Resumen
El francés Jean-Claude Pelletier descubre la literatura de Benno von Archimboldi en 1980, a los 19 años. Deslumbrado, se convierte en un lector entusiasta del alemán y, aunque no le es fácil encontrar en París los libros del autor, logra con esfuerzo dar con varios de ellos. Comienza a traducirlos al francés y a estudiarlos, y se convierte, en pocos años, en el mayor especialista en Archimboldi de Francia.
Piero Morini nace en un pueblo cercano a Nápoles y, aunque lee a Archimboldi por primera vez en 1976 y se entusiasma tanto como Pelletier, recién comienza a traducirlo al italiano en 1988. Archimboldiano acérrimo, Morini da clases de literatura en la Universidad de Turín. Tempranamente diagnosticado con esclerosis múltiple y con su movilidad reducida, fruto de un accidente, pronto se ve obligado a usar una silla de ruedas.
El español Manuel Espinoza llega a la lectura de Archimboldi por otros caminos: conoce al escritor mientras se dedica de lleno a la filología española, debido a su íntima voluntad de convertirse en escritor. A partir de la lectura del alemán Ernst Jünger, se vincula con críticos dedicados a la literatura alemana y al autor. Sin embargo, cuando el Jünger visita Madrid, el grupo de jungerianos aparta a Espinoza por miedo a que los deje mal parados, ya que en ese momento no habla una palabra de alemán. En 1990, lejos del grupo y lleno de resentimiento, se doctora en literatura alemana con un trabajo sobre Benno von Archimboldi; su dominio de la lengua germana en ese momento es “si no excelente, más que pasable” (p.19).
Una de las cosas que los tres archimboldianos tienen en común, además del estudio del mentado autor, es su voluntad de hierro. La inglesa Liz Norton, por el contrario, no es lo que se llama comúnmente una mujer con una gran voluntad. Su descubrimiento de Archimboldi es el menos poético o traumático de todos. Cuando un amigo alemán le presta La ciega, a Norton le gusta, pero no tanto como para correr a comprarse otro libro del autor. Sin embargo, la lectura de Bitzius la deja completamente cautivada.
La primera vez que los cuatro críticos se encuentran es en un congreso de literatura alemana en Bremen, en 1994. Pelletieri y Morini se habían conocido durante unas jornadas en la DDR, en un simposio en Mannheim. En Zúrich, en 1990, ambos coincidieron con Espinoza. Los tres presentaban, una y otra vez, trabajos archimboldianos, y se cruzaban en cuanto simposio, jornada o congreso hubiera de literatura alemana. Entusiasmados, rápidamente trabaron amistad. El número 46 de la revista Estudios literarios publica artículos de los tres dedicados a Archimboldi y también uno de Liz Norton. Allí la conocen de nombre, y lo único que saben de ella, hasta el encuentro en Bremen, es que da clases de literatura alemana en una universidad de Londres. No es catedrática como ellos.
En Bremen, los tres amigos se encuentran con Pohl, Schwartz y Borchmeyer, otro grupo archimboldiano, antagónico en sus lecturas. Las discusiones se trasladan de la universidad a las cafeterías, y es Liz Norton la que pone finalmente en su lugar a Pohl, Schwartz y Borchmeyer en un “alemán correctísimo, tal vez demasiado deprisa”, como una “amazona rubia” (p.26). Los tres amigos invitan a la nueva integrante del grupo a cenar esa misma noche y, a partir de allí, no pasa una semana sin que se llamen regularmente.
En 1995, en un evento en la ciudad de Ámsterdam, conocen a un suabo. Cuando este hombre, versado en literatura alemana, se pone a “recordar su periplo como periodista, (…) como promotor cultural en ayuntamientos periféricos” (p.33), aparece el nombre de Archimboldi, a quien dice haber conocido personalmente. En aquella ocasión, recibió al escritor que leyó dos capítulos de su novela en curso en el evento al que había sido invitado, y luego cenaron junto a una maestra y una señora viuda que llevó la batuta de la conversación toda la noche. Ella relató su arribo a Buenos Aires en 1927, la imagen de las hordas de inmigrantes llegando a las costas del Río de la Plata, y el encuentro de su marido, gran jinete, con un joven gauchito, hijo del dueño de la estancia, que le propuso echar una carrera. El jinete francés ganó la competencia, pero más adelante la viuda contó que se acercó al gauchito y le dijo, en su lengua incomprensible para el criollo, que no se entristeciera por haber perdido. Sin embargo, el joven le confesó, gracias a la traducción de una prima, que la carrera había sido arreglada para que su marido la gane. “¿Alguien es capaz de resolver el enigma?” (p.39), preguntó en aquella ocasión la viuda al suabo, el escritor alemán y la maestra. Archimboldi habló, por primera vez, en la cena, y le respondió que el gauchito había sentido piedad por su marido. Más tarde, el suabo dice haber acompañado a Archimboldi a su pensión. Al otro día, cuando fue a buscarlo para llevarlo a la estación de tren, el escritor ya no estaba. El suabo había dicho todo lo que tenía para decir sobre el enigmático escritor a sus atentos interlocutores.
