-Cuando estaba vivo y tenía corazón humano- respondió la estatua -no sabía qué era el llanto, porque vivía en el Palacio Sans Souci, donde no permiten entrar al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por las tardes iniciaba el baile en el Gran Salón. Alrededor del jardín se extendía una pared muy alta, pero nunca se me ocurrió preguntar qué había más allá, pues todo cuanto me rodeaba era muy hermoso. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y feliz, en verdad, era yo, si acaso el placer fuese la felicidad. Así viví y así morí. Y ahora que estoy muerto me han emplazado aquí, tan en lo alto, que puedo ver toda la fealdad y miseria de mi ciudad y, aunque mi corazón está hecho de plomo, no puedo elegir sino llorar.
La realidad interior del Príncipe, que contrasta con su orgullosamente fastuoso exterior, es producto de una percepción sensible de la realidad: desde su elevada ubicación, el protagonista del relato tiene una visión total de la vida de los habitantes de la ciudad, y por primera vez lo real del sufrimiento humano se presenta ante sus ojos. La felicidad o la tristeza aparecen entonces como cuestiones de perspectiva: cambiado el punto de vista, y ampliado en consecuencia el campo de visión, el sentimiento se transforma. Hay algo que se mira o se ignora, y de eso depende la empatía. Ese algo es, en este caso, la pobreza. Un tema presente en gran parte (si no toda) la obra de Wilde es el de la oposición entre riqueza y pobreza, rangos inherentes a una jerarquía social que resulta en el placer de unos pocos y en el padecimiento de muchos otros. El tema se hace presente en esta colección y se instala desde este primer cuento. En el pasado del relato, el Príncipe gozaba de la belleza palaciega y, obnubilado por la hermosura que le había tocado en suerte, ni siquiera se le ocurría preguntarse “qué había más allá” (p.185). Ese “más allá” es, justamente, todo ese sufrimiento ajeno que en el presente ya no puede ignorar.
-Allá lejos- prosiguió la estatua en voz baja y musical-, allá lejos, en una callejuela, hay una humilde casa. Una de las ventanas está abierta, y a través de ella puedo ver a una mujer sentada a una mesa. Su cara es macilenta y está ajada; tiene las manos ásperas y enrojecidas, todas pinchadas por la aguja, porque es una costurera. Está bordando pasionarias sobre un vestido de raso que habrá de usar la más linda de las damas de honor de la Reina en el próximo Baile de la Corte. En una cama, contra un ángulo de la habitación, su hijito yace enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre nada tiene para darle, salvo agua del río, y por eso él llora. Golondrina, Golondrina, pequeña Golondrina, ¿no le llevarías el rubí que hay en la empuñadura de mi espada? Mis pies están sujetos a este pedestal y no puedo moverme.
En cuanto al modo que encuentra para pedir a la Golondrina que lo ayude a despojarse de sus riquezas para entregárselas a quienes las precisan con desesperación, la estructura de las intervenciones del Príncipe se conserva a lo largo del relato: primero, la estatua describe una triste escena, siempre protagonizada por alguien que es azotado por condiciones de extrema pobreza y que, evidentemente, no recibe ayuda alguna. Estos personajes suelen estar llevando a cabo una tarea a pesar de las dificultades, del hambre, la angustia, el sueño y la falta de fuerzas. El Príncipe impregna su discurso de impotencia y de una interminable tristeza que aún no logra digerir: no es solo el angustiante escenario lo que lo perturba, sino también la culpa por haberlo ignorado durante toda su vida en el palacio, vida en la que hubiera dispuesto de los medios para actuar al respecto. Él solo cuenta, ahora, con la compasión de otro ser que colabora con él en la tarea caritativa, y es por eso también que el discurso se estructura de modo que pueda apelar a la sensibilidad de la Golondrina y convencerla de que lo ayude.
