Resumen
Capítulo XXXVI: Donde se cuenta la estraña y jamás imaginada aventura de la dueña Dolorida, alias de la condesa Trifaldi, con una carta que Sancho Panza escribió a su mujer Teresa Panza
En este capítulo, el narrador comienza explicando que Merlín era, en realidad, un mayordomo del duque, y que la que hizo de Dulcinea era un paje. Al día siguiente, la duquesa le pregunta a Sancho si ha comenzado con los azotes, a lo que él responde que se ha dado cinco con la mano. La duquesa le advierte que Merlín no estará contento con tanta blandura. Sancho le pide que le dé alguna disciplina con la que pueda azotarse mejor, y ella responde que se la dará. Luego, el escudero le dice a la duquesa que tiene una carta para su esposa, Teresa Panza. La duquesa le pide verla.
En ella, Sancho le cuenta a su esposa lo que ocurrió con Merlín. Le da a entender que se ha ganado el gobierno de la ínsula a azotes y la firma "Tu marido el gobernador" (832). Luego de leerla, la duquesa dice que quiere llevársela al duque para que la lea. Este hace lo propio y la carta le produce un gran contento. Luego él, la duquesa, don Quijote y Sancho almuerzan en el jardín. Finalizado el almuerzo, se hace presente un hombre de cuerpo agigantado, cubierto por una manta negra. Se presenta como "Trifaldín el de la Barba Blanca, escudero de la condesa Trifaldi" (834). El hombre pregunta si está el valeroso y jamás vencido caballero don Quijote de la Mancha, a lo que el duque responde que sí. Don Quijote le pide al escudero Trifaldín que vaya a traer a su ama, también llamada por los encantadores "la dueña Dolorida"; él, como buen caballero andante, la ayudará en todo lo que necesite.
Capítulo XXXVII: Donde se prosigue la famosa aventura de la dueña Dolorida
Sancho comunica el temor de que esta dueña Dolorida ponga alguna traba al gobierno de la ínsula que el duque le debe, ya que ha escuchado que donde interviene alguna dueña, no puede suceder nada bueno. Tanto el duque como don Quijote y la duquesa tratan de convencer a Sancho de que ella no le representará ningún problema en el otorgamiento de la ínsula. Luego se escuchan los tambores que anuncian la entrada de la dueña Dolorida.
Capítulo XXXVIII: Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueña Dolorida
El escudero Trifaldín entra con la condesa Trifaldi de la mano. Don Quijote le dice a la condesa que si su fuerza o valor de caballero andante pueden contribuir en algo a remediar la angustia que ella padece, él se pone a su disposición. La condesa Trifaldi se arroja a sus pies y le agredece. Sancho, por su parte, le pide que les cuente su aflicción. Entretanto, el duque y la duquesa se ríen por lo bajo al ver que su broma va tan bien.
La condesa comienza a contar la historia de la infanta Antonomasia, hija de la reina doña Maguncia y, por lo tanto, heredera del reino, quien fue criada bajo la tutela de la propia Trifaldi. A la edad de catorce años, Antonomasia era una muchacha hermosa, con muchos pretendientes. Entre ellos se encontraba un caballero de la corte que, entre otras cosas, era poeta y gran guitarrista. Este caballero intentó ganarse la confianza de Trifaldi para poder acceder a Antonomasia. Pero la condesa, dice, escuchó unas coplas que cantaba el muchacho y quedó aturdida por su "trova de perlas" y su "voz de almíbar" (843). En ese sentido, ella critica a los trovadores, ya que, afirma, prometen cosas que no pueden cumplir. La condesa Trifaldi permitió que el caballero Clavijo accediera a Antonomasia, pero hubo un problema: al poco tiempo, ella quedó embarazada. Clavijo concluyó en que lo mejor sería que se casaran antes de que Antonomasia diera a luz.
En este punto, Sancho le pide a la condesa Trifaldi que se dé prisa en contar el final de tan larga historia.
