La vida cosmopolita
La vida cosmopolita es uno de los temas principales del libro, y a lo largo de sus páginas el lector puede encontrar imágenes de diversas situaciones características de este estilo de vida. Las fiestas destacan como escenario privilegiado de la vida cosmopolita, como por ejemplo en "El caso de la señorita amelia", cuando los personajes celebran Año Nuevo: "esta noche pasada, poco después que saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba, auroleada de orgullo, su bruñido orbe de marfil..." (pp. 7-8). Otro escenario destacable es la lujosa fiesta en "Cuento de pascua", de la que participa gente de todo el mundo: "Una noche deliciosa en verdad... El «réveillon» en ese hotel lujoso y elegante, donde tanta belleza y fealdad cosmopolita se junta, en la competencia de las libras, los dólares, los rublos, los pesos y los francos. Y con la alegría del champagne y la visión de blancores rosados, de brillos, de gemas. La música luego, discreta, a lo lejos..." (p. 21).
Más tarde, en el mismo cuento, Rubén Darío introduce otros aspectos de las fiestas cosmopolitas, relacionado con el consumo de sustancias (en la cita será el vino, pero más adelante el narrador consumirá la pastilla que M. Wolfhart le ofrece) y la cultura:
Los vinos habían puesto en mi imaginación su movimiento de brumas de oro, y alrededor de la figura de encanto y de misterio hice brotar un vuelo de suposiciones exquisitas. La orquesta, con las oportunidades de la casualidad, tocaba una pavana. Cabelleras empolvadas, «moscas asesinas», trianones de realizados ensueños, galantería pomposa y libertinaje encintado de poesía, tantas imágenes adorables, tanta gracia sutil o pimentada, de página de memoria, de anécdotas, de correspondencia, de panfleto... (p. 23)
Los miserables
Rubén Darío describe con detalle la apariencia de los mendigos y vagabundos, una clase social que desarrolla en su crónica "Los miserables". A los miserables de Francia, a los que llama gueux, los describe como "Harapientos, con fragmentos de zapatos, sombreros de todas las formas imaginables, sucios y abollados; con las caras abotagadas y las narices rojas de alcohol; viejos, de largas barbas canas; hombres fuertes: hombres jóvenes, bajo el viento, bajo el sol, bajo la noche (...)" (p. 129). Luego, el autor reconoce que se trata de un fenómeno complejo, y que la miseria en París presenta muchos aspectos diversos: "Sus tipos varían, desde el clásico personaje de arrugado sombrero de pelo y levita indescriptible, hasta la madre mendiga, el «apache» siniestro, el «rigolard», etc." (p. 136).
Por otro lado, al describir a los vagabundos de Estados Unidos, los tramps, Rubén Darío escribe:
El tramp, en su calidad de mendigo de profesión, es fácil de conocer y de describir. Se presenta a la puerta de una villa, por ejemplo, y pide una limosna. Su rostro inflamado denuncia una vida de débauche y sus vestidos desgarrados y en desorden son una verdadera caricatura de todo lo que es decente y elegante; sus ojos hundidos tienen miradas agresivas, y cuando se fijan, parecen decir: «Dame de comer pronto, o quemo tus establos y la casa, y asesino al dueño» (p. 140).
Como puede observarse, las descripciones no carecen de hostilidad y dureza, aun cuando el cronista muestra cierta empatía por estos tipos sociales.
París
París, la ciudad que Rubén Darío establece como símbolo de la modernidad, posee un gran cantidad de descripciones a lo largo del libro. En "Hombres y pájaros", el cronista se enfoca en los habitantes de la ciudad y dice:
Mientras al amparo de las alamedas saltan los niños o juegan con sus aros y las nodrizas cuidan de sus bebés, y en los bancos hay lectores de diarios, y más allá jugadores de «foot-ball», y paseantes que flirtean, o estudiantes que estudian, o pintores que cazan paisajes, y en las anchas filas de las fuentes, al ruido del chorro de agua, minúsculos marinos echan sus barquitos de velas blancas y rojas (p. 85).
Más adelante, en la misma crónica, el lector puede encontrar otra imagen de París, más compleja ahora, ya que no solo repara en los detalles idílicos: "¡El buen París! ¿Quién dice que tan solamente hay aquí muñequitas de carne, y hombres con profesión de pez? Que venga a ver los talleres llenos, las iglesias, las universidades populares, y... a los hombres que dan de comer a los pajaritos" (p. 93).
