Resumen
La voz poética abre esta sección con la imagen del río Támesis y el viento que cruza silenciosamente por su orilla. “Fluye suave, buen Támesis, hasta el fin de mi canto” (v.183), dice en alusión al poema “Protalamio” de Edmund Spenser. En este poema, las ninfas pasean en rebaño entre las margaritas, lirios y prímulas. Se trata de un río que rebosa de vitalidad y fertilidad. En la tierra baldía, el río está vacío. Las ninfas que habitaban el Támesis en el poema de Spenser se han marchado, al igual que sus amigos, los holgazanes herederos de los directores de la ciudad. Tampoco hay en el río botellas vacías, papeles de sándwiches, pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas de cigarrillos, dice el poeta. En otras palabras, el Támesis se ha convertido en una especie de pizarra en blanco, estancada, desprovista de restos de la modernidad pero también de vida. El yo lírico recuerda estar sentado junto a las aguas del lago Lemán.
El poeta, “pescando en el canal aletargado” (v.189), asume el papel del Rey Pescador, en alusión a la leyenda del Grial. Como el impotente Rey Pescador, el poeta describe el páramo que se extiende ante él. "Cuerpos blancos desnudos en el bajo suelo húmedo / y huesos arrojados a un bajo altillo seco, / entrechocados sólo por el pie de la rata, año tras año” (vv.193-195).
A continuación, el Sr. Eugenides, el tuerto mercader de la baraja de tarot de Madame Sosostris en “El entierro de los muertos”, invita a la voz poética a un hotel conocido en la ciudad, punto de encuentro de homosexuales.
La voz poética se autoproclama Tiresias en esta siguiente escena: “Yo, Tiresias, un viejo con ubres arrugadas” (v.228). Se trata de un personaje de la mitología clásica que tiene rasgos masculinos y femeninos, y es ciego, pero, al mismo tiempo, adivino. Acto seguido, observa desde lejos a una joven mecanógrafa, en su casa, a la hora del crepúsculo. Ella espera a su amante, un oficinista aburrido y algo arrogante. La mujer deja, sin pasión alguna, que un empleado se salga con la suya y la posea. Luego, se marcha victorioso. Tiresias, que todo lo ha sufrido, lo observa todo a su vez. Tras la partida del amante, la mecanógrafa piensa que se alegra de que el encuentro haya terminado.
Un breve interludio da comienzo a un fragmento conocido como “la canción del río”. Primero se describe el bar de un pescador, luego el interior de una hermosa iglesia y, por último, el propio Támesis. Se trata de uno de los pocos momentos de tranquilidad del poema. Unos cantos separan las descripciones del paisaje: “Weialala leia / Wallala leialala” (vv.277-278); son las voces de las hijas del Támesis, personajes que aparecen en el poema de Spenser aludido constantemente en esta obra.
La situación cambia nuevamente. Ahora, la reina Isabel I participa en un encuentro amoroso con el conde de Leicester. La reina parece impasible ante las declaraciones de su amante y solo piensa en su pueblo, humilde, que no espera nada. La sección llega entonces a un abrupto final con las líneas de las Confesiones de San Agustín, “Oh Señor tú me sacas de allí” (v.309). El último verso, “ardiendo” (v.311), es una vaga referencia al Sermón del fuego, un discurso asignado a la figura del Buda.
Análisis
En el año 1919 el padre de Eliot muere y el escritor siente profundamente su ausencia. En 1921, él mismo se encuentra mal de salud, diagnosticado de una crisis nerviosa, y se interna en Margate para superar esta crisis. En aquella institución produce las célebres líneas de "El sermón del fuego" que dicen: “En la arena de Margate. / No puedo conectar / Nada con nada” (v.300-302).