Quince días después, Espinoza y Pelletier van a ver al editor de Archimboldi en Hamburgo. Schnell, el director de la editorial, dice no haber visto jamás al novelista en persona. Recibe archivos e instrucciones en sobres que provienen de Italia, y los pagos los hace por depósito a una cuenta suiza. La dueña de la editorial, la señora Bubis, sin embargo, sí conoce personalmente a Benno von Archimboldi. A la mañana siguiente se presentan en su casa y conversan sobre Archimboldi y el arte en general. Ella se pregunta si, efectivamente, es posible conocer la obra de un autor. Ellos preguntan si podrían ponerse en contacto con el escritor. Ella responde negativamente con un ligero movimiento de cabeza. Se dan cuenta ambos, luego de ese encuentro, que “Archimboldi siempre estaba lejos, en parte porque su obra, a medida que uno se internaba en ella, devoraba a sus exploradores” (p.48).
A partir de aquí, ambos, sin confesárselo mutuamente, comienzan a pensar en Liz Norton, y en la posibilidad de conquistarla. Pelletier se adelanta a Espinoza y, días después, aparece en Londres de sorpresa. Tras compartir distintas situaciones con Liz, se besan y tienen relaciones sexuales. Durante las siguientes semanas, el teléfono de Liz no para de sonar, la llaman alternadamente Pelletier y Espinoza. Con excusas archimboldianas que se agotan en menos de un minuto pasan a compartir trivialidades de la vida cotidiana. Durante este tiempo, Morini entra en un estado de “invisibilidad total” (p.51).
Análisis
La extensión de 2666 no es un dato menor a la hora de analizarla. Se trata de una voluminosa obra que, dependiendo de la publicación, tiene entre 1200 y 1300 páginas, y está compuesta por cinco relatos interconectados entre sí de diversas maneras, ninguna de ellas lineal o mediante una lógica que se desprenda del texto fácilmente. Por el contrario, puede decirse que cada historia leída de forma independiente es en sí un relato coherente y no necesita de las demás para tener un sentido propio. Si bien es solo en el conjunto donde encontramos el sentido último de la novela, por su extensión y complejidad es necesario atender a cada una de sus partes de forma particular, como haremos en este caso con “La parte de los críticos”, que inaugura el libro.
El título 2666 proviene de otro texto de Roberto Bolaño, de 1998, llamado Amuleto. Este relato se enmarca en el movimiento de 1968 en México, específicamente, en la intromisión del ejército en la Universidad, y la masacre posterior de Tlatelolco. En Amuleto, la narradora, Auxilio, dice:
La [avenida] Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo (1999: p.74).
De esta cita toma el escritor chileno el título de su proyecto más ambicioso.
2666 fue publicada de forma póstuma por la familia de Bolaño, su editor Jorge Herralde y su amigo Ignacio Echeverría. Bolaño, que padecía una enfermedad hepática grave, quería que la novela fuera dividida en sus cinco partes para la publicación, de forma que pudiera obtener mejores regalías en la venta de los ejemplares para brindarle un mejor pasar económico a su familia después de muerto. Sin embargo, tanto la decisión familiar como la de su ex mujer, Carolina, y sus amigos, Herralde y Echeverría, fue publicarla tal cual Bolaño la había concebido. La idea de una publicación fragmentada refuerza lo antedicho sobre la posibilidad de leer cada parte de 2666 de forma individual o fragmentada.
