Resumen
Capítulo LXXII: De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea
Don Quijote y Sancho están todavía en el mesón cuando aparece un caminante a caballo llamado don Álvaro Tarfe. Luego de escuchar el nombre, el Caballero de los Leones le pregunta al hombre si es el mismo Álavaro Tarfe que encontró impreso en la versión apócrifa de la segunda parte de su propia historia, a lo que el hombre responde que sí lo es. Luego la pregunta si ve algún parecido entre el personaje de ese libro apócrifo y él, el verdadero Quijote. Don Álvaro responde que no. A raíz de esto, don Quijote sentencia que él es el verdadero don Quijote de la Mancha, acusa al Quijote de esa versión apócrifa de querer usurparle la identidad y, por último, le pide a don Álvaro que esparza la noticia de que él no tiene nada que ver con ese farsante que aparece en el libro. Don Álvaro, por su parte, afirma que lo hará. No conforme con esto, a la hora de comer, entra el alcalde del pueblo, y don Quijote le pide a don Álvaro que declare ante él que "no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas" (1092).
Aquella noche, Sancho concluye con sus azotes, es decir, con el simulacro de ellos. Don Quijote espera encontrarse a Dulcinea ya desencantada en cualquier momento. Amo y escudero continúan camino hasta que suben una cuesta, desde la cual ya se ve su aldea.
Capítulo LXXIII: De los agüeros que tuvo don Quijote al entrar de su aldea, con otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia
Entrando en la aldea, don Quijote escucha a dos muchachos hablando: "No te canses, Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu vida", le dice uno al otro. El Caballero de los Leones interpreta esto como una señal de que nunca más verá a Dulcinea, pero Sancho le pide que no se deje llevar por supuestos malos agüeros.
Luego, don Quijote ve al cura y al bachiller Sansón Carrasco, baja de Rocinante y los abraza. Todos juntos se dirigen a la casa de don Quijote, en donde su sobrina lo espera. Teresa Panza, por su parte, recibe a su marido, le hace notar que no parece un gobernador y se lo lleva a su casa, junto con Sanchica.
Don Quijote aparta al cura y al bachiller y les informa que ha sido vencido. Les explica la penitencia que debe hacer y dice que se entregará durante ese año a las labores de pastor. Para eso, él ya tiene nombre: será el "pastor Quijótiz" (1096). El cura y el bachiller se asombran de esta nueva locura de don Quijote, se despiden de él y le aconsejan prestarle atención a su salud. Finalmente, ama y sobrina llevan a don Quijote a su cama, ya que dice no sentirse del todo bien.
Capítulo LXXIV: De cómo don Quijote cayó malo y del testamento que hizo y su muerte
Don Quijote enferma. Durante esos seis días de fiebre lo visitan el cura y el bachiller, y Sancho no se le despega de la cabecera de la cama. Cuando el Caballero de los Leones comprende que está muriendo, hace llamar a todos sus amigos para confesarse y hacer su testamento. Apenas entran todos, él dice: "... ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano (...), ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído" (1100). El cura, entonces, lo confiesa. Sancho, consciente de que su amo se está muriendo, no para de llorar. Llega el escribano para hacer el testamento. En él, ordena que se le pague a Sancho lo convenido; acto seguido, don Quijote le pide perdón a su escudero por haberlo hecho parecer tan loco como él.
Don Quijote, finalmente, muere, y el cura le pide al escribano que dé testimonio de ello para que ningún autor que no sea Cide Hamete pueda resucitar falsamente al caballero andante e invente sus historias.
Por último, es el propio Cide Hamete quien le dice a su pluma: "Aquí quedarás colgada desta espetera y deste hilo de alambre (...), adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte" (1105).
Análisis
En estos últimos capítulos, Cervantes va cerrando algunos de los temas que le quedan pendientes. Por un lado, en el capítulo LXXII, Sancho concluye sus azotes, lo que permite que don Quijote se quede tranquilo, ya que Dulcinea se librará de ese encantamiento que le había dado aspecto de labradora. Por otro lado, nos encontramos con un último embiste contra el Quijote apócrifo; y este embiste ya no se limita a una mera crítica de las imprecisiones que abundan en el texto de Avellaneda, sino que va más allá e introduce a un escribano que pueda dar fe del engaño en el que ha caído Álvaro Tarfe. Cervantes no quiere matar a su protagonista sin antes dejar en claro que hay un impostor tratando de imitarlo (o dos: Avellaneda a él, y el Quijote del texto apócrifo al Quijote original).
Asimismo, el capítulo LXXII también plantea un problema muy original: si es posible que un ente de ficción adquiera tanta vida propia que le permita ser trasladado a otra obra como testigo de la existencia de otros personajes de ficción. En este sentido, si los dobles de don Quijote y Sancho creados por Avellaneda son falsos, es decir, son simplemente dos impostores que se han apropiado de la identidad de los personajes originariamente inventados por otro autor, cabe preguntarse, por un lado, por qué don Álvaro Tarfe es un personaje que merece la confianza total por parte de Cervantes y, por otro lado, si los dos Tarfe son, en efecto, el mismo personaje.