La gran poesía temprana de Eliot fue escrita en momentos de agitación emocional y mental, momentos que dieron lugar a una fuerte crisis de identidad y reevaluación personal del autor. En muchos sentidos, y más allá de que Eliot se haya ocupado de remarcar que su poema excede el clima de posguerra, esta agitación y trauma personales reflejaron la agitación y el trauma de toda una generación tras la Primera Guerra Mundial. A pesar de las protestas del poeta, la primera recepción del poema no pudo eludir el hecho de que la desidia y el abandono del hombre europeo de los años 20 era atribuida en buena medida inmediatamente a los efectos de la guerra.
“El sermón del fuego” también revela la preocupación de Eliot por el sexo. Algunos críticos han comentado sin escrúpulos que Eliot tenía, directamente, un problema con las mujeres. Esto resulta algo impropio, pero cabe destacar que, con frecuencia, las imágenes en las que implica a las mujeres tienen que ver con un engañoso juego sexual destructivo y mortífero. El final del otoño en el río es el escenario de "El sermón del fuego", un río que el poeta dice mirar, reparando en la falta de desechos en sus aguas: "El río no transporta botellas vacías, papeles de sándwiches, / Pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas / Ni otros testimonios de noches de verano. Las ninfas han partido” (v.177-179). Sin embargo, de este modo oblicuo da a entender que, a pesar de que en este momento eso no suceda, la basura arrojada al Támesis forma parte del constante paisaje. Algo le falta al río, algo que siempre está allí: el despojo. Conviven en el recuerdo del Támesis del yo lírico las imágenes de basura y desperdicio con las ninfas, personajes mitológicos que simbolizan el erotismo y el deseo sexual. En suma, el paisaje y los encuentros sexuales arrebatados enferman al poeta, que piensa en lo pronto que la vida da lugar a la muerte. Lo hace mediante referencias al Támesis y también al río representado en las vidas de la reina Isabel I y su consorte Leicester.
El poeta describe el páramo que se extiende ante él en sus imaginaciones: "Cuerpos blancos desnudos en el bajo suelo húmedo / y huesos arrojados a un bajo altillo seco, / entrechocados sólo por el pie de la rata, año tras año” (vv.193-195). Esta última línea se hace eco de los versos “Estamos en un callejón de ratas / donde los muertos perdieron sus huesos” (vv.115-116), de la sección anterior. En aquella escena, el esposo hacía estas reflexiones para sí mientras su mujer, en un ataque de nervios, lo hostigaba con preguntas. En ambos casos, el escenario, la imagen de las ratas y los huesos, es de muerte, decadencia, una suerte de infierno moderno.
En este fragmento se hace referencia, además, al poema de Andrew Marvell llamado “A su amada recatada” (“To his coy mistress”); sobre todo en el verso “Pero a mi espalda oigo a veces aledaño” (v.196). Marvell fue un poeta metafísico del siglo XVII, y el poema aquí aludido narra la seducción de un amante a su amada, quien se niega a ir a la cama con él y le da la espalda. Él le dice que hay que aprovechar cada minuto, puesto que luego vendrá la muerte y solo los gusanos disfrutarán de su bello cuerpo. La imagen es macabra y Eliot toma este tono en su poema, esa lobreguez de los “cuerpos blancos desnudos en el bajo suelo húmedo / Y huesos arrojados a un bajo altillo seco / Entrechocados solo por el pie de la rata” (vv.193-196). Acompañan la descripción del paisaje los sonidos de las “bocinas y los motores” (197) que el amante oye y le resultan irritantes para el oído. Eliot elige las bocinas y los motores porque representan los sonidos de la vida urbana moderna que aquí critica. En esta estrofa, la vida citadina es oscura y solitaria, y estos versos presentan esa idea empleando, además, el poema popular de Marvell, que el lector de Eliot de principio de siglo probablemente pudiera reconocer.
Como vemos, la ciudad vuelve a ser protagonista en esta sección. No cualquier ciudad, sino aquella irreal de la primera parte, “El entierro de los muertos”, que nos sumergía con aburrimiento y repetición en las descoloridas vidas de la mecanógrafa empobrecida y el empleado inmobiliario. La relación entre ambos, fría y sin afecto, se desarrolla en un entorno urbano reducido, un apartamento tan pequeño que se ve la ropa colgada en la ventana. La escena no transmite romance, no hay seducción. La mujer, de apariencia aburrida o, quizá, deprimida, limpia los restos del desayuno recién a la hora del té, y luego se sirve comida enlatada. Nuevamente, como la acaudalada mujer de “Una partida de ajedrez” o el personaje de Lil del apartado anterior, estamos ante una mujer desganada, cansada y apática.