Desde sus inicios, con La literatura nazi en América Latina y Estrella distante, la exploración del tópico del mal atrapó a Bolaño en cada ocasión. El epígrafe de 2666 deja en claro que su última novela no escapa a este interés: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento” (p.9), es el verso de Charles Baudelaire que inaugura, no solo “La parte de los críticos”, que es la que nos compete en este análisis, sino la obra en su totalidad. No nos encontraremos en esta primera parte con el horror al que da pie el epígrafe, sino más bien con su anticipo. Uno de los relatos más extensos de la novela, “La parte de los crímenes”, sumerge al lector en la epidemia de femicidios que azotó desde principios de los años 90 a la zona de Ciudad Juárez. “Santa Teresa” es llamada la ciudad en la novela, una ciudad ficticia creada por Bolaño que, de alguna manera, representa a Ciudad Juárez, pero también a muchas otras localidades de la zona de Chihuahua y Sonora.
En “La parte de los críticos”, veremos cómo, en más de una ocasión, se mencionan los femicidios, que son, para algunos personajes curiosamente numerosos en esa zona con respecto a otras áreas de México, y que comienzan a alterar a la prensa y a la sociedad en general. Los femicidios son el oasis de horror, y el desierto genérico baudeleriano del epígrafe toma la forma concreta del desierto mexicano de Sonora. Dice el mismo Bolaño en su texto “Literatura + Enfermedad = Enfermedad” sobre esa línea escogida:
Y con ese verso, la verdad, ya tenemos más que suficiente. No hay diagnóstico más lúcido para expresar la enfermedad del hombre moderno. Para salir del aburrimiento, para escapar del punto muerto, lo único que tenemos a mano, y no tan a mano, también en esto hay que esforzarse, es el horror, es decir el mal. O vivimos como zombis, como esclavos alimentados con soma, o nos convertimos en esclavizadores, en seres malignos (2010: p.151).
Cabe resaltar, también, que el verso del epígrafe es tomado del poema de Baudelaire llamado “El viaje”, y que la línea que antecede a la citada dice lo siguiente: “¡Amargo sabor, aquel que se extrae del viaje!” (2006: p.361). El viaje es uno de los motivos que recorre toda la obra de Bolaño, la novela 2666 en general y esta primera parte en particular. Los personajes de “La parte de los críticos” son viajeros, se mueven constantemente por toda Europa y tienen como principal destino Santa Teresa, México. Este viaje está motivado por una pesquisa obsesiva: encontrar al escritor alemán Archimboldi, objeto de estudio de los cuatro.
En este punto, la novela establece simetrías con su hermana, Los detectives salvajes, en la que un grupo de jóvenes sale en busca de la poetisa real visceralista Cesárea Tinajero, también vista por última vez en Sonora, a pocos kilómetros de Santa Teresa, en otra ciudad ficticia llamada Villaviciosa.
El desierto mexicano parece ser entonces el imán al que se ven atraídos estos personajes neblinosos y escurridizos. Sin embargo, en la literatura de Bolaño los viajes y las pesquisas acercan muchas veces al peregrino al horror, como bien se explica, también, en “Literatura + Enfermedad = Enfermedad”:
Un oasis siempre es un oasis, sobre todo si uno sale de un desierto de aburrimiento. En un oasis uno puede beber, comer, curarse las heridas, descansar, pero si el oasis es de horror, si sólo existen oasis de horror, el viajero podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste, que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es un espejismo. Hoy, todo parece indicar que solo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror (2010: p.152).
El narrador de “La parte de los críticos” es un narrador omnisciente que sigue de cerca los pasos de los cuatro amigos, por momentos focalizándose en cada uno de ellos. Hace, además, intervenciones que exponen que está desenvolviendo una trama deliberada, como cuando aclara: “Pero de esto hablaremos más tarde” (p.20). Debido a algunas particularidades del narrador que se despliegan a lo largo del texto, retomaremos su figura recién al final de la última parte de este análisis.
Al establecer como personajes principales a cuatro jóvenes de diferentes latitudes europeas, se establece sin mencionarlo el asunto de la lengua y la distancia idiomática como un actor importante en el texto. Morini es italiano, Norton inglesa, Pelletier francés y Espinoza español. Los cuatro tienen un buen manejo del alemán, debido a sus estudios literarios, pero no necesariamente es esta la lengua que utilizan para comunicarse. Dependiendo de quiénes conversan, es probable que el idioma que utilicen cambie. Esto es algo que Bolaño deja la mayoría de las veces librado a la imaginación del lector. Sin embargo, la atención sobre las particularidades de las lenguas está siempre puesta sobre el mantel. Por ejemplo, en relación con el nombre de Benno von Archimboldi, un amigo de Norton se pregunta cómo es posible que exista “un escritor alemán que se apellidara como un italiano y que, sin embargo, tuviera el von, indicativo de cierta nobleza, precediendo al nombre” (p.21). En Alemania no son comunes, según el amigo, los nombres propios masculinos terminados en vocal; “Los nombres propios femeninos sí. Pero los masculinos ciertamente no” (p.21), dice.