-La Muerte es un precio muy alto por una rosa roja -exclamó el Ruiseñor- y la Vida es muy cara para todos. Es muy placentero sentarse en el verde bosque y contemplar el Sol en su carro de oro, y la Luna en su carro de perlas. Dulce es el perfume del espino, y dulces son las campanillas que se esconden en el valle, y el brezo que florece en los montes. Sin embargo, el Amor es mejor que la Vida, y ¿qué es el corazón de un pájaro comparado con el corazón de un hombre?
A raíz de la tristeza del Estudiante por no contar con una rosa roja, elemento necesario para conquistar a su amada, el Ruiseñor entiende al amor como un tesoro de infinita valía, por la cual será capaz de pagar el precio más alto: el de su propia vida. El parlamento citado evidencia la nobleza de pensamiento del Ruiseñor, quien, contando con una sensibilidad que le permite apreciar la belleza inherente a la vida, puede sin embargo renunciar a ella por algo que hasta ahora desconocía y aun así cree superior. El amor es elevado por sobre todas las otras bellezas que ofrece la vida. La pregunta final que plantea el Ruiseñor lo muestra como a un ser de extrema humildad, sin un ápice de egoísmo. Tanto es así que no tarda en concebir su propio sacrificio como un gesto sin dudas necesario cuando se trata de realizar una ofrenda en nombre del amor.
-Alégrate -gritó el Ruiseñor-. Alégrate, pues tendrás tu rosa roja. La fabricaré con música a la luz de la luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Cuanto te pido a cambio es que seas un enamorado sincero, pues el Amor es más sabio que la Filosofía, aunque ésta es sabia, y más poderoso que el Poder, aunque éste sea poderoso. Del color de las llamas son sus alas y del color de las llamas es su cuerpo. Sus labios son dulces como la miel, y su aliento es como incienso.
Desde el césped, el Estudiante alzó la vista y escuchó, pero no pudo entender lo que el Ruiseñor decía, porque sólo dominaba las cosas que están escritas en los libros.
El Ruiseñor, decidido a sacrificarse en nombre del amor, le habla al Estudiante en un intento por calmar su dolor, anunciándole que pronto obtendrá aquello que ahora lo hace sufrir por su falta. Las palabras del Ruiseñor traslucen el carácter inmensamente noble y sensible del personaje, en tanto su sacrificio no se da con el fin de conquistar el corazón de un ser amado por él, sino con la mera voluntad de contribuir, entregando su propia vida, a la pervivencia del amor mismo. En la calidad del gesto del Ruiseñor radica la particular sensibilidad de todo el relato: el Ruiseñor no obtendrá más beneficio, con su sacrificio, que el saber que su dolor ayudará a un enamorado a concretar su amor. El protagonista del relato es, por lo tanto, un enamorado del amor, un personaje perfectamente romántico y que bien puede asimilarse a la condición de artista en tanto era pensada por Oscar Wilde: así como la corriente a la que él pertenecía defendía la idea del “arte por el arte”, es decir, el único fin para el artista residía en el arte mismo y su inherente belleza, el gesto amoroso del Ruiseñor tiene como único fin el amor mismo, y en eso reside su grandeza. En relación a esto, el contraste ofrecido por las palabras del Ruiseñor y la incomprensión del Estudiante constituye una leve ironía: el pájaro está anunciando la supremacía del amor por sobre la sabiduría filosófica, pero el joven está demasiado obnubilado por los conceptos enarbolados en los libros de filosofía como para comprender un mensaje tan sincero, desinteresado y sensible.
Pero la espina aún no había llegado hasta su corazón, por eso el corazón de la rosa seguía siendo blanco, porque sólo la sangre del corazón de un Ruiseñor puede enrojecer el corazón de una rosa.
