Resumen
Las visitas a Londres de Espinoza y Pelletier se reanudan, pero ya no duermen en casa de Liz Norton cuando llegan a la ciudad. Algunas veces se cruzan con Alex Pritchard en la casa de su amiga. Un día, Pelletier llega al edificio de Liz, cuando se lo cruza en la escalera. Pritchard le dice “¿Quieres un consejo? Ten cuidado. (...) Guárdate de la Medusa” (p.102).
Pese a su consejo, quien verdaderamente pone en guardia a los amigos es el propio Pritchard. Su presencia los deja “como espiritados” (p.103), obsesionados con él y su rol en la vida de Norton. El hecho de que Archimboldi esté como candidato al Nobel parece serles ahora indiferente. Cuando preguntan a Norton, por consejo de Morini, si se siente atraída por el joven profesor de escuela secundaria, ese grosero y agresivo Pritchard, Norton responde en forma ambivalente, y les pregunta si están celosos. Ofendidos, no responden a su pregunta, y la encuentran capciosa y cáustica. En lugar de eso, se van los tres a beber a un bar, donde conversan
de los celos y de las funestas consecuencias de éstos (…), de la inevitabilidad de los celos (…), de la necesidad de los celos, como si los celos fueran necesarios en medio de la noche. Para no mencionar la dulzura y las heridas abiertas que en ocasiones, y bajo ciertas miradas, son golosinas (p.107).
Esta conversación intelectual sobre los celos y los vínculos se mantiene en el taxi. El conductor es un paquistaní que murmura y, finalmente, se pierde en el laberinto de Londres. Los amigos hablan de cómo, mucho antes del paquistaní, Dickens, Borges y Stevenson hablaron de Londres en términos de laberinto. El taxista, irritado, dice no conocer a estos escritores. Luego habla de dignidad y respeto, y de las cosas indignas e irrespetuosas que ha escuchado decir a Norton en su condición de mujer. Los amigos le hacen detener el coche para bajarse, indignados también. El paquistaní accede con gusto a parar el vehículo, cosa que irrita más a Espinoza, que da la vuelta al coche y baja al chofer del asiento del conductor. Espinoza y Pelletier, le dan una paliza al paquistaní al grito de “métete el islam por el culo” (p.109), “esta va por Salman Rushdie (un autor que ambos, por otra parte, consideraban más bien malo)” (ídem), “esta patada es de parte de las feministas de París” (ídem), “esta patada es de parte de las feministas de Nueva York” (ídem). Mientras tanto, Norton grita “parad de una puta vez” (ídem) y “lo vais a matar” (ídem), hasta que, finalmente, lo dejan “inconsciente y sangrando por todos los orificios de la cabeza, menos por los ojos” (ídem).
Luego de la golpiza, Pelletier se siente como si hubiera tenido un orgasmo. Lo mismo, con algunas diferencias, Espinoza. Por su parte, “Norton, que los miraba sin verlos en medio de la oscuridad, parecía haber experimentado un orgasmo múltiple” (p.109). Un grupo de personas se acerca, parece que tienen la intención de tomar el taxi que ellos, en teoría, están dejando libre. Sin embargo, el trío abandona al paquistaní, inconsciente, pero vivo, en la vereda y huye con el taxi. Luego, Norton no permite que la acompañen a su casa y pide que dejen de verse por un tiempo.
Durante un tiempo, Pelletier y Espinoza se olvidan de Norton, Pritchard, Medusa y la golpiza del taxista paquistaní. Visitan, aprovechando un congreso en Berlín, un burdel, y comienzan, a partir de allí, una importante afición por las prostitutas. Pelletier se involucra con una en particular llamada Vanessa, quien tiene un hijo y está casada con un marroquí. “A las putas (…) hay que follárselas, no servirles de psicoanalista” (p.122), le aconseja Espinoza que, al contrario de su amigo, no recuerda el nombre de ninguna prostituta con la que se ha acostado.
Con el tiempo retoman contacto con Morini, a quien encuentran, como cada vez que lo ven, más desmejorado que la vez anterior. También se reencuentran con Norton. Un día, por primera vez desde el incidente con el paquistaní, los tres van a tomar unos tragos. Para sortear el silencio, Espinoza le relata a Norton un viaje que realizaron ambos con Morini a Auguste Demarre, un manicomio cerca de Montreaux. La idea fue de Morini, quien quería hacerle una visita a Edwin Johns, uno de los pintores más inquietantes del siglo XX, que se había cortado la mano con la que pintaba: “La había embalsamado y la había pegado a una especie de autorretrato múltiple” (p.126). “¿Cómo es que nunca me contásteis esta historia?” (p.127), dice Norton, risueña, porque sabe que fue ella quien le contó a Morini sobre Johns.