Este tipo de datos menores, tratados de forma hiperbólica como enigmas a resolver, contribuyen a cubrir de misterio la figura del escritor alemán. Lo mismo sucede con el efecto que provoca en sus seguidores la lectura de sus novelas. Norton, por ejemplo, tiene una experiencia cuasi epifánica, que roza el delirio místico, al leer la novela Bitzius:
En el patio cuadriculado llovía, el cielo cuadriculado parecía el rictus de un robot o de un dios hecho a nuestra semejanza, en el pasto del parque las oblicuas gotas de lluvia se deslizaban hacia abajo pero lo mismo hubiera significado que se deslizaran hacia arriba, después las oblicuas (gotas) se convertían en circulares (gotas) que eran tragadas por la tierra que sostenía el pasto, el pasto y la tierra parecían hablar, no, hablar no, discutir, y sus palabras ininteligibles eran como telarañas cristalizadas o brevísimos vómitos cristalizados, un crujido apenas audible, como si Norton en lugar de té aquella tarde hubiera bebido una infusión de peyote (p.21).
La experiencia de lectura de Archimboldi parece hipnotizar a sus seguidores, trastocar su percepción, e imantarlos como una droga. Sin embargo, su literatura no le será referida jamás al lector de 2666 en forma directa. Su prosa no será siquiera parafraseada, jamás se nos repondrá tampoco la trama de sus relatos. En este punto, a pregunta resulta ineludible: ¿de qué se trata su obra y cómo escribe Archimboldi? Nunca lo sabremos, y solo nos queda acceder a los bordes de su escritura, a esa zona que tiene más que ver con la experiencia de sus seguidores, sus reflexiones, abordajes críticos y emociones, que con el objeto mismo. Así, del mismo modo en que a los críticos se les escapa la figura de Archimboldi, y lo persiguen por el mundo, a nosotros también se nos escapa la materialidad de la prosa del alemán. El lector es un intruso parado detrás del sillón de uno de estos jóvenes, quizá Pelletier, quizá Morini, que obstruyen con su cabeza las páginas del libro que leen. Habrá que conformarse, entonces, con las manifestaciones físicas y verbales que la literatura de Archimboldi suscita en ellos, e imaginar y presuponer, con muy pocas herramientas, qué puede ser tan deslumbrante de su obra.
Vale señalar que no es la primera vez que el nombre de Archimboldi se hace presente en la literatura de Bolaño. En otras guías de estudio del autor, hemos pensado a la obra de Bolaño como un gran fractal: una secuencia cuyo sentido o perfil se mantiene, independientemente de que con una lupa ampliemos o reduzcamos su extensión. En Los detectives salvajes, una joven poeta pregunta “¿Quién es Arcimboldi?” (2019: p.170), y otro, mayor, le responde: “Ay, estos real visceralistas realmente son unos ignorantes. Uno de los mejores novelistas franceses (…); su obra, sin embargo, casi no está traducida, al español, quiero decir, salvo una o dos novelas aparecidas en Argentina, en fin, yo lo he leído en francés, por supuesto” (2019: p.170). Como vemos, este Archimboldi prefigurado, apenas esbozado años atrás no es alemán, sino francés. Sin embargo, otra poetisa menciona más adelante la novela arcimboldiana La rosa ilimitada, novela que en 2666 es atribuida al alemán.
De este modo, el germen, la semilla del misterioso escritor Archimboldi ya está prefigurada en Los detectives salvajes. Buena parte de 2666 se trata, de alguna manera, del gesto de poner una lupa sobre esa figura y expandirla. Al hacerlo, al aumentar la imagen, nos encontraremos con que el sentido general de la novela no dista mucho del sentido general de su gemela escrita años atrás. Este mismo recurso podemos verlo también en la novela Estrella distante, en la cual Bolaño se encarga de expandir un breve cuento biográfico del libro La literatura nazi en América Latina.