Resumen
Escena 1
Harpagon hizo traer un comisario para encontrar a quien robó el cofrecillo. El Comisario le pregunta cuánto dinero había en el cofre y quién cree que lo robó. Harpagon responde que sospecha de todos.
Escena 2
Aparece Maese Santiago, y Harpagon lo acusa de ladrón y hace que el Comisario lo interrogue. Este último reconoce en el Maese el rostro de un hombre honrado y le informa amablemente lo sucedido. El Maese, en un aparte al público, dice encontrar en la situación la oportunidad para vengarse de Valerio. Luego, dice ante el Comisario y Harpagon que fue Valerio quien robó el cofrecillo. El Comisario le pide pruebas y Maese intenta dar detalles, equivocándose sin embargo en el color y el tamaño del cofre que, según él, vio en manos de Valerio. A pesar de las incongruencias en el testimonio, Harpagon se deja convencer y se enfurece de inmediato con Valerio, al que creía su más fiel servidor.
Escena 3
Valerio aparece y Harpagon le pide que confiese su crimen, puesto que él ya lo ha descubierto. Valerio se confiesa culpable, creyendo que Harpagon descubrió su plan de hacerse pasar por un servidor para conseguir casarse con Elisa. Harpagon le grita que es un ladrón, y el joven manifiesta no creerse merecedor de tal apelativo, puesto que su falta es perdonable y tiene buenas razones. Frente a los gritos continuados de Harpagon, el joven aclara que actuó movido por el amor y no por las riquezas. Harpagon se desespera y acusa a Valerio de haberle robado su mayor tesoro, lo cual contribuye a la confusión en la conversación, puesto que Valerio cree que está hablando de Elisa, mientras que el hombre se refiere a su dinero. Ya avanzado el diálogo, Harpagon exige que le devuelva lo que le quitó y Valerio dice que él no ha escondido nada y que el “tesoro” no salió de su casa, lo cual alegra a Harpagon. En un momento, Valerio dice expresamente que Elisa y él se casarán, y Harpagon ve aumentado su daño, ya que cree que Valerio no solo le robó sino que además su hija, cómplice, se casará con él para quedarse con sus riquezas.
Escena 4
Harpagon reprende a su hija, a quien llama indigna, por dejarse enamorar por un ladrón y entregarse a él sin el consentimiento de su padre. Jura a Elisa que la encerrará en un convento y que ahorcará a Valerio. La muchacha se arrodilla ante su padre y le pide que sea piadoso y reflexione, puesto que Valerio es un gran hombre. Le cuenta, en su argumentación, que fue Valerio quien le salvó la vida en el naufragio que sufrió tiempo atrás. Harpagon responde que más valía, a su criterio, que la dejase ahogar y no hiciera, en cambio, lo que hizo.
Escena 5
Aparece Anselmo y Harpagon le cuenta las desgracias que está padeciendo. Valerio, confundido por la acusación de ladrón, dice no entender por qué se le imputa ese delito, y luego aclara que todo Nápoles puede dar cuenta de su respetable linaje. Anselmo le advierte que él puede dar testimonio si miente, puesto que proviene exactamente de Nápoles. Valerio asegura que es hijo de Don Tomás de Alburcy. Anselmo, sorprendido, desconfía de sus palabras: dice que tanto Don Tomás de Alburcy como su esposa y sus dos hijos perecieron en el mar dieciséis años atrás, huyendo de unas crueles persecuciones que se daban en Nápoles. Valerio le informa que en ese mismo naufragio, él, un hijo de Alburcy de siete años, sobrevivió y fue cuidado por una capitán español que lo rescató del agua. Cuenta luego que se enteró recientemente de que su padre no murió y que, cuando se disponía a buscarlo, se encontró con Elisa y tomó la resolución de introducirse en la casa de Harpagon. Mariana interrumpe el diálogo diciendo reconocer su propia historia en el relato de Valerio: ahora que se da cuenta, Valerio es su hermano, al que creía fallecido junto a su padre. La joven continúa diciendo que su madre, viuda de Tomás de Alburcy, le contó muchas veces la historia en que perdió parte de su familia y las desgracias que padecieron luego: madre e hija fueron rescatadas del agua y luego acabaron esclavizadas durante diez años; después, ya en libertad, volvieron a Nápoles, pero no encontraron rastros de su padre ni de su fortuna, y por esa razón, desde entonces, languidecen en ese lugar. Anselmo, conmovido, abraza a sus hijos: él es Don Tomás de Alburcy, quien se salvó de ese naufragio junto con su dinero, y que, creyendo muertos a todos los miembros de su familia durante dieciséis años, se preparaba a rearmar su vida casándose con una joven como Elisa. El hombre, tras renunciar a su anterior vida en Nápoles, se estableció en esa nueva tierra bajo el nombre de Anselmo.