Capítulo XXXIX: Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable historia
La dueña Dolorida continúa con la historia: el vicario le dio la razón a don Clavijo, y este se casó con Antonomasia. Esto produjo tanto enojo en la reina que acabó muriendo tres días después. Luego llegó Malambruno, primo de la difunta, y, en venganza por la muerte de Maguncia, encantó a Antonomasia y Clavijo, convirtiéndolos a ella en una jimia de bronce, y a él, en un espantoso cocodrilo de metal. Acto seguido, Malambruno echó una maldición a todas las dueñas, barbándoles el rostro. Tanto ellas, que están allí presentes, como la Dolorida, se descubren los rostros y muestras sus barbas. Por último, ante la mirada atónita de todos los presentes, la Dolorida se lamenta del destino que les tocó y da muestras de desmayarse.
Capítulo XL: De cosas que atañen y tocan a esta aventura y a esta memorable historia
Una de las dueñas barbonas dice que si Don Quijote no las ayuda, "con barbas nos llevarán a la sepultura" (849). El Caballero de los Leones afirma que por supuesto las ayudará y, al escuchar esto, la dueña Dolorida vuelve de su desmayo. Ella le dice a don Quijote que el propio Malambruno prometió enviarles un caballo volador cuando la Dolorida encontrara al caballero que podía liberarlas de la maldición, para que este fuera hasta el reino de Candaya a enfrentar al encantador. Sancho, por su parte, le pregunta a la condesa cómo se llama el caballo, y ella responde que se llama Clavileño el Alígero, por ser de leño y con una clavija en la frente, y por la ligereza con la que camina. Sancho dice no estar demasiado convencido de subirse a un caballo de madera volador que se maneja con una clavija. Ante el reproche de las mujeres sobre la actitud del escudero, don Quijote dice que este hará lo que su amo mande, y afirma que matará a Malambruno. Al escuchar esto, la Trifaldi implora a su encantador que le envíe a Clavileño el Alígero, y todos se emocionan hasta las lágrimas por todo el sentimiento que la Dolorida le pone a su ruego.
Capítulo XLI: De la venida de Clavileño, con el fin desta dilatada aventura
A la noche llegan cuatro salvajes que traen en sus hombros al caballo Clavileño. La Dolorida se emociona al comprobar que las promesas de Malambruno son ciertas, y les pide a don Quijote y Sancho que suban al caballo para comenzar la aventura. Don Quijote dice que eso hará de buen agrado; Sancho, por el contrario, se niega a subirse a Clavileño, alegando que está muy bien en el castillo del duque, de quien, por otra parte, sigue esperando el gobierno de esa ínsula. Don Quijote, sorprendido ante semejante muestra de cobardía, aparta a Sancho y lo lleva a unos árboles para hablar a solas. Le pide que vaya a sus aposentos y que se dé, por lo menos, quinientos azotes, para que puedan emprender el viaje con esa cuenta pendiente a medio resolver. Sancho, por su parte, dice que mejor primero emprenden el viaje y, al regreso, él se azotará.
Don Quijote y Sancho se suben a Clavileño y se vendan los ojos, como había ordenado Malambruno. El Caballero de los Leones comienza a mover la clavija, y todas las personas presentes empiezan a desearle buena suerte y a comentar que ya se los ve andando por los cielos. Sancho le pregunta a su amo cómo es posible que estén yendo tan alto si las voces de las personas se escuchan como antes, es decir, como si estuvieran ahí, al lado de ellos. Don Quijote responde que, como están en una aventura extraordinaria, es lógico que las cosas no sigan los cursos ordinarios. En ese momento comienzan a sentir diferentes cambios climáticos -correspondientes a las diferentes regiones del aire- que son creados de forma artificial por los súbditos del duque.
La duquesa, su marido y todos los presentes se divierten escuchando las reacciones de don Quijote y Sancho. Luego prenden fuego la cola de Clavileño que, como está lleno de cohetes tronadores, vuela por el aire y arroja a don Quijote y su escudero al suelo. En este punto, las dueñas barbadas han dejado el lugar; cuando don Quijote y Sancho se sacan la venda de los ojos, se sorprenden al ver que están en el mismo jardín de antes, con tantas personas tiradas en el suelo. Del otro lado del jardín hay una lanza clavada en la tierra, con un pergamino atado. En él, don Quijote lee que Malabruno se ha dado por satisfecho y que el encantamiento queda sin efecto. A raíz de esto, el Caballero de los Leones se acerca al duque, que todavía está tratando de recuperarse. Cuando lo logra, lee el pergamino y abraza a don Quijote, felicitándolo por haber acabado con el encantamiento. Sancho, por su parte, contempla por primera vez el rostro de la Dolorida ya sin la barba y lo encuentra bellísimo. Luego, el escudero comienza a hablar de las cosas que vio en los cielos a través de una pequeña rendija de la venda, pero nadie le cree. A raíz de esto, don Quijote le dice: "Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más" (865).
