata. Debajo está el pequeño niño al que tanto adoró durante años. Alegre, el Gigante se acerca. Al verlo bien se pone furioso y le pregunta quién lo lastimó: en las palmas de sus manos, así como en sus pies, hay huellas de clavos. El Gigante sigue preguntándole al niño, jurando matar a quien lo haya lastimado. Pero el pequeño niño lo detiene, diciendo que son heridas del Amor. Entonces el Gigante se arrodilla ante el niño, con temor reverencial, y le pregunta quién es. El niño sonríe y le responde: “Una vez me dejaste jugar en tu jardín. Hoy, vendrás conmigo al mío, el jardín del Paraíso” (p.203). Esa tarde, cuando los niños llegan al jardín, encuentran al Gigante muerto debajo del árbol, cubierto de flores blancas.
Análisis
“El Gigante Egoísta” reúne varios aspectos propios del cuento maravilloso tradicional: los inocentes y dulces niños contrastados con el villano, aquí el egoísta Gigante; la personificación de elementos de la naturaleza, como la “Primavera”, la “Nieve”; un espacio pleno de imágenes mágicas, aquí el jardín; un final feliz para los niños. Lo interesante, sin embargo, es el giro propuesto por Wilde, que desliga al cuento de la estructura clásica de este tipo de relatos. Porque en “El Gigante Egoísta” el villano se modifica hasta adquirir condición de héroe, por lo que el foco de la historia pasa de los niños al Gigante mismo, a sus sentimientos, pesares, reflexiones y consecuente accionar. El proceso de transformación del personaje a través de la trama plantea, también, un tema presente en toda la colección, que es el de la generosidad vs. el egoísmo: es el mismo personaje, en este cuento, el que reúne ambas condiciones, pasando de identificarse plenamente con la actitud egoísta (identificación que da título al relato) a convertir su vida en un hacer generoso.
Junto a la transformación del protagonista de villano a héroe se define también el carácter melancólico del personaje: los años pasan y, a pesar de disfrutar de su jardín y del juego junto a los niños, el Gigante no deja de extrañar a ese pequeño niño al que ayudó. Ese niño es, tal como revela el final del relato, Cristo:
En las palmas de las manos del niño había huellas de dos clavos y huellas de dos clavos había en sus piecitos.
-¿Quién se atrevió a lastimarte? -clamó el Gigante-. Dímelo, así tomo mi gran espada y lo mato.
-¡No! -respondió el niño- porque estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú? -preguntó el Gigante-. Un temor reverencial lo acometió y se arrodilló ante el pequeño niño.
Y el niño sonrió al Gigante y le dijo:
-Una vez me dejaste jugar en tu jardín. Hoy, vendrás conmigo al mío, el jardín del Paraíso.
(pp.202-203)
Las huellas de clavos en las manos y pies del niño son claros signos cristianos (las marcas son consecuencia de la crucifixión), así como también lo es la actitud compasiva y piadosa de esta aparición que viene a llevarse al Paraíso el alma de quien fue pecador pero supo redimirse en el Amor. Esta revelación final hace entonces que el cuento maravilloso sobre los niños y el Gigante en el jardín pueda leerse, también, como una parábola cristiana sobre la salvación. El protagonista pasa del pecado (el egoísmo que lo lleva a echar a los niños e impedir su entrada al jardín) al arrepentimiento (“¡Cuán egoísta he sido! -dijo- (...) Lamentaba mucho, en realidad, lo que había hecho” (p.201)), lo que abre en él una nueva faceta de absoluta generosidad y entrega al amor. Y es el amor por ese niño pequeño, resignificado al final como amor a Cristo, lo que en la simbología cristiana se plantea como condición para la salvación.
Los ingredientes propios de la parábola cristiana no se dan, vale aclarar, en detrimento del recurso maravilloso, sino que ambas funcionan en conjunto. Por ejemplo, ciertos movimientos propios del universo maravilloso, como el hecho de que la Primavera decida, como con determinación propia de lo humano, ausentarse de la parcela de la que es dueño el Gigante y privar así a su jardín de flores, y que en cambio la Nieve y la Escarcha residan allí con alegría, funcionan en conjunto con la simbología religiosa: la virtud (generosidad) en el Gigante atrae la luminosidad y el alegre florecimiento, mientras que su vicio (el egoísmo) no es premiado sino con oscuridad y tormentas.
A su vez, tanto la estructura de la parábola cristiana como la del cuento maravilloso clásico apuntan, tradicionalmente, a producir los mismos efectos; leyendo la historia desde una perspectiva o desde la otra, es difícil no encontrar en el relato tintes didácticos y moralizantes. Podemos concluir, además, que pensar “El gigante egoísta” como una parábola cristiana o como un cuento netamente maravilloso no constituye una cuestión distintiva para la comprensión del relato, cuya trama no deja de centrarse en el Gigante, sus iniciales limitaciones dadas por su condición egoísta y su posterior crecimiento en términos morales y espirituales. Por otra parte, y para no quitar la atención de las particularidades que hacen de Wilde un autor excepcional, podemos relevar el modo en que se propone, al principio, un cuento tradicionalmente maravilloso enfocado en las preocupaciones y miedos de los niños (la felicidad arruinada por la maldad de un villano), para luego conducir la atención hacia las preocupaciones y miedos más propios de la adultez, como la pérdida de la juventud, la soledad y la muerte. Como sucede en otros cuentos de la colección, este relato propone a la generosidad y al amor como medios para alcanzar la belleza con que hacer frente a esos temores.