Toda esta escena nos llega a través de la mediación de su observador, Tiresias, una figura clásica de la ciudad de Tebas. Víctima de una ceguera provocada por Atenea, según algunos relatos mitológicos, o Hera, según otros, Tiresias fue compensado en ambos casos con el don de ver el futuro. Padre de Manto y Daphne, se lo suele representar con pechos por haber cambiado de género en más de una ocasión debido a un accidente son serpientes. Cabe recordar que Zeus y Hera recurren en una ocasión a Tiresias a la hora de arbitrar la discusión por la existencia o no y por la magnitud del placer femenino. Al revelar Tiresias que el hombre siente un décimo de placer en relación al de las mujeres, Hera se enfada con él porque considera revelado su secreto ante Zeus.
Ahora bien, ¿qué rol cumple Tiresias en el poema de Eliot? ¿Por qué es él, un varón con pechos, portador del conocimiento sobre el placer femenino, quien observa la escena sexual entre la mecanógrafa y el agente inmobiliario? Como todo en La tierra baldía, las respuestas no son simples ni unívocas. Por un lado, Tiresias, aunque ciego, porta una gran sensibilidad: empatiza con la mecanógrafa, a la vez que puede prefigurar los sucesos venideros: “Yo Tiresias presufrí incluso / Lo actuado en este mismo sofá o lecho” (v.243-244). Por el otro, es posible pensar en una conexión algo más contemporánea a Eliot, que tiene aún más vínculo con el modo en que él tematiza a la mujer, los vínculos y la fertilidad: en 1917, Guillaume Apollinaire publica su obra dramática Las tetas de Tiresias, calificada en el prólogo como un “drama surrealista” y que tiene como protagonista a una mujer que se arranca los pechos y rechaza su función procreadora. En este sentido, el personaje de la mecanógrafa tampoco parece encarnar la fertilidad y el deseo maternal. En todo caso, la tradición literaria vuelve a ingresar, de uno u otro modo, en la obra de Eliot, produciendo todo un tejido de redes intertextuales.
La ambigüedad sexual de Tiresias se refuerza con los versos en los que dice haber sido invitado por otro hombre al Cannon Street Hotel, un hotel de paso para comerciantes con reputación de ser, también, un punto de encuentro homosexual en la época. Así, la mención a la improductividad sexual que ya hemos visto en las mujeres y las relaciones heterosexuales de estos tiempos convulsionados por la guerra, tiempos de píldoras abortivas y de libertinaje, vuelve a producirse ahora sobre la infertilidad de las relaciones homosexuales. Como en el mundo del revés, La tierra baldía nos muestra un abril que, por fértil y productivo, no es idílico, sino “cruel” (v.1). También, y en oposición a la vasta infertilidad que reina en los versos, sí es fértil el cadáver: “Aquel cadáver que plantaste en tu jardín el año último / ¿Ha empezado a brotar?” (vv.71-72), le pregunta la voz lírica a su amigo Stetson en “El entierro de los muertos”. La muerte trae vida, el cadáver engendra, abril engendra, pero es cruel. Las mujeres no tienen sexo y, si lo tienen, como Lil, no se encuentran satisfechas por su maternidad y comienzan a abortar sus hijos, aunque sea en detrimento de su propia salud. La fertilidad está, a claras luces, trastocada.
En esta línea, tampoco puede decirse que resulta clara cuál es la satisfacción femenina: es claro que no hay placer sexual en la mecanógrafa, ni parece sentirse a gusto la mujer acaudalada de la sección anterior, o, mucho menos, Lil. En su lugar, las mujeres del poema parecen hundirse en la más silenciosa desesperación.