Análisis
En el capítulo XXXVI, la duquesa se divierte con la anécdota de los cinco azotes que Sancho se ha dado sobre sus posaderas. Luego, el escudero le entrega una carta para su esposa, Teresa Panza, carta en la que Sancho cuenta que se ha ganado, finalmente, la ínsula a fuerza de azotes y que firma "Tu marido el gobernador" (832). A la duquesa le causa tanta gracia que sale corriendo a mostrársela a su esposo. Aquí, otra vez, podemos observar la falta de escrúpulos -por no decir, directamente, maldad- de los duques, que se divierten de un crédulo Sancho, que ha caído en las garras de la ficción que ellos han montado.
Ahora bien, en principio todo indicaba que ese engaño orquestado por los duques tenía como principal objetivo que don Quijote -el loco protagonista del libro El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha- desplegara todo su delirio de caballero andante. Sin embargo, hasta aquí -y como veremos en varios de los capítulos subsiguientes- los duques tienen una obsesión particular con Sancho. ¿Por qué? Por varias razones. Por un lado, como hemos mencionado en análisis de capítulos anteriores, los duques se fascinan por la rusticidad de la dialéctica de Sancho; es decir, se divierten con su compulsiva necesidad de hablar a través de refranes, y ese descaro involuntario que lo lleva a utilizar palabras que no son apropiadas, según las costumbres de la época, en el contexto de una conversación palaciega. Por otro lado, los duques se maravillan con el hecho de que Sancho esté tan obsesionado con la idea de ser gobernador de una ínsula. Esta obstinación por ascender socialmente a través de ese título se volverá tan fuerte y ridícula que llevará al escudero a asumir como reales varias de las ficciones que los duques propondrán para divertirse a costa de él. Esto ya lo podemos observar cuando Sancho, luego de pedir un objeto adecuado para darse los azotes, le comenta a la duquesa sobre una carta que tiene escrita para su mujer, Teresa Panza, en la que deja entrever esa profunda obsesión por la gobernación:
Sepa vuestra alteza, señora mía de mi ánima, que yo tengo escrita una carta a mi mujer Teresa Panza dándole cuenta de todo lo que me ha sucedido después que me aparté della. Aquí la tengo en el seno, que no le falta más de ponerle el sobre escrito. Querría que vuestra discreción la leyese, porque me parece que va conforme a lo de gobernador, digo, al modo que deben de escribir los gobernadores (831).
Ahora bien, otra de las razones de los duques para fascinarse con Sancho surge del contraste entre la percepción que tenían del escudero y de su amo. Dicho de otro modo, de un loco reconocido como don Quijote, quien ya ha manifestado la pérdida de conciencia respecto de la realidad en el libro que leyeron los duques, es esperable que caiga fácilmente en esas bromas; no así de Sancho, quien aparece en el mismo libro como el personaje que intenta permanentemente hacerle ver a su amo cuán alejado está de esa realidad. Por eso los duques -sobre todo, la duquesa- adquieren una fascinación particular por la locura que manifiesta Sancho y, como veremos más adelante, lo harán el blanco de la burla más elaborada: le harán creer que efectivamente está gobernando una ínsula cuando, en realidad, será toda una ficción montada para que tanto los duques como sus súbditos se diviertan a costa de él.
Hacia el final del capítulo XXXVI ingresa el escudero Trifaldín -en una nueva ficción inventada por los duques para reírse de sus huéspedes-, y don Quijote, como es de esperarse, se ofrece a ayudar a su ama, la condesa Trifaldi, también conocida como la dueña Dolorida. El capítulo XXXVII representa la exacta mitad de la segunda parte del Quijote. Es un capítulo breve, en apariencia, sin demasiada importancia, pero que bien puede ser interpretado como un punto de quiebre. En él, no hay ningún hecho que realmente influya en la trama; de hecho, parece más un capricho estético del autor que otra cosa. Sancho se larga a divagar sobre los peligros de las situaciones en las que intervienen las dueñas; don Quijote lo reprime; los duques tratan de convencerlo de que el gobierno de su ínsula no está en peligro por la llegada de la dueña Dolorida.