Para conseguir la flor que el Estudiante precisa para conquistar a su amada, el Ruiseñor canta durante toda la noche, empujando su pecho contra la espina, y así produce el progresivo florecimiento de la rosa. El relato va describiendo las etapas por medio de las cuales la vida del Ruiseñor se disipa para dar nacimiento a la flor. Hacia el final del proceso, el narrador vuelve a situar el foco en el arduo sacrificio al que debe enfrentarse el ave. En la frase citada se condensa metafóricamente la noción que el cuento propone sobre el amor: como la rosa roja, el amor aparece como aquello a lo que solo se llega por vía de un sacrificio absoluto, del que solo son capaces los corazones más nobles, como el del Ruiseñor.
En las palmas de las manos del niño había huellas de dos clavos y huellas de dos clavos había en sus piecitos.
-¿Quién se atrevió a lastimarte? -clamó el Gigante-. Dímelo, así tomo mi gran espada y lo mato.
-¡No! -respondió el niño- porque estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú? -preguntó el Gigante-. Un temor reverencial lo acometió y se arrodilló ante el pequeño niño.
Y el niño sonrió al Gigante y le dijo:
-Una vez me dejaste jugar en tu jardín. Hoy, vendrás conmigo al mío, el jardín del Paraíso.
El final del relato resignifica la identidad del pequeño niño al que el Gigante, después de ayudar a subir a un árbol años atrás, nunca pudo olvidar. En esta última aparición, el niño se revela como Cristo: las huellas de clavos en sus manos y pies son claros signos cristianos (las marcas son consecuencia de la crucifixión), así como también lo es la actitud compasiva y piadosa de esta aparición que viene a llevarse al Paraíso el alma de quien fue pecador pero supo redimirse en el Amor. Esta revelación final hace entonces que el cuento maravilloso sobre los niños y el Gigante en el jardín pueda leerse, también, como una parábola cristiana sobre la salvación. El protagonista pasa del pecado (el egoísmo que lo lleva a echar a los niños e impedir su entrada al jardín) al arrepentimiento (“¡Cuán egoísta he sido! -dijo- (...) Lamentaba mucho, en realidad, lo que había hecho”, p.201), lo que abre en él una nueva faceta de absoluta generosidad y entrega al amor. Y es el amor por ese niño pequeño, resignificado al final como amor a Cristo, lo que en la simbología cristiana se plantea como condición para la salvación.
Caramba, si el pequeño Hans sube acá, ve nuestro cálido fuego, nuestra abundante cena y nuestro enorme barril de vino tinto, puede sentir envidia, y la envidia es una cosa horrible capaz de arruinar la naturaleza de cualquier persona. Yo, por cierto, no voy a permitir que la naturaleza de Hans se arruine. Soy su mejor amigo y siempre cuidaré por él y veré que no se deje guiar por ninguna tentación.
Hans depende económicamente de las flores que cosecha en su jardín, por lo que el invierno es un momento muy duro para él. Una de las cuestiones que empeoran su situación es el hecho de que su mejor amigo sea el Molinero. El personaje del Molinero se define en su carácter abusivo, pero también en un conjunto de cuestiones que pueden sintetizarse en el concepto de hipocresía: él logra manipular a los demás por medio de la palabra, diciendo grandes frases acerca de la amistad y evocando ideas supuestamente nobles que convencen a las personas, incluido Hans, el amigo del que no deja de aprovecharse.
El Molinero utiliza su talento discursivo, como se ve en el fragmento citado, para justificar su accionar según su conveniencia. Cuando su hijo le pregunta por qué no invitan a su casa a Hans, ya que es invierno y él está pasando hambre y frío, su padre no duda en retarlo, tratarlo de tonto y explicarle su visión del asunto. En sus palabras, el Molinero evidencia su hipocresía, en tanto disfraza su egoísmo al punto de hacerlo pasar por generosidad. Él convence a su familia, como también lo hace con Hans, de que negándole la ayuda a su amigo está, en realidad, haciéndole un bien, cuando lo único que hace es sacar provecho de él y desinteresarse por completo de esa amistad en los momentos en que no puede obtener de esta ningún beneficio.
Muchas personas actúan bien -dijo el Molinero-, pero muy poca gente habla bien, lo cual demuestra que hablar es mucho más difícil, y también más delicado.