Según el relato de Espinoza, el día en que los tres amigos visitan al pintor, este le responde al oído, a Morini, por qué es que se mutiló. El italiano guarda la respuesta para sí. Al volver cada uno a su respectiva ciudad, Morini deja de estar disponible. No solo no atiende los llamados a su casa, sino que los amigos comienzan a preocuparse cuando, al llamar al departamento de literatura alemana de la Universidad de Turín, tampoco reciben respuesta sobre el paradero de su amigo. Cuando un buen día responde el teléfono, lo hace como si nada hubiera pasado.
En el bar, Norton escucha todo este relato sobre Johns y la desaparición posterior de Morini sin, en principio, decir nada sobre el pintor. Con respecto a Morini, les cuenta que, por aquellos días en que supuestamente estaba desaparecido, el italiano la había visitado en Londres. Fueron a cenar, al teatro y, antes de volar a Italia, Morini dijo que creía saber por qué Edwin Johns se había mutilado: “Por dinero (…). Porque creía en las inversiones, en el flujo de capital, quien no invierte no gana, esa clase de cosas” (p.140). En esa ocasión también le pidió que no diga nada sobre su visita a Londres a los otros amigos. Norton incumple su palabra contando esto porque había prometido mantener el secreto.
Espinoza y Pelletier se quedan pensativos y un poco más silenciosos ante este relato de su amiga. Luego, los tres conversan con el dueño de la galería en la que están tomando unas margaritas. El hombre les dice que va a cerrar el local, una especie de bar y, a la vez, galería de arte y venta de ropa usada. El hombre afirma que ha tomado la decisión porque el fantasma de su abuela ronda por el antiguo edificio a causa de la poca concurrencia. A pesar de que sus margaritas son muy buenos, porque aprendió a hacerlos en el Caribe mientras trabajaba en tareas de espionaje, el negocio no prospera. El fantasma de su abuela casa no ayuda. La historia entristece mucho a los críticos.
Análisis
La aparición de Alex Pritchard en la vida de Norton mantiene contrariados a los amigos. Se trata de un hombre vulgar y ordinario, que de alguna manera les revela un costado de su amiga que no deseaban ver. En la sección anterior mencionamos el primer encuentro con Alex: “Desde la acera, tras pagarle al taxista, contemplaron las ventanas iluminadas. Después, (…) vieron la sombra de Liz, la sombra adorada, y luego, como si un soplo de aire fétido irrumpiera en un anuncio de compresas, la sombra de un hombre que los dejó paralizados” (p.95). Los dos pretendientes, paralizados en la vereda y mirando hacia arriba, parecen dos adolescentes experimentando por primera vez la desilusión amorosa: “Espinoza, con un ramo de flores en la mano, Pelletier, con un libro de Sir. Jacob Epstein envuelvo en un finísimo papel de regalo” (ídem).
Esta imagen, algo patética, de los amigos espiando por la ventana las sombras chinas de la amada junto a otro hombre parece tomada de una comedia romántica. Sin embargo, este efecto se rompe con algo de humor absurdo e inquietante, al mencionar que la sombra masculina realiza de repente un movimiento perturbador “que a Pelletier y Espinoza les pareció un movimiento de hulla-hop (…), un movimiento o una serie de movimientos que denotaba no sólo sarcasmo sino también maldad, seguridad y maldad” (p.96). El hulla-hop es lo que en otros lugares de Latinoamérica se llama hula hula, y consiste en realizar movimientos circulares ondulatorios con todo el cuerpo para mantener, girando en la cintura, un aro plástico. Resulta curioso que este movimiento ridículo se perciba para los amigos como algo malvado.
Minutos después, cuando finalmente entran a la casa de la amiga, la sensación de que algo ha cambiado sigue acrecentándose: “Norton los miró como si fueran dos amigos muertos hace mucho, cuyos fantasmas regresan del mar” (p.97). Toda la escena está teñida, como iremos viendo, de un velo de humillación y absurdo que resulta casi insoportable. Para colmo, apenas presentados los amigos Pritchard se burla de la literatura alemana. La discusión escala rápidamente y deviene en una fuerte pelea con Pelletier y Espinoza. Sin embargo, están a punto de salir a la calle a resolver la trifulca con los puños, Norton interviene y le pide a Alex que se retire.
