Resumen
En un seminario en Toulouse, los amigos conocen a Rodolfo Alatorre, un joven mexicano que vive de una beca para la creación y que también ha leído en profundidad a Archimboldi. Se presenta ante el grupo, pero los “apóstoles archimboldianos” (p.143) lo ignoran. En nada se diferencia Alatorre de la horda de jóvenes que se acerca a ellos con admiración, y, para colmo, el mexicano no habla alemán, “lo que lo descalificaba de antemano” (ídem) ante los ojos de los críticos. Sin embargo, Morini hace una excepción y le da algo de atención. Poco después de presentarse, ambos deambulan por las calles de Toulouse.
Hablan de Alfonso Reyes, de Sor Juana, de los amigos de Alatorre en el DF. El muchacho dice, al pasar, que uno de estos amigos “había conocido hacía poco tiempo a Archimboldi” (p.144). La historia es la siguiente: un amigo, poeta y ensayista, llamado Almendro y apodado el Cerdo, recibe una llamada. Habla en alemán por teléfono un momento y sale en su coche rumbo a un hotel cercano al aeropuerto de Ciudad de México. Encuentra en el lobby a un recepcionista y un policía que lo guían al tercer piso. En una de las habitaciones, un escritor alemán requiere un traductor para comunicarse con dos policías que le hacen preguntas. El Cerdo, que sabe quien es el autor porque años atrás ha intentado publicarlo en México, le traduce a la policía lo que Archimboldi, cabizbajo, sentado en la cama, le dice: que no le han robado nada, que querían dinero, pero nada le falta.
Cuando se quedan solos, el Cerdo le propone salir y hacer tiempo hasta las 7 de la mañana, hora en la que el escritor debe tomar un vuelo. Beben y comen en un bar. “¿No se decía que a usted no lo había visto nadie?” (p.147), pregunta el Cerdo. Recibe, en respuesta, una sonrisa.
Alatorre cuenta una vez más, a pedido de Morini, la historia de Almendro, el Cerdo, a Espinoza, Pelletier y Norton. Entusiasmados, llaman por teléfono a Almendro al DF, aunque finalmente no hace otra cosa que relatar lo mismo que ya saben a través de Alatorre. Agrega, sin embargo, el dato de cómo cree que Archimboldi dio con él en México: la señora Bubis, su editora en Alemania, tenía la tarjeta del Cerdo porque se habían conocido en alguna fiesta. Según el Cerdo, es probable que la señora Bubis le haya dado la tarjeta al escritor al saber que iba a viajar a la Ciudad de México por cualquier eventualidad. También les cuenta cómo terminó el encuentro: Almendro llevó a Archimboldi al aeropuerto y se enteró allí que viajaría a Hermosillo, en el estado de Sonora. La idea del alemán era llegar a Santa Teresa.
A partir de aquí comienza la pesquisa de los críticos. ¿Por qué iría Archimboldi a Sonora? ¿Cómo podrían traerlo de vuelta a Europa, para aparecer con él de la mano justo en el momento en que gane el Nobel? ¿Estaría haciendo turismo en Santa Teresa?, ¿preparando un nuevo libro? Los amigos sacan pasajes para México. Sin embargo, a último momento Morini, por su salud, decide no viajar. Recuerda como el escritor francés Marcel Schwob quiso visitar la tumba de Stevenson y, debido a su deteriorada condición física, no pudo hacerlo. En el caso de Morini, hubiera podido viajar a Sonora, pero “antes de que sus amigos emprendieran la búsqueda de Archimboldi, él, como Schwob en Samoa, ya había iniciado un viaje, un viaje (…) alrededor de una resignación” (p.154).
Norton, Pelletier y Espinoza viajan en avión a DF y se alojan en el mismo hotel que Archimboldi. En el registro de visitas, descubren que Archimboldi se registró bajo el nombre de Hans Reiter. Al día siguiente, vuelan a Hermosillo, alquilan un coche y parten hacia la frontera. En Santa Teresa se alojan en el hotel México. Pelletier descubre que la taza de su inodoro está rota, y comienza allí una relación algo obsesiva con este incidente. Por su parte, Norton encuentra en su habitación un juego de espejos enfrentados que la perturba. Espinoza presta especial atención, en su cuarto, a un cuadro del desierto que ornamenta la habitación.