Harpagon le pide a Anselmo que entonces le pague los diez mil escudos que Valerio robó. Valerio niega haber hecho eso y cuando Harpagon interroga a Maese Santiago, este enmudece.
Escena 6
Aparece Cleanto y le dice a su padre que él tiene secuestrado su dinero y que se lo devolverá si consiente su casamiento con Mariana. La muchacha interrumpe a Cleanto, diciendo que de todos modos se necesitará ahora también el consentimiento de su padre, Anselmo. Este último afirma que de ningún modo contrariará la voluntad de sus hijos e intenta convencer a Harpagon de hacer lo mismo. Harpagon dice que quiere ver su cofre y que de todos modos no cuenta con dinero para dar en dote a sus hijos. Anselmo le dice que no se preocupe, que él pagará ambos matrimonios.
Aparece el Comisario para frenar el incipiente festejo, preguntando quién pagará por su trabajo, que ahora parece en vano. Harpagon le dice que entonces se lleve a Maese Santiago como pago, hombre a quien puede colgar. Anselmo lo detiene, afirmando que él pagará al Comisario, y luego dice a sus hijos que vayan los tres a comunicar las felices noticias a su madre. Harpagon, por su parte, se dispone a ir a examinar su amado cofrecillo.
Análisis
Durante todo el último acto, el protagonista de la obra se mantiene en un estado de desesperación producto de la desaparición de su dinero. Harpagon se comporta entonces con mayor hostilidad y desconfianza que de costumbre ante quienes lo rodean: “¡Cielo! ¿En quien fiar desde ahora? No puede garantizarse a nadie, y tras esto creo que hasta yo soy capaz de robarme a mí mismo" (Acto V, Escena 2, p.40). Pero además de lo que compete al protagonista, el robo del cofrecillo ocurrido en el acto anterior (y en el cual sabemos involucrados a La Flèche y Cleanto) suscita varios de los acontecimientos de este último acto, así como también las sorpresivas revelaciones que estos traen como consecuencia. En primer lugar, se desenvuelve la anunciada venganza de Maese Santiago a Valerio: el cochero y cocinero de Harpagon, ya habiendo tomado la decisión de no hacer caso a la verdad, acusa falsamente al servidor que el jefe creía más fiel. En la escena sostenida entre Valerio y Harpagon se dan todas las figuraciones propias de la comedia de enredos, en tanto el diálogo se sostiene en toda su extensión en base al malentendido. Mientras Harpagon increpa a Valerio por haberle robado, el joven admite sus culpas creyendo que se lo está acusando por una materia completamente diferente, el haberse infiltrado en la casa por el amor que lo ata a Elisa:
VALERIO: Os ruego que no os encolericéis. Cuando me hayáis oído veréis que el mal no es tan grande como lo ponéis vos.
HARPAGON: ¡Que no es tan grande el mal como yo lo pongo! ¿No lo son mi sangre y mis entrañas, truhán?
VALERIO: Vuestra sangre, señor, no ha caído en malas manos.
(Acto V, Escena 3, p.41)
Así, ambos hombres mantienen un mismo diálogo donde, sin embargo, todo significa para uno algo muy distinto que para el otro. Esto hace que los hombres pronuncien las mismas palabras pero atribuyéndoles referentes disímiles: con “mi sangre” Harpagon se refiere a su dinero, con quien tiene un vínculo de excesivo afecto, mientras que Valerio entiende que esa palabra hace alusión a Elisa, para con la cual Harpagon tiene una relación filial, sanguínea.
HARPAGON: ¿Veis qué insolencia? ¡Querer retener el robo que me ha hecho!
VALERIO: ¿A eso llamáis un robo?
HARPAGON: ¿Si lo llamo un robo? ¡Un tesoro como ése!
VALERIO: Un tesoro es, en verdad, y sin duda el más precioso que tenéis, pero no será perderlo el dejármelo. Yo os pido de rodillas ese tesoro, tan rico de encantos, y, obrando con rectitud, es menester que me lo concedáis.
(Acto V, Escena 3, p.41)
El público puede observar la ironía cómica de la situación, donde el diálogo se mantiene largamente en el malentendido. La comicidad de la escena se incrementa además en tanto Harpagon devela nuevamente su jerarquía de valores en la cual el dinero ocupa para él un lugar de mayor importancia que el de su propia hija: mientras que Valerio habla de Elisa como un “tesoro”, Harpagon se refiere con esa palabra a su cofre de diez mil escudos. En efecto, esta jerarquía afectiva de Harpagon se explicita brutalmente en un diálogo que mantiene con la propia Elisa. La joven intenta defender a su amado, jurándole a su padre que se trata de un muchacho noble:
ELISA: Padre mío, tened sentimientos más humanos, os lo ruego, y no llevéis las cosas a las últimas violencias del poder paternal. (...) Tomaos la molestia de mirar mejor a aquel a quien ofendéis, porque es muy distinto a lo que vuestros ojos le juzgan, y hallaréis menos extraño que me haya dado a él cuando sepáis que sin él no me tendríais ha mucho. Porque él, padre mío, fue quien me salvó de aquel gran peligro que corrí en el agua y a quien debéis la vida de esta misma hija que…
HARPAGON: Todo eso no es nada, y más valía para mí que te dejase ahogar y que no hiciera lo que ha hecho.