En este punto, la mención de la literatura alemana y Archimboldi devuelve al lector a lo que, en principio, lo convocaba: la búsqueda del escritor, el interés por su figura, el misterio tras su obra. Algo que había quedado sumergido, de repente, bajo una trama romántica ordinaria que no solamente producía un desvío de nuestra atención respecto a la pesquisa principal, sino la de los propios críticos: “Durante un tiempo, Espinoza y Pelletier anduvieron como espiritados. Archimboldi, que volvía a sonar como claro candidato al nobel, los dejaba indiferentes” (p.103).
Efectivamente, los amigos andan espiritados. Sobre todo a partir de un incidente con Pritchard, un incidente en el cual el profesor de secundaria les dice que deben cuidarse de la Medusa. Quizás, el mensaje de Pritchard, que ha demostrado ser un hombre vulgar y corto de ideas, sea sencillamente que los amigos deben cuidarse de algo maligno. Cabe recordar que las gorgonas eran despiadados monstruos femeninos que, al ser contempladas, petrificaban a quien las mirase. Sus imágenes se ubicaban en todo tipo de espacios porque, debido a esta cualidad, eran consideradas también protectoras. Las gorgonas eran tres: Medusa, Esteno y Euríale. Sin embargo, la única que tenía un poder mortal era Medusa.
Ahora bien, en cuanto a su presencia en la novela, Medusa vendría a funcionar en el sentido común como una metáfora ordinaria del horror, un mal por venir de parte de Norton. Sin embargo, Pelletier se embarca en elucubraciones y razonamientos demasiado complejos como para que sea verosímil adjudicárselos a la creatividad de Pritchard: “Cuando Perseo le cortó la cabeza a Medusa de su cuerpo salió Crisaor; el padre del monstruo Geríones, y el caballo Pegaso (…), el caballo alado, que para mí representa el amor” (p.102), le dice Pelletier a Espinoza, que lo escucha sin aceptar del todo su versión. Según Pelletier, Pritchard “se ve a sí mismo como Perseo, el asesino de la Medusa” (p.103). A partir de este pensamiento, la idea de que Norton está en peligro cerca de Alex se instala en la mente de los amigos.
Toda esta línea narrativa de la relación de Norton con Pritchard tiene, como tantos otros relatos que se desvían, una función de moderada importancia en la trama general. La aparición en la literatura de Bolaño de personajes como Pritchard, seres ordinarios que a la vez encarnan un misterio inasible, es frecuente, y más frecuente aún es que no sean ellos los protagonistas. Sin embargo, con respecto a Pritchard, Espinoza dice algo que aplica, no sólo a “La parte de los críticos” y la novela en general, sino a buena parte de la producción de Bolaño, quien aborda el mal y el horror, en relación con la creatividad, como tema fundamental en su obra: “Un cabrón puede no tener imaginación y luego realizar un único acto de imaginación, en el momento más inesperado” (p.104), dice el español sobre Pritchard. De este modo, Pritchard puede ser una persona ordinaria y vulgar, pero, de un momento a otro, ejecutar un acto creativo. Lo mismo parece suceder, también, con el mencionado Edwin Johns, que ve en el hecho de cortarse la mano un acto de imaginación capaz de transportar su arte a otro nivel (aunque este sea del mercado).
Además, este comentario de Espinoza se conecta con una de las ironías más evidentes y significativas de la novela. Espinoza y Pelletier, que se han vanagloriado de su generosidad, sus valores morales y su civilidad europea, golpean como bestias al taxista paquistaní que manifiesta su indignación con Norton por sus ideas liberales. Lo hacen en nombre de Salman Rushdie, un reconocido escritor y ensayista de origen indio, y también de las feministas de Nueva York. Es decir, golpean al trabajador migrante, en nombre de las expresiones progresistas del mundo moderno, al punto de dejarlo tirado, inconsciente, en la calle. Todavía más: abandonan el cuerpo y la escena del crimen en el propio taxi del paquistaní. Un cabrón puede tener un único acto de imaginación, había dicho Espinoza en relación con la posibilidad de que, un día, Pritchard cometa un acto de violencia con Norton. Sin embargo, son ellos quienes no solo golpean a un hombre hasta hacerlo sangrar por todos sus orificios, sino que, además, sienten placer luego de hacerlo. En cambio, de Pritchard nunca más sabremos nada.
Tras la paliza, Pelletier se siente como si hubiera tenido un orgasmo. Lo mismo Espinoza y “Norton, que los miraba sin verlos en medio de la oscuridad, parecía haber experimentado un orgasmo múltiple” (p.109). Esta escena es de suma importancia en la novela, ya que nos recuerda la visión del bien y el mal que transmite Bolaño en su obra. Una visión para nada maniquea, que pone en evidencia el hecho de que el mal pueda sobrevenir en cualquier momento. Lejos de la mirada que muestra a Europa como “la civilización”, en contraposición al “salvajismo” latinoamericano, Bolaño advierte sobre la hipocresía que puede disfrazarse de acto de justicia, de revolución o de obra de arte.