Conocen en Santa Teresa al rector de la Universidad, Pablo Negrete, un tipo amable y tímido. Por su parte, el decano de la Facultad de Filosofía y Letras, Augusto Guerra, les deja un mensaje en el hotel. “Queridos colegas” (p.160), dice en la nota, cosa que los hace reír, pero también los entristece, porque “el ridículo de un «colega», a su manera, tendía puentes de cemento armado entre Europa y aquel rincón trashumante” (ídem). También dice en el mensaje que se presentará en el hotel un profesor, experto en Archimboldi, llamado Amalfitano, para ayudarles en lo que necesiten.
A la espera de Amalfitano, los amigos no se mueven del hotel. La primera impresión que tienen del profesor cuando llega es más bien mala, “perfectamente acorde con la mediocridad del lugar (…), un profesor inexistente de una universidad inexistente, el soldado raso de una batalla perdida de antemano contra la barbarie” (p.162). Se nota, igualmente, que lo último que desea Amalfitano es “servirles de guía por aquella ciudad” (p.163). Por la noche, los tres críticos sueñan: Pelletier, con la taza de su inodoro; Espinoza, con un cuadro del desierto que adorna la habitación; y Norton, con los espejos.
La opinión de los amigos con respecto a Amalfitano cambia cuando este les comenta que ha traducido a Archimboldi. Sorprendidos, quieren saber dónde aprendió alemán. Amalfitano les cuenta sobre su infancia en el Colegio Alemán en Chile. Hablan del exilio en Argentina del profesor durante el golpe de estado chileno como una suerte de abolición del destino que dificulta cualquier cosa importante que uno se proponga hacer. Los amigos y el profesor debaten con respecto a los motivos que llevan a Archimboldi a viajar a Santa Teresa, a las pistas que recibieron, a la posibilidad de que el escritor ni siquiera esté allí.
Esa noche, Norton recibe un correo electrónico de Morini en el que el amigo solo habla de la lluvia que cae sobre Turín. Más tarde, Norton se baña y llama a la puerta de Pelletier y Espinoza, los invita a su cuarto y hace el amor con ambos. Luego, les pide que se vayan.
Al día siguiente buscan sin éxito en los diarios locales alguna noticia de Archimboldi durante los días en los que supuestamente el alemán estuvo allí. Norton llama a Almendro, le pide que le cuente cómo es físicamente el escritor. Le pregunta qué impresión le han causado sus ojos, pero Almendro no sabe responder con exactitud: “Tiene los ojos de un ciego, no digo que esté ciego, pero son igualitos que los de un ciego, es posible que me equivoque” (p.180).
Los tres días siguientes los pasan recorriendo la ciudad de Santa Teresa, que parece crecer a cada segundo. Vagan en coche “como si de verdad esperaran encontrar caminando por una acera a un viejo alemán de gran estatura” (p.182).
Análisis
En estas páginas se vinculan tres de los temas que recorren tanto “La parte de los críticos” en particular como 2666 en general, y varios otros textos de Bolaño: la pesquisa o búsqueda -como motor creativo y vital de los personajes-, el viaje y la enfermedad.
En cuanto este último tema, cabe mencionar el modo en que se desarrolla a lo largo de esta sección, centrado fundamentalmente en la figura de Morini:
Las palabras de los enfermos, incluso de aquellos que sólo con capaces de balbucear, siempre son más importantes que las palabras de los sanos. Por lo demás, toda persona sana es una futura persona enferma. La noción de tiempo, ah, la noción de tiempo de los enfermos, qué tesoro escondido en una cueva en el desierto (p.896).
