He comprobado que, para ganarse a los hombres, no hay sino alardear ante sus ojos de tener sus inclinaciones, abundando en sus máximas, encomiando sus defectos y aplaudiendo lo que hacen. No debe temerse recargar en exceso la complacencia, ni importa que sea muy visible el modo de burlarlos; que los más agudos no dejan de ser siempre grandes incautos en materia de adulaciones, y nada, por impertinente y ridículo que sea, dejan de digerir cuando se les da sazonado con alabanzas.
Valerio se introduce en la casa de Harpagon, haciéndose pasar por un fiel servidor, para ganarse la confianza del jefe y que este avale el matrimonio con su hija, Elisa. Para poder lograr sus objetivos, Valerio debe recurrir a la adulación exagerada, insincera, es decir a la mentira. Desde el inicio de la obra Valerio deja en claro sus estrategias: para que Harpagon deposite en él su confianza, el joven considera que debe representar un rol, un personaje, cuyo rasgo principal sea la adulación. Así, Valerio se comportará frente a Harpagon de un modo que el público reconocerá en adelante como una simulación: el joven brindará a su jefe una fabulación, un engaño cuasi teatral que sentará las bases de la comedia en varias situaciones.
¿Puede verse cosa más cruel que esta rigurosa economía que se ejerce sobre nosotros, que esta extraordinaria escasez en que se nos hace languidecer?
Antes de la primera aparición de Harpagon en la obra, otros personajes ya se refieren a él, describiéndolo en función de su atributo más característico: la avaricia. En el parlamento citado, el joven Cleanto se lamenta ante su hermana sobre el padre que ambos comparten y que tantas miserias les hace padecer. Cleanto denuncia desde el comienzo de la pieza aquello que no tardará en enfrentarlo duramente a Harpagon: a pesar de gozar de grandes riquezas, el padre de familia condena a sus hijos a una suerte de pobreza, puesto que su mayor preocupación es no gastar.
Estos calzones tan anchos son muy aptos para esconder las cosas que se roban.
La primera aparición de Harpagon en escena no tarda en confirmar que las descripciones que otros personajes han hecho sobre él son verdaderas. En el parlamento citado, Harpagon se dirige a uno de los sirvientes, La Flèche, a quien trata con hostilidad producto de la perturbación que le genera su miedo constante a que le roben. El protagonista de la obra está tan preocupado por su dinero que no concibe que a otros pueda resultarle indiferente su posesión. La avaricia de Harpagon lo carcome como un vicio y consolida en él una actitud de maltrato y desconfianza hacia quienes lo rodean. Este comportamiento es tan exacerbado que hasta llega a revisar la ropa interior de sus sirvientes para controlar que no hayan escondido allí algo de su propiedad.
HARPAGON: ¿No te da vergüenza caer en estos desenfrenos? ¿Precipitarte en dilapidaciones tan terribles? ¿Disipar vergonzosamente la hacienda que tus padres acumularon con tantos sudores?
CLEANTO: ¿No es sonrojáis de deshonrar vuestra condición con los tratos que hacéis? ¿De sacrificar honra y reputación al insaciable deseo de amontonar escudo sobre escudo? ¿De recurrir, en materia de interés, a las más infames sutilezas que jamás hayan inventado los más célebres usureros?
Desde el inicio de la obra, el vínculo entre Cleanto y Harpagon es ríspido a causa de la avaricia del progenitor que condena a la miseria a su hijo. Sin embargo la complicada relación no tarda en empeorar en tanto Cleanto debe verse obligado a pedir un préstamo y se enfrenta a una sorpresa: el usurero que aprovechaba sus carencias para cobrar un altísimo interés es su propio padre.
En el momento en que padre e hijo se reconocen como prestador y prestatario, estalla rápidamente un enfrentamiento. El fragmento citado evidencia cómo el diálogo mantiene, en boca de uno y otro personaje, la misma estructura sintáctica: esto se repetirá hasta el final de la escena y se debe, probablemente, a que ambos personajes sienten que tienen razón y que han sido traicionados por el otro.
