La avaricia
Tal como se puede intuir por el título, el tema central de El avaro es la avaricia. Harpagon es un hombre obsesionado por su dinero: piensa constantemente en cuál es la mejor manera de guardarlo, de mantenerlo escondido y evitar que otros se los saquen. Tiene un cofre con dinero escondido en el jardín y, en muchos momentos de la obra, interrumpe conversaciones para salir a revisar su escondite y controlar que nadie le haya quitado nada.
La avaricia aparece retratada en la obra con todos sus efectos corrosivos. El protagonista está perturbado por su obsesión y descuida tanto el bienestar de sus hijos como su relación con ellos, y hasta maltrata a sus sirvientes, a quienes acusa constantemente de querer robarle. Alrededor del avaro Harpagon, todo se desmorona: uno de los hijos debe recurrir a un usurero para conseguir el dinero que su padre no le da; sus empleados cumplen demasiadas tareas, visten uniformes gastados y cobran poco; los caballos están famélicos.
Por fuera de los varios detalles algo trágicos, gran parte de la comedia se sostiene en esta avaricia del protagonista, de la cual algunos personajes, como su hijo Cleanto, lograrán sacar provecho: el joven torturará a su padre realizando grandes gastos y regalando sus posesiones.
El amor
Son varios los personajes de la obra que se ven atravesados por la temática del amor. Generalmente, el amor aparece ligado al secreto: Valerio y Elisa mantienen un amor oculto, por el cual el joven se introdujo en la casa de Harpagon haciéndose pasar por un servidor. Cleanto, por su parte, también sostiene en secreto durante gran parte de la obra el amor que siente por Mariana, la joven pretendida, a su vez, por su propio padre.
Otra circunstancia que atraviesa la temática amorosa es el sacrificio. Lejos de las uniones matrimoniales arregladas por casamenteras, en las cuales no hay amor sino puro interés, las relaciones de amor verdadero que se presentan en la obra traen aparejadas grandes dificultades u obstáculos que es preciso que los enamorados atraviesen. Valerio salvó la vida de Elisa en un accidente en el agua, inicio del amor entre los jóvenes, y luego decide desempeñar el difícil rol de adular incansablemente a Harpagon, simular ser su mejor servidor, para así ganarse su confianza y poder pedirle la mano de su hija. Es también Cleanto quien se enfrenta a situaciones indeseables con el fin de concretar su amor con Mariana: por un lado, el joven debe recurrir a préstamos imposibles para poder ayudar económicamente a la muchacha; por otro lado, se enemista por completo con su padre, con quien, además, debe competir por la mano de su amada.
El despotismo
El despotismo es un tema que aparece encarnado exclusivamente por el personaje de Harpagon. Este, caracterizado por una preocupación obsesiva y egoísta que toma por objeto a su propio dinero, no concibe a quienes lo rodean más que como potenciales ladrones, en el caso de sus sirvientes, o despilfarradores de su riqueza, en el caso de sus hijos. Esta percepción hostil que Harpagon tiene sobre los demás lo lleva a maltratar a toda persona que aparezca cerca de él. Y en tanto toda la acción de la obra se desarrolla en la casa de la cual él es dueño, Harpagon saca provecho de su posición jerárquica para comportarse como un déspota. Así procede con sus sirvientes, dándoles órdenes, insultándolos o golpeándolos sin jamás prestar oídos a sus reclamos. No muy distinta es su actitud para con sus hijos: a Harpagon no le importa tomar decisiones que perjudiquen las vidas de Cleanto y Elisa, como casarlos con personas a las que no aman, conduciéndose únicamente por su propio interés. De esta manera, frente al resto de los personajes Harpagon se erige como la figura de un tirano, un déspota.
El matrimonio por arreglo
El matrimonio llevado a cabo no por deseo amoroso, sino por conveniencia económica es una temática abordada en esta obra. En principio, Harpagon somete a sus dos hijos a casarse con personas que le convienen a él en términos económicos. Así, promete a Elisa a un hombre maduro y adinerado solo porque este no pide a Harpagon que entregue una dote para la ceremonia. A Cleanto, por su parte, busca entregarlo a una mujer grande, viuda, que se hará cargo económicamente de él. El matrimonio es entendido por el protagonista, al menos cuando se trata de sus hijos, como una oportunidad de negocios: Harpagon quiere entregar a Elisa y Cleanto a los mejores postores.