Con estas palabras se refiere el narrador a él en “La parte de Archimboldi”. Morini, quien padece esclerosis múltiple, se traslada en silla de ruedas y ve su salud deteriorarse día a día, es, de los cuatro amigos, el que tiene una mirada más moderada con respecto a la literatura de Archimboldi (entusiasta, pero lejos de la obsesión), el que tiene una relación menos sobre interpretada y neurótica con Norton, y quien sale, por decirlo de algún modo, más entero emocionalmente en esta primera parte de 2666.
Resulta inevitable encontrar cierta valoración personal de Bolaño en la afirmación de que la palabra del enfermo resulta “más interesante” (p.896) que la del sano, sobre todo si retomamos el título del citado texto “Literatura + enfermedad = enfermedad”, compilado en El gaucho insufrible. En cuanto al significado de esta ecuación, el propio Bolaño ha dicho en más de una ocasión que 2666 era una novela río que lo devoraba. Se había prometido, luego de terminar la también extensa novela Los detectives salvajes, que no iba a emprender una labor semejante nunca más en su vida. Sin embargo, 2666 casi la dobla en tamaño. De hecho, es su novela póstuma, debido a que murió producto de una insuficiencia hepática antes de terminar de corregirla. Así, aunque no es posible afirmar que Bolaño se haya inmolado por su obra, ya siempre se mantuvo alejado de este tipo de concepciones románticas respecto al arte, lo cierto es que es posible adjudicarle un compromiso muy fuerte y pasional respecto a ella. Así, la escritura se presenta como un compromiso al que el escritor (y aquí no hablamos solo de Bolaño sino de un sinfín de personajes retratados en su literatura) se entrega muchas veces en detrimento de su propia salud. La literatura parece ser algo que resulta adictivo, inevitable. Volveremos sobre esta idea a la hora de hablar del viaje repentino de los críticos a Sonora y la pesquisa como combustible vital.
Morini también desea viajar con sus amigos a Sonora, ir en busca de Archimboldi. Sin embargo, debe asumir que no puede hacerlo debido a su condición física: “Su salud quebrantada, dijo, se lo impedía. Marcel Schwob, que tenía una salud igual de frágil, en 1901 había emprendido un viaje en peores condiciones para visitar la tumba de Stevenson en una isla del Pacífico” (p.152-153). Sin embargo, las condiciones del viaje fueron demasiado para la salud de Schwob:
Cuando llegó, al cabo de muchas penalidades, a Samoa, no visitó la tumba de Stevenson. Por un lado, se encontraba demasiado enfermo y, por otro lado, ¿para qué visitar la tumba de alguien que no ha muerto? Stevenson, y esta revelación simple, se la debía al viaje, vivía en él (p.153).
La resignación es uno de los sentimientos que prevalece en esta escena y en este paralelismo de su condición con la de Marcel Schwob. Antes de que sus amigos emprendan la búsqueda de Archimboldi, él, “como Schwob en Samoa, ya había iniciado un viaje, un viaje (…) alrededor de una resignación” (p.154). Sin embargo, además de resignación, Morini adquiere un saber que, más adelante, lo diferenciará sustancialmente del resto del grupo: un escritor vive en su literatura y, sobre todo, en sus lectores, más allá de la muerte de su cuerpo. Stevenson no estaba, para Schwob, en su tumba, así como Archimboldi no estará en Sonora, inclusive si el encuentro con él se concreta físicamente, sino en su obra.
Cabe volver, ahora, al epígrafe de 2666, pero esta vez parafraseado por Bolaño en “Literatura + enfermedad = enfermedad”:
Un oasis siempre es un oasis, sobre todo si uno sale de un desierto de aburrimiento. En un oasis uno puede beber, comer, curarse las heridas, descansar, pero si el oasis es de horror, si sólo existen oasis de horror, el viajero podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste, que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es un espejismo. Hoy, todo parece indicar que sólo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror (2010: p.152).