La frase citada refleja la jerarquía de valores por la que se rige el personaje, para el cual es más importante hablar bien que actuar en consecuencia. El Molinero, ejercitado en la hipocresía y en la concepción de sí mismo como un ser superior a los demás, desarrolló un cierto talento discursivo que le permite, entre otras cosas, disfrazar su egoísmo para hacerlo pasar por ideas de suma nobleza. Cuenta a su vez, como se ve en la frase citada, con la capacidad de invertir los términos lógicos en el sentido común. La idea expresada por el Molinero es la inversa a la popularmente conocida, acerca de que nada son las palabras si lo dicho no se demuestra con acciones. Este gesto de inversión de la lógica común es muy común en la literatura de Wilde, y suele aparecer en boca de los personajes justamente hipócritas. Es, probablemente, un modo del autor de criticar a los miembros más egoístas de la sociedad (el Molinero es, además de mentiroso y tacaño, absolutamente rico), no solo apuntando a sus acciones, sino también al modo en que suelen justificarse a sí mismos y ante los demás para hacer pasar por apropiadas, elegantes y generosas las acciones (y los pensamientos) más despreciables y egoístas.
¿Qué derecho tiene usted a estar feliz? Debería pensar en los demás. En realidad, debería pensar en mí. Yo siempre pienso en mí y espero que todo el mundo haga lo mismo. A eso lo llaman compasión.
El carácter exageradamente egocéntrico del Cohete bien puede leerse en asociación con el de otros personajes de la colección, como el Molinero de “Un amigo fiel”. Al igual que este último, el protagonista de “El admirable cohete” está convencido de que todos a su alrededor deben admirarlo y rendirle favores sin siquiera pensar en la posibilidad de dar él algo a cambio. La frase citada evidencia cómo toda la escala de valores del personaje se configura en torno a su egocentrismo. Así como en “Un amigo fiel” la Rata de agua y el Molinero consideraban que la fidelidad en una amistad se consolidaba exclusivamente en la actitud fiel de sus amigos para con ellos, el Cohete sostiene que la compasión se mide por la actitud compasiva de los demás hacia él, sin creer necesario actuar en reciprocidad.
Estaba diciendo -continuó el Cohete-; estaba diciendo… ¿Qué estaba diciendo?
-Usted estaba hablando de usted mismo -replicó la Candela Romana.
-Por supuesto; sabía que estaba tratando un tema interesante cuando me interrumpieron tan groseramente. Detesto la grosería y los malos modales de cualquier tipo, porque soy en extremo sensible. Nadie hay en el mundo tan sensible como yo, estoy seguro.
-¿Qué es una persona sensible? -preguntó el Petardo a la Candela Romana.
-Una persona que al tener callos siempre le pisa los pies a los demás -contestó la Candela Romana en un susurro.
A diferencia de otros cuentos como “Un amigo fiel”, en "El admirable cohete" no hay ningún personaje que se deje convencer por la ilusión de superioridad del protagonista, sino más bien se ofrecen ejemplos de lo contrario, tal como se puede apreciar en la discusión citada, mantenida por los diferentes tipos de fuegos artificiales cuando aún esperan para estallar en el espectáculo. La Candela Romana registra lo engañoso del discurso del Cohete, que se postula a sí mismo como “en extremo sensible”, mientras que su falta de sensibilidad ya se había evidenciado en la total ausencia de empatía y en el exagerado egocentrismo del personaje. Cuando el Petardo le pregunta por el significado de la palabra “sensible”, la Candela Romana le brinda una respuesta no libre de ironía, ofreciendo no la significación real de la palabra sino aquella que podría hacer del atributo “sensible” algo efectivamente aplicable al Cohete. Los “callos” serían, metafóricamente, la capa de egoísmo que cubre al presumido Cohete y que lo vuelve (paradójicamente) insensible a quienes lo rodean, al punto de que pueda caminar ignorando que está “pisando los pies a los demás”, es decir, perjudicándolos.