En cuanto al propio Harpagon, él también recurre al arreglo como forma de acceder al matrimonio. Frosina, será la encargada de oficiar de casamentera, actuando como intermediaria entre Harpagon y Mariana. Ahora bien, para concretar este matrimonio, por un lado, Frosina debe convencer a la muchacha de casarse con un viejo rico, pero, por otro lado, también tiene que convencer a Harpagon de que la jovencita no se casará con él por dinero, sino porque le gustan los viejos. Se ofrecen así numerosas situaciones en que Frosina se empeña por hacer entender a la joven Mariana que no le conviene casarse con un jovencito al que ame, ya que este seguramente será pobre, sino que le conviene hacerlo con un señor desagradable que de todos modos morirá pronto y le dejará buena herencia: "No os casaréis sino a condición de que vuestro marido os deje pronto viuda; y tanto que esa incluso debiera ser una de las cláusulas del contrato. Muy impertinente sería de vuestro esposo si no muriese de aquí a tres meses" (Acto III, Escena 4, p.27).
Tanto en un caso como en el otro, el matrimonio aparece en boca de personajes como Harpagon y Frosina como algo que no debiera regirse por el amor, sino por la conveniencia y el interés.
La usura
Uno de los momentos más impactantes de la obra es aquel en que se pone en escena el tema de la usura. Todo el segundo acto está atravesado por esta problemática, que se desata cuando Cleanto precisa conseguir dinero y, como consecuencia de la avaricia de su padre, se ve obligado a pedir un préstamo. Le dice a La Flèche, quien oficia de mediador: “muy infelices son quienes han de tomar prestado, y con muy singulares cosas han de cargar aquellos que, como vos, vense reducidos a apelar a los usureros.” (Acto II, Escena 1, p.14). La usura aparece, entonces, desarrollada como una cuestión hostil, criminal, aborrecible, por medio de la cual los que poseen riquezas se aprovechan al máximo de los que no la tienen: el prestamista, en ese momento aún anónimo, exige al joven el cumplimiento de una serie de cláusulas exorbitantes, como el pago de un interés ridículamente elevado. En una escena tan cómica como trágica, el mediador lee a Cleanto otra cláusula impuesta por el prestamista en la que este plantea que no dará siquiera todo el dinero pedido, sino que ofrecerá un conjunto de bienes (una lista interminable y ridícula en que se incluyen adornos inútiles como si fueran elementos valiosos) como parte del monto. Cleanto advierte la estafa, pero sin embargo no tiene otra opción: “¿Qué quieres que haga? A esto se ven reducidos los jóvenes por la maldita avaricia de los padres” (Acto II, Escena I, p.15).
El hecho de que el usurero acabe resultando el mismo padre del joven termina de articular a la usura como un objeto de crítica por parte de la obra. La conducta de los prestamistas, que ya se presentaba cuestionable en términos generales, acaba ilustrándose en toda su violencia en tanto se identifica con un personaje avaro, hostil, egoísta y déspota como lo es Harpagon.