Ahora bien, ¿en qué sentido podríamos decir que este capítulo tan breve, tan intrascendente desde el punto de vista de la trama, representa un punto de quiebre? Es aquí, en la mitad exacta de este segundo libro, en donde se pone de relieve este nuevo rol que cumple don Quijote. El Caballero de los Leones no solo parece haber cedido casi por completo el protagonismo, sino que, además, se ha ido convirtiendo en un personaje necesario para la voz y las ideas de Sancho se vuelvan más importantes. En cierta medida, podemos decir que justo aquí, en este capítulo XXXVII, en la mitad exacta del segundo libro, don Quijote termina por convertirse en el mozo de compañía de su escudero. Dicho de otra forma: se han intercambiado los roles con respecto a la primera parte.
Ya en el capítulo XXXVIII, la condesa Trifaldi se arrodilla frente a los duques, pregunta por don Quijote y, luego, se arroja a los pies de este y le implora que vaya a pelear contra el gigante Malambruno para acabar con el encantamiento de la bella Antonomasia y de sus dueñas, a quienes el gigante las ha maldecido con unas ridículas barbas. Aquí se abre una nueva página de ese guion especial que los duques tienen preparado para don Quijote y su escudero, y que tiene como único objetivo divertirse a costa de la locura de ellos. Para ello, nuevamente, recurren a lo teatral, es decir, a la actuación. En ese sentido, varios críticos han coincidido en que en estas pantomimas que plantean los duques se puede ver el oficio y la afición de Cervantes por el teatro. Hay una puesta en escena especialmente diseñada para don Quijote y Sancho; hay actores y actrices, los súbditos de los duques, que interpretan sus papeles a la perfección; y están los propios duques, los autores, que disfrutan de ver su dispositivo teatral en acción. Don Quijote y Sancho son los protagonistas de este teatro, aunque sin saberlo. Esto divierte a los duques, a sus cómplices y también puede ser divertido para nosotros, los lectores. Aunque, a decir, verdad, esta manipulación que sufren tanto don Quijote como Sancho también despierta algo de compasión o, incluso, culpa, ya que todos nos estamos riendo a costa de la locura de estos dos personajes.
Ahora bien, quizás lo más significativo de este episodio sea que Sancho confunde ficción con realidad a la par -o, incluso, peor- que su amo. Sin ir más lejos, busca hablar de las cosas que supuestamente vio en los cielos a través de una rendija de la venda que le cubría los ojos. En relación con esto, es el propio don Quijote quien establece un paralelismo entre Sancho y él, cuando dice: "Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más" (865). Definitivamente estamos ante una versión quijotizada del escudero, hasta el punto en que el propio don Quijote se da cuenta. Esta evolución de Sancho es, sin duda, uno de los aspectos más relevantes de esta segunda parte, y aquello que, en varios momentos de este segundo libro, le da impulso a la trama.
En otro orden de cosas, vale la pena remarcar ciertos aspectos de la narración que ponen de relieve el carácter paródico o, por momentos, directamente cómico de este segundo Quijote. Cervantes propone una condesa plagada de inconsistencias: su voz ronca, la excesiva utilización de los superlativos, la confusión genérica. En ese sentido, poco tardamos en entender que se trata, en realidad, del mayordomo de los duques travestido. Sin embargo, para Sancho y don Quijote, ambos particularmente susceptibles a asumir ficción como realidad en esta segunda parte, la condesa Trifaldi es definitivamente una doncella en apuros a quien hay que ayudar. Así las cosas, lo cómico surge de la ironía que presenta esta situación en la que los lectores sabemos algo que los protagonistas no: que aquella mujer no es ni condesa ni mujer, sino el mayordomo travestido; y con cada detalle que nos presenta la narración respecto de la verdadera identidad de Trifaldi, más irónico y cómico el asunto.