Esta cita es de especial interés en estas primeras páginas sobre el viaje a Santa Teresa, momento en el que se advierte que el carácter de los críticos se ensombrece. Aquí, el horror se expresa bajo la forma de lo cotidiano. En las habitaciones, se materializa en forma de espejos que se enfrentan de forma perturbadora en la habitación de Norton; espejos en los que, en sueños, ve a otra mujer. También en el cuadro del desierto que, en los sueños de Espinoza, se convierte en un artefacto luminoso y enloquecedor. En la habitación de Pelletier, a la taza del inodoro le falta un pedazo. Con la tapa baja no se percibe, pero, al levantarla, el pedazo que falta se hace presente de forma repentina
como un ladrido (…). El trozo que faltaba tenía forma de medialuna. Parecía como si lo hubieran arrancado con un martillo. O como si alguien hubiera levantado a otra persona que ya estaba en el suelo y hubiera estampado su cabeza contra la taza del baño (p.159).
Los espejos, el cuadro y la taza del inodoro son los objetos con los que cada crítico se encuentra en su habitación y con los que sueñan más entrada la noche. Pelletier sueña con su baño lleno de sangre y unas “costras no del todo endurecidas de una materia que (…) creía que era barro o vómito, pero que no tardaba en descubrir que era mierda” (p.163). Se despierta con la primera arcada.
Así, resulta evidente que el horror es un género que, por momentos, toma el relato. Es común al género situar al lector en un lugar en el que no termina de comprender si hay algo malo en el Hotel México, o la ciudad de Santa Teresa, como bien pasa con las casas embrujadas, o si es que la percepción de los críticos está alterada por alguna situación o evento. Esto no se resuelve en “La parte de los críticos”. Por momentos, es evidente que son jóvenes europeos ingenuos y prejuiciosos que temen a lo desconocido y, por esto mismo, se comportan como “astronautas” (p.184) en un mundo nuevo, incomprendido y, por ende, espeluznante. Sin embargo, hay situaciones en las que parece ser que, efectivamente, algo extraño sucede en Santa Teresa: por ejemplo, el espejo le devuelve a Norton una imagen que se relaciona íntimamente con la percibida por una mujer que estuvo en el hotel un tiempo antes, y cuyo relato se nos brinda en “La parte de los crímenes”. Como dijimos, estas escenas de ambigüedad, típicas del terror fantástico, no se resuelven en 2666, sino que se mantienen en tensión a lo largo de la historia (para más información, ver la imagen “Los espejos”).
Cabe retomar, entonces, el tema de la pesquisa en relación con este viaje y lo que ello suscita. Los críticos, devenidos detectives, poco tienen más que los libros de Archimboldi para dar con él. Por esto mismo, se aferran a pequeños datos, fragmentos de información, que muchas veces no llevan a ninguna parte. Esto emparenta a 2666, nuevamente, a Los detectives salvajes, novela en la que sus protagonistas salen en busca de una poetisa, Cesárea Tinajero, y terminan en una especie de thriller de viaje violento del cual no todos salen con vida.
Santa Teresa, Sonora, o quizá México en su totalidad es, para los amigos, “un medio cuyo lenguaje se negaban a reconocer, un medio que transcurría paralelo a ellos y en el cual solo podían imponerse, ser sujetos únicamente levantando la voz, discutiendo, algo que no tenían intención de hacer” (p.160). Estos detectives difieren en gran medida con los de Los detectives salvajes. Allí, se trataba jóvenes latinoamericanos dispuestos a todo, como dice Bolaño en “Literatura + enfermedad = enfermedad”:
El viaje que emprenden los tripulantes del poema de Baudelaire en cierto modo se asemeja al viaje de los condenados. Voy a viajar, voy a perderme en territorios desconocidos, a ver qué encuentro, a ver qué pasa. Pero previamente voy a renunciar a todo. O lo que es lo mismo: para viajar de verdad los viajeros no deben tener nada que perder (p.150).
En el caso de los críticos de 2666, que se pierden también en territorios desconocidos, no es claro que haya una renuncia a todo. En ese aferrarse a lo propio y lo previo, bajo la forma del prejuicio, puede que resida la incomodidad intrínseca de su estadía en Santa Teresa.