El vínculo padre-hijo
El avaro está protagonizada por Harpagon y sus hijos, y la relación entre ellos, es decir, el vínculo padre-hijo también constituye una de las temáticas que se aborda en la obra. Desde el inicio, la relación padre-hijo se presenta en la obra como algo inarmónico, ríspido, en tanto la avaricia del padre perjudica las vidas de Cleanto y de Elisa: ”¿puede verse cosa más cruel que esta rigurosa economía que se ejerce sobre nosotros, que esta extraordinaria escasez en que se nos hace languidecer?” (Acto I, Escena II, p.6), se queja el joven, denunciando el déspota egoísmo con que su padre lidera la casa familiar. Este egoísmo se corresponde más que nada con la obsesión de Harpagon por el dinero, que lo hace desconfiar y sospechar de todos los que le rodean, creyendo a todos ladrones, incluso a sus propios hijos. Esta obsesión de Harpagon atenta, entre otras cosas, con el deseo amoroso de Elisa y Cleanto. En el caso de la primera, completamente ajeno a los sentimientos de su hija, Harpagon quiere casarla con un hombre maduro y rico, solo porque este no le exige dote por la ceremonia. Con Cleanto se da una situación similar, ya que decide casarlo con una señora ya viuda para que la mujer mantenga a su hijo. Con el correr de los actos, además, se ofrecerán numerosas situaciones que ponen en escena cómo el dinero puede interponerse fuertemente en la relación padre-hijo. La obsesión de Harpagon lo enceguece y le impide reparar en algo que no sea su dinero, elemento que gobierna su jerarquía afectiva. Esto desembocará en situaciones trágicas como, por ejemplo, aquella en que Harpagon acaba maldiciendo y desheredando a Cleanto, u otra en que el hombre decide mandar a la horca a Valerio, a quien cree un ladrón, sin importarle el amor que su hija siente por él.
La adulación y la sinceridad
Un tema también importante en la pieza y sobre el cual varios personajes teorizan es la disyuntiva entre adulación y sinceridad como comportamientos a tener para con los otros. Valerio es quien más profundiza en el tema, en tanto sostiene que la adulación es la mejor estrategia cuando se quiere ganar la confianza de alguien:
He comprobado que, para ganarse a los hombres, no hay sino alardear ante sus ojos de tener sus inclinaciones, abundando en sus máximas, encomiando sus defectos y aplaudiendo lo que hacen", explica, y luego justifica: "los más agudos no dejan de ser siempre grandes incautos en materia de adulaciones, y nada, por impertinente y ridículo que sea, dejan de digerir cuando se les da sazonado con alabanzas. (Acto I, Escena I, p.4)
Valerio actúa entonces frente a Harpagon de esta manera, puesto que quiere ganarse su confianza para que el hombre le permita casarse con su hija. De una manera similar, Frosina también halagará en extremo a Harpagon, deformando la realidad para hacerla más amable ante la percepción del hombre, con el objetivo de ser recompensada por sus servicios. Este comportamiento no aparece condenado en la pieza, en tanto suele ser empleado por personajes más nobles que aquellos a quienes burla, como el hostil y egoísta Harpagon. Sobre este punto, el posicionamiento de Valerio parece ser el que rige la cosmovisión ofrecida en la obra: “Cierto que la sinceridad padece un tanto con el oficio que cumplo, pero cuando se tiene necesidad de los hombres es menester ajustarse a ellos; y pues no cabe ganárselos sino así, no es la culpa de los aduladores, sino de los que quieren ser adulados” (Acto I, Escena 1, p.4). Sobre la disyuntiva entre la sinceridad y la adulación este personaje plantea una aserción de índole moral: el problema -o la “culpa”- no es de los que adulan, sino de los que quieren ser adulados y, llevados por su propio vicio egoísta, se dejan engañar.
En oposición a personajes como Valerio y Frosina, que practican la adulación como estrategia para ganarse la confianza de Harpagon, Maese Santiago es el único personaje que se conduce con extrema sinceridad. Así, es quien habla con honestidad al jefe de la casa y le cuenta la verdad de lo que sucede y de lo que se dice de él a sus espaldas: "Vos sois motivo de cuentos y hazmerreír de todos, y nunca se habla de vos sino con los nombres de avaro, de ladrón, de tacaño y de usurero" (Acto III, Escena 1, p.25). Sin embargo, la respuesta de Harpagon ante la sinceridad de Maese Santiago parece dar la razón a Valerio cuando plantea a la adulación como el único camino posible para obtener el afecto de las personas: Harpagon castiga a Maese Santiago por sus palabras, golpeándolo a bastonazos. Este episodio de violencia es el que producirá un cambio en el comportamiento de Maese Santiago, que se ve en la necesidad de adoptar una estrategia que le traiga menos golpes: “¡Peste con la sinceridad, y qué mal oficio es! De hoy más renuncio a ella y no quiero volver a decir verdad” (Acto III, Escena 2, p.26).