Por otra parte, en "París nocturna", las imágenes que presenta Rubén Darío de la ciudad enfatizan el aspecto multicultural:
Los anuncios luminosos, a la yanki, brillan fija o intermitentemente en los edificios, y los tzíganos rojos comienzan en los cafés y restaurants, sus valses, sus kake-wals, sus zardas, y su hoy indispensable tango argentino, por ejemplo: Quiero papita.
Un pintoresco río humano va por las aceras, y la tiranía del rostro, que decía Poe, se ve por todas partes. Son todos los tipos y todas las razas (p. 153).
También se pueden encontrar imágenes que desarrollan aspectos geográficos de la ciudad, como la siguiente:
El morne Sena se desliza bajo los históricos puentes, y su agua refleja las luces de oro y de colores de puentes, barcos y chalanas. El panorama es de poesía. En el fondo de la noche calca su H de piedra sombría Notre-Dame. De las ventanas de los altos pisos sale el brillo de las lámparas. En la orilla izquierda del gran río parisiense, por donde hay aún gentes que sueñan, artistas y estudiantes, el movimiento en la luminosidad de bulevares y calles se acentúa, y autobuses y tranvías lanzan sus sones de alerta (p. 154).
Otras imágenes exploran el mundo de los vicios y los excesos, en los que se abandona la caracterización naif e inocente de la ciudad:
Cerca de la Magdalena y de la Plaza de la Concordia está el lugar famoso que tentara la pluma de un comediógrafo. Allí esas damas enarbolan los más fastuosos penachos, presentan las más osadas túnicas, aparecen forradas academias o traficantes figurines, para gloria de la boite y regocijo de viejos verdes, anglosajones rojos y universales efebos de todos colores, poseídos del más imperioso de los pecados capitales, bajo la urgente influencia del extra-dry (p. 156).
De esta forma, Rubén Darío describe París, su símbolo de la modernidad, plagada de elementos atractivos pero también de defectos, que la convierten en una ciudad que reúne lo mejor y lo peor de la condición humana.
Las pinturas de Böklin
En "Poemas de arte", específicamente en las crónicas contenidas en el apartado "Böklin", el autor explora la poesía en prosa a través de la descripciones de diversos cuadros del artista plástico Arnold Böcklin. Por ejemplo, este fragmento corresponde a "La isla de los muertos", crónica que describe el cuadro homólogo:
Es en un lejano lugar en donde reina el silencio. El agua no tiene una sola voz en su cristal, ni el viento en sus leves soplos, ni los negros árboles mortuorios en sus hojas: los negros cipreses mortuorios, que semejan, agrupados y silenciosos, monjes-fantasmas.
Cavadas en las volcánicas rocas mordidas y rajadas por el tiempo, se ven, a modo de nichos oscuros, las bocas de las criptas, en donde, bajo el misterioso, taciturno cielo, duermen los muertos. La lámina especular de abajo refleja los muros de ese solitario palacio de lo desconocido. Se acerca, en su barca de duelo, un mudo enterrador (p. 167).
En "Idilio marino", Rubén Darío describe el cuadro titulado "Venus Anadyomene":
Un tritón velludo y escamoso hace cantar su ronco caracol, en tanto que el monstruo recibe una caricia de la tentadora mujer, que bajo el inmenso cielo ofrece su fatal hermosura en el abandono de su supremo impudor (p. 170).
Y en "Los pescadores de sirenas", basado en el cuadro "Dos cacerolas de pesca", el autor describe la imagen de una sirena, valiéndose de alusiones a la alta cultura (Lorelay, Ulises, abanicos orientales, entre otras):
Péscame una ¡oh, egipán pescador! que tenga en sus escamas radiantes la irisada riqueza metálica que decora las admirables arenques. Péscame una, cuya cola bifurcada pueda hacer soñar en el pavo real marino, y cuyos costados finos y relucientes tengan aletas semejantes a orientales abanicos de pedrería; péscame una que tenga verdes los cabellos, como debe tenerlos Lorelay, y cuyos ojos tengan fosforescencias raras y mágicas chispas, cuya boca salada bese y muerda, cuando no cante las canciones que pudieran triunfar de la astucia de Ulises, cuyos senos marmóreos culminen florecidos de rosa y cuyos brazos, como dos albos y divinos pithones, me aten para llevarme a un abismo de ardientes placeres, en el país recóndito en donde los palacios son hechos de perlas, de coral y de concha de nácar (p. 175).