Apenas llegan, la ciudad les parece un gran “campo de refugiados” o “de gitanos” (p.158). Cuando el decano de la Universidad de Santa Teresa les deja una nota y se refiere a ellos como colegas, se entristecen: “Queridos colegas, había escrito sin un ápice de ironía. Esto los hizo reír aún más, aunque acto seguido los entristeció, pues el ridículo de un «colega», a su manera, tendía puentes de hormigón armado entre Europa y aquel rincón trashumante” (p.160). El adjetivo “trashumante”, aplicado a aquel “rincón” que es Santa Teresa, es un adjetivo que, en realidad, aplica en su definición primaria al ganado que pastorea en movimiento continuo. La xenofobia europeísta de los académicos en México no aturde, pero es continua.
En esta línea, la pista que trae a los críticos a México en busca de Archimboldi es, para Amalfitano, una pista falsa:
Yo no le daría excesivo crédito a una pista de Almendro —dijo Amalfitano.
—¿Por qué? —dijo Norton.
—Bueno, es el típico intelectual mexicano preocupado básicamente en sobrevivir —dijo Amalfitano.
—Todos los intelectuales latinoamericanos están preocupados básicamente en sobrevivir, ¿no? (p.171).
Amalfitano, chileno exiliado, es preciso en su comentario. Efectivamente, Almendro es un parásito de la burocracia cultural mexicana que vive del tráfico de influencias. Sin embargo, sin reparar en lo grosero de su comentario, o sin darle importancia, Pelletier hace una generalización ofensiva al decir en su presencia que todo intelectual latinoamericano está preocupado por sobrevivir. Esta falta de tacto se pronuncia aún más si tenemos en cuenta la impresión que Amalfitano había generado, ya, en ellos:
La primera impresión que los críticos tuvieron de Amalfitano fue más bien mala, perfectamente acorde con la mediocridad del lugar. (…) Amalfitano solo podía ser visto como un náufrago, un tipo descuidadamente vestido, un profesor inexistente de una universidad inexistente, el soldado raso de una batalla perdida de antemano contra la barbarie (p.162).
Los prejuicios y la ingenuidad serán las dos barreras más grandes que impedirán que los académicos se vinculen de forma productiva con el entorno en Santa Teresa.
La búsqueda de Archimboldi es oblicua, casi estúpida en su uso de los recursos. El problema no está, muchas veces, en las respuestas que reciben, sino en las preguntas absurdas que hacen si de encontrar al escritor se trata. En el caso de Almendro, por ejemplo, en lugar de preguntarle por detalles que ayuden a comprender qué hacía el escritor en esa ciudad desértica de México, le preguntan con insistencia qué impresión le han causado los ojos de Archimboldi. Algo contrariado, Almendro no sabe responder con exactitud: “Tiene los ojos de un ciego, no digo que esté ciego, pero son igualitos que los de un ciego, es posible que me equivoque” (p.180). La búsqueda es para los críticos el motor vital, es una fuente de energía, pero es, al mismo tiempo, inútil e inconducente.
Podemos en este punto hacer una pausa y, con los elementos explorados, pensar en el género de esta parte de 2666. Decimos que es, por un lado, un thriller académico, ya que si bien estamos ante una serie de eventos, temas y acciones que remiten al thriller como la pesquisa, la persecución, el enigma y la violencia, todos se enmarcan en mayor o menor medida en el ámbito académico letrado. La búsqueda es la de un escritor, la violencia se ejerce en nombre de conceptos o reflexiones intelectuales y no necesariamente el dinero o el poder son los motores que impulsan la acción como en el caso del thriller clásico. Además, decimos que puede tratarse al mismo tiempo de una novela de campus, sobre todo en conexión con la relación que involucra a los cuatro amigos, sus triángulos amorosos, viajes, investigaciones y conflictos. Por “campus” entendemos todas aquellas locaciones y ambientes propios del ámbito intelectual letrado: congresos, universidades, simposios, centros culturales, bares frecuentados por profesores y estudiantes, oficinas gubernamentales vinculadas al arte y la cultura. Todos estos espacios son la matriz sobre la cual se teje la trama entre los críticos.