Pero la característica más importante de este diálogo es el tipo de lenguaje utilizado: a pesar de que son padre e hijo, la discusión se da plenamente en términos económicos. Esto evidencia de qué modo el vínculo filial se encuentra corroído por el tema monetario. Harpagon y Cleanto hablan entre sí como prestamista y prestatario, no habiendo casi rastros en su diálogo de la relación familiar que los une. Esto sucederá en varios momentos de la obra, fundamentalmente porque Harpagon suele prestar toda su atención al dinero y descuida así su rol de padre.
A vos, Brindavoine, y a vos, La Merluche, os pongo a cargo de lavar los vasos y de dar de beber, pero sólo cuando se tenga sed, y no según la costumbre de ciertos impertinentes lacayos, que acuden a provocar a la gente, incitando a beber cuando no se piensa en ello. Esperad a que os llamen más de una vez, y no olvidéis llevar siempre mucha agua.
El comienzo del tercer acto pone en escena la avaricia del protagonista en una nueva faceta. Harpagon debe ofrecer una cena en homenaje a Mariana, y por eso antes reúne a su servidumbre para asegurarse de que se gaste lo menos posible en esa pequeña celebración. La comicidad de la escena reside justamente en los exacerbados esfuerzos de Harpagon por ofrecer esa celebración sin modificar, sin embargo, sus reservas económicas. Para tal fin, Harpagon instruye a sus sirvientes, exigiéndoles que escatimen en las medidas de vino a servir a los invitados. Esos esfuerzos recaen, más bien, sobre los hombros de los sirvientes, que deben trabajar con esmero para no gastar más de lo que el jefe exige.
¿Quién es? ¡Detente! ¡Devuélveme mi dinero, bribón! (Alarga la mano y se aferra su propio brazo) ¡Ah, soy yo mismo!.. Mi espíritu se turba, e ignoro dónde estoy, quién soy y lo que hago. (...) ¡Ah, mi pobre dinero, mi pobre dinero, mi querido amigo! Me han privado de ti, y puesto que me has sido quitado he perdido mi apoyo, mi consuelo, mi alegría. Todo ha terminado para mí, nada ya tengo que hacer en el mundo. Sin ti, me es imposible vivir. Es cosa hecha: ya no puedo más, me muero, muerto estoy, estoy enterrado… ¿No hay quien quiera resucitarme devolviéndome mi querido dinero o diciéndome quién lo ha tomado?
El momento más dramático de la pieza se da en la última escena del cuarto acto y es representada únicamente por Harpagon. Se trata del soliloquio que este ofrece como consecuencia de una situación altamente dramática y desesperante para el protagonista, que es la desaparición del dinero que ocultaba hasta el momento en su jardín.
El robo del cofrecillo provoca en Harpagon un quiebre emocional que lo lleva incluso a perder la noción de sí. Como se observa al inicio del fragmento citado, el exacerbado apego que Harpagon tiene para con el dinero conduce a que su pérdida lo perturbe a un nivel insólito. Por un lado, esa perturbación se hace visible en el desdoblamiento: el protagonista agarra su propia mano y cree que él mismo se robó, o que su sombra le robó: el avaro desconfía hasta de su propia sombra. Por el otro, el discurso de Harpagon resulta un tanto excesivo si se tiene en cuenta que el destinatario es el dinero, ya que se asemeja en gran medida a un típico discurso amoroso. En efecto, si se reemplazara en su parlamento la palabra “dinero” por “amor”, el soliloquio funcionaría perfectamente como el momento desolado de alguien que sufre por la pérdida del ser amado. Las expresiones utilizadas por Harpagon en su parlamento recuerdan al discurso típicamente romántico: el protagonista de la obra profiere sus palabras evidenciando un aumento progresivo de intensidad, pasando del lamento por la pérdida a la sentencia del sinsentido de la vida y luego desemboca en el sentimiento de muerte producto de la desesperación. Estos sentimientos que describe Harpagon resultan un tanto extraños o excesivos si se tiene en cuenta el objeto del discurso, lo cual no hace más que evidenciar el desmedido afecto y la obsesiva preocupación que el protagonista siente por su dinero.
Quiero apelar a la justicia y someter a cuestión de tormento a toda la casa: sirvientes, lacayos, hijo, hija y yo mismo también. ¡Cuánta gente reunida! No pongo la mirada en nadie que no me despierte sospechas, y todos me parecen el ladrón. ¿De qué hablan ahí? ¿De lo que me ha robado? (...) ¿Es el ladrón quien anda allá? Por piedad, si tenéis noticias del ladrón, decídmelas, os lo suplico. ¿No está oculto entre vosotros?