(Acto V, Escena 4, p.43)
El intercambio evidencia el brutal enceguecimiento de Harpagon: el hombre, tomado completamente por la preocupación por su propio dinero, siquiera repara en el hecho de que Valerio salvó la vida de su hija. Muy por el contrario, insiste en su voluntad de castigar al joven, diciéndole a Elisa que preferiría que Valerio la hubiera dejado morir antes que ver desaparecido su dinero.
Sin embargo, como toda comedia clásica, El avaro tiene un final feliz y los conflictos no tardan en apañarse. En la escena quinta, se dan una serie de reconocimientos y reencuentros que conducen a restablecer la armonía. Esto se da principalmente con la aparición en escena de Anselmo, personaje que se había nombrado en otras instancias de la obra como el candidato que Harpagon pretendía para su hija. Sin embargo, dicho personaje no tarda en evidenciar una identidad que lejos estaba de suponerse. La situación de reconciliación familiar de los Alburcy (verdadero apellido de Anselmo) se desencadena por las sucesivas advertencias de Valerio acerca de su estirpe: “No veo qué delito se me puede imputar en la pasión que siento por vuestra hija, ni el suplicio a que creéis que pueda ser condenado por nuestro compromiso cuando se sepa quién soy” (Acto V, Escena 5, p.44). Acusado falsamente de robo y amenazado de muerte por Harpagon, el joven insiste en advertir sobre su supuesta pertenencia a una familia de relevancia: "Sabed que tengo el corazón harto hidalgo para jactarme de alguna cosa que no me corresponda, y que todo Nápoles puede dar testimonio de mi cuna" (Acto V, Escena 5, p.44). Es esta última aseveración la que despierta la atención de Anselmo, quien asegura conocer perfectamente la ciudad de la que galardonea el joven, y a partir de entonces no tardarán en desenvolverse las anécdotas a partir de las cuales se reconstruirá fácilmente el pasado común.
La historia del naufragio sucedido dieciséis años atrás se constituye como el hecho externo a la trama que, sin embargo, consigue el calmo desenlace de esta. Valerio, Anselmo y Mariana se identifican como miembros de una familia que inesperadamente se reencuentra. Dicho reencuentro trae beneficios y resuelve de inmediato varios conflictos: Elisa no debe casarse con Anselmo, primero porque este es de corazón noble -"No es propósito mío casarme por fuerza ni pretender un corazón que se ha dado ya" (Acto V, Escena 5, p.44)- y, segundo, porque Anselmo no es finalmente viudo, sino que está casado con la madre de Mariana, a quien volverá a unirse. El conflicto amoroso-matrimonial de Elisa se resuelve del todo en tanto puede, además, casarse con Valerio, quien ahora resulta un joven adinerado ante los ojos de Harpagon. Algo similar sucede con Mariana: la jovencita iba a casarse con Harpagon para ayudar a su madre enferma, pero ahora ambas mujeres recuperaron su herencia (la de Anselmo) y poseen más libertad. Además, Anselmo, por la alegría del inesperado reencuentro familiar, da su aval al matrimonio de la jovencita con Cleanto y empuja a Harpagon a imitarlo en su gesto. El protagonista de la obra, por su parte, también goza de un feliz reencuentro: el objeto de su amor, el cofre con dinero, vuelve a sus manos con la única condición de que el hombre entregue a Mariana a las manos de su hijo. Harpagon, en cuya jerarquía sentimental el dinero se ubica en la cima, no demora ni un segundo en decidir.
Esta secuencia de acciones, sin embargo, no abandona la honda ligazón que se establecía en la obra entre lo amoroso y lo económico, en tanto sigue siendo el dinero lo que permite, de algún modo, la concreción de los lazos amorosos: los matrimonios de los jóvenes pueden darse porque Anselmo posee una gran fortuna y se hace cargo de los gastos. En la misma línea, el final de la obra no ofrece a un Harpagon transformado ni “curado” de su vicio, sino simplemente conforme con haber recuperado su dinero: “Vamos pronto a hacer partícipe de nuestra alegría a vuestra madre, hijos”, procura Anselmo entusiasmado por haber reconstituido su familia, y Harpagon: “Y yo a examinar mi querido cofrecillo” (Acto V, Escena 6, p.46). El parlamento que cierra El avaro muestra a su protagonista indiferente, como lo fue a lo largo de los actos, a los asuntos familiares y amorosos, y satisfecho por reencontrarse con el único destinatario de su cariño y atención: el dinero.