Una mirada afilada y compleja sobre el mal se condensa en esta golpiza al taxista. Se trata, en este caso, de la destrucción del otro o, sencillamente, del hecho de no reconocer la existencia de un otro como tal. La “destrucción” del taxista, en este punto, trae aparejada la destrucción de toda atadura moral y ética, e instala un “vale todo” en nombre de los buenos valores progresistas. En el caso de la golpiza, esta licencia para dar rienda suelta a la agresividad de los letrados se da, como bien dijimos, en nombre de las feministas de Nueva York y del escritor Salman Rushdie. Volveremos más adelante sobre esto, pero uno de los intereses de Bolaño en torno al mal reside, entre otras cosas, en el hecho de que el horror se ejecuta, se conjura y se justifica, la mayor parte de las veces, en nombre de algo. Se comprende entonces que su interés haya estado puesto a lo ancho de su obra en los crímenes, los asesinos seriales, el nazismo, el pinochetismo y las dictaduras latinoamericanas en general, la guerra y el arte performático violento. Todas estas expresiones han empleado el horror en nombre de ideas, conceptos o valores que supuestamente lo ameritaban.
Cabe resaltar un gesto que no aporta materia sustancial al análisis, pero es parte de una marca de estilo de Bolaño que se repite en toda su obra. Como podemos apreciar, las referencias intertextuales en la novela son múltiples. Se hace mención a lugares, eventos y personajes de la vida real; se hace referencia a personas reales bajo nombres ficticios; y se utilizan personajes ficticios de obras anteriores. Dentro del primer grupo, en 2666 Bolaño se ocupa de hacer un cameo; es decir, un pequeño homenaje a sus amigos. En un momento menciona a los escritores Marías (Javier) y Vila-Matas (Enrique). Más adelante, en “La parte de Amalfitano”, ubicará a los escritores Pere Gimferrer, Rodrigo Rey Rosa y Juan Villoro en la librería La Central de Barcelona, una librería que existe al día de hoy y es célebre por su belleza y su calidad. En el apartado anterior, sin ir más lejos, los críticos vagan por la ciudad y escuchan a una mujer y un hombre conversar. El hombre, alto, de barba y bigote, y habla española, posiblemente se trate de Rodrigo Fresán, gran amigo de Bolaño.
Como vimos, la amistad es uno de los temas primordiales de esta primera parte de 2666. Pero en la literatura de Bolaño la amistad es un vínculo complejo y no tiene por defecto un valor positivo. Las relaciones amistosas muchas veces son relativas en cuanto a lo que el sentido común entiende por amistad. No necesariamente representan un lugar de contención y afecto, sino que implican cruces y competencias. La amistad parece ser un virus que afecta a las personas y no siempre es bienvenido, pero inevitablemente cumple un rol clave en la conformación de las identidades de los personajes de Bolaño. En más de una ocasión, los críticos necesitan distanciarse del grupo de amigos, aislarse, apartarse para respirar. Sin embargo, esta necesidad de individuación y aislamiento no cancela los momentos de comunión idílica, cuasi metafísica, entre los jóvenes:
Al final siempre quedaban ellos cuatro caminando por las calles de Avignon con la misma despreocupada felicidad con que habían caminado por las renegridas y funcionariales calles de Bremen y como caminarían por las variopintas calles que el futuro les tenía reservadas, Morini empujado por Norton, con Pelletier a su izquierda y Espinoza a su derecha, o Pelletier empujando la silla de ruedas de Morini, con Espinoza a su izquierda y Norton, delante de ellos, caminando hacia atrás y riéndose con la plenitud de sus veintiséis años, una risa magnífica que ellos no tardaban en imitar aunque ciertamente hubieran preferido no reírse y sólo mirarla, o bien los cuatro alineados y detenidos junto al murete de un río historiado, es decir de un río que ya no era salvaje, hablando de su obsesión alemana sin interrumpirse entre ellos, ejercitando y degustando la inteligencia del otro, con largos intervalos de silencio que ni siquiera la lluvia podía alterar (p.30).
Con todo, esta comunión llena de júbilo también permite la competencia, la angustia y los secretos. La amistad es también sufrimiento y dolor, parece querer decir Bolaño en esta novela, dista mucho de ser un vínculo superfluo y pasatista. En lugar de eso -algo que también encontramos en el caso de Ulises Lima y Arturo Belano en Los detectives salvajes-, se trata es una relación fundacional de la identidad de los personajes, una relación que deja, en cada uno de ellos, marcas, buenas o malas, pero imborrables.