La última parte del soliloquio cuenta con una particularidad en términos escénicos, en tanto el protagonista rompe la “cuarta pared” e integra al público como receptor de su desesperado discurso. Si sospechar de sus hijos, sus sirvientes y hasta de su propia sombra constituía a Harpagon como una figura exacerbada de la avaricia, el final de este soliloquio eleva su carácter a niveles insospechados: el protagonista de la obra se dirige al público mismo para acusar a los presentes de haberle robado su tesoro.
HARPAGON: ¿Veis qué insolencia? ¡Querer retener el robo que me ha hecho!
VALERIO: ¿A eso llamáis un robo?
HARPAGON: ¿Si lo llamo un robo? ¡Un tesoro como ése!
VALERIO: Un tesoro es, en verdad, y sin duda el más precioso que tenéis, pero no será perderlo el dejármelo. Yo os pido de rodillas ese tesoro, tan rico de encantos, y, obrando con rectitud, es menester que me lo concedáis.
En la escena sostenida entre Valerio y Harpagon en el último acto se dan todas las figuraciones propias de la comedia de enredos, en tanto el diálogo se sostiene en toda su extensión en base a un malentendido. Mientras Harpagon increpa a Valerio por haberle robado, el joven admite sus culpas creyendo que se lo está acusando por una materia completamente diferente, es decir, el hecho de haberse infiltrado en la casa por el amor que lo ata a Elisa. Así, ambos hombres mantienen un mismo diálogo donde, sin embargo, todo significa para uno algo muy distinto que para el otro. Esto hace que los hombres pronuncien las mismas palabras pero atribuyéndoles referentes disímiles. El público puede observar la ironía cómica de la situación, que se incrementa además en tanto Harpagon devela nuevamente su jerarquía de valores en la cual el dinero ocupa para él un lugar de mayor importancia que el de su propia hija: mientras que Valerio habla de Elisa como un “tesoro”, Harpagon se refiere con esa palabra a su cofre de diez mil escudos.
ELISA: Padre mío, tened sentimientos más humanos, os lo ruego, y no llevéis las cosas a las últimas violencias del poder paternal. (...) Tomaos la molestia de mirar mejor a aquel a quien ofendéis, porque es muy distinto a lo que vuestros ojos le juzgan, y hallaréis menos extraño que me haya dado a él cuando sepáis que sin él no me tendríais ha mucho. Porque él, padre mío, fue quien me salvó de aquel gran peligro que corrí en el agua y a quien debéis la vida de esta misma hija que...
HARPAGON: Todo eso no es nada, y más valía para mí que te dejase ahogar y que no hiciera lo que ha hecho.
La jerarquía de prioridades en términos afectivos de Harpagon se explicita brutalmente en este diálogo que mantiene con su hija Elisa. La joven intenta defender a su amado, jurándole a su padre que Valerio es un muchacho noble. El intercambio evidencia la terrible ceguera de Harpagon: el hombre, completamente sumergido en la preocupación por su propio dinero, ni siquiera valora el hecho de que Valerio salvó la vida de su hija. Muy por el contrario, insiste en su voluntad de castigar al joven, diciéndole a Elisa que preferiría que Valerio la hubiera dejado morir antes que ver desaparecido su dinero.
ANSELMO: Vamos pronto a hacer partícipe de nuestra alegría a vuestra madre, hijos.
HARPAGON: Y yo a examinar mi querido cofrecillo.
El final de la obra ofrece una situación de reconciliaciones: Anselmo se reencuentra con sus hijos, se celebrarán los matrimonios de las jóvenes parejas y Harpagon recupera su dinero. Hay algo que se mantiene sin embargo intacto, y es el carácter del protagonista. Como se puede observar en estos últimos parlamentos que cierran la obra, el protagonista no se muestra transformado ni "curado" de su vicio. Mientras que Anselmo se entusiasma por ver reconstituida su familia, la línea final de Harpagon evidencia a un personaje indiferente, como lo fue a lo largo de los actos, respecto de los asuntos familiares y amorosos, y satisfecho por reencontrarse con el único destinatario de su cariño y atención: el dinero.