Así y todo, aunque los dos Álvaros tienen ciertos rasgos comunes (modales aristocráticos, riqueza, cultura), la condescendencia que muestra el personaje cervantino es, cuanto menos, muy conveniente a las circunstancias. Este Álvaro Tarfe del capítulo LXXII no pone ninguna objeción en desmentir a Avellaneda y certificar la autenticidad del Quijote cervantino. Este sosiego con que actúa don Álvaro soluciona de la forma más pacífica una contienda literaria que hubiera podido desembocar, cuanto menos, en un pleito delante del juez.
Ahora bien, está claro que el regreso a la aldea por parte de don Quijote y Sancho se corresponde con el comienzo del desenlace de la novela. Asimismo, este desenlace se inaugura con un mal augurio: ni bien don Quijote entra en la aldea, escucha que un muchacho le dice a otro: "no la has de ver en todos los días de tu vida" (1094), frase que el Caballero de los Leones inmediatamente interpreta como un mensaje relacionado con Dulcinea que sentencia que él no va a llegar a verla desencantada nunca. Más que una lectura pesimista de las circunstancias, la de don Quijote parece ser una perspectiva realista, que comienza a dejar entrever esa inédita lucidez que va a desplegar en su lecho de muerte, en el capítulo LXXIV.
Don Quijote permanece en cama con fiebre durante seis días. En ese tiempo, se van turnando para llorarlo el ama, la sobrina y Sancho Panza. Incluso, lo visitan el cura, el barbero y el bachiller, en un claro gesto de despedida. Don Quijote está triste y nada de lo que dicen sus visitantes parece poder sacarlo de ese estado. Finalmente, en un momento, logra dormir seis horas seguidas y se despierta gritando: "¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres" (1100). Así, con esta loa a Dios concluye su locura y vuelve a ser Alonso Quijano. No solo ya no se siente don Quijote de la Mancha, sino que reniega de los libros de caballerías, y pide un cura para confesarse y un escribano para hacer su testamento:
Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte: querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos, al cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento (1100).
Paradójicamente, cuanto más cerca está don Quijote de su muerte, más lúcido se muestra, y, en el plano real de los libros, más cerca está de enfrentarse con su gran enemigo: el Quijote apócrifo de Avellaneda. Asimismo, vale aclarar que el enaltecimiento de Dios y lo religioso no se altera en lo más mínimo en esta transición de don Quijote a Alonso Quijano. Dicho de otra forma, Dios es un pilar tanto para un caballero andante como para un hacendado; tanto para un loco como para un cuerdo; y ha sido su misericordia lo que evitó que don Quijote muriera en alguna aventura generada por su ilusión caballeresca y lo que le ha aclarado la mente y lo ha vuelto a la cordura a Quijano, pocos días antes de su muerte.
Así las cosas, don Quijote agoniza rodeado de sus amigos y su única pariente, hasta que muere cuerdo y conforme a las prácticas cristianas. Ahora bien, cabe destacar que, en tiempos de su locura, don Quijote no frecuentaba las iglesias ni lo veíamos practicar devociones, aunque sí sabía hablar inteligente y ortodoxamente sobre la fe cristiana. Si hubiera tenido más tiempo de vida como persona cuerda, no habría leído libros de caballerías, sino otros que fueran "luz del alma" (1100), frase meticulosamente elegida por el propio don Quijote para recordar el título de una obra de devoción que vio en pruebas en la imprenta barcelonesa. En relación con esto, la biblioteca de don Quijote, a diferencia de la de don Diego de Miranda, por ejemplo, no contiene libros de devoción. Cervantes sí conocía la Luz del alma, de Felipe de Meneses, libro que denuncia la ignorancia religiosa de los españoles del siglo XVI. En este sentido, es más que elocuente que, al despertar del sueño de la conversión, don Quijote se declare libre de "las sombras caliginosas de la ignorancia" (1100), producto de la lectura excesiva de los libros de caballerías. Aquí podemos desentrañar una de las razones por la cual don Quijote -ya cuerdo- odia los libros de caballerías, y por la cual Cervantes le dedicó toda una obra a parodiarlos: tanto el autor como su personaje consideran estos libros una de las causas de la ignorancia y del engaño humanos.
Por otro lado, don Quijote muere, y el texto lo dice de una manera bastante directa: "Hallóse el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió" (1104). El narrador aclara de una forma simple, frontal: "quiero decir que se murió", y en ese gesto pareciera querer ayudar a los lectores a asimilar el impacto de ese vacío que acaba de dejar el protagonista de las últimas ochocientas páginas. Asimismo, el cura le pide al escribano que deje constancia de la muerte de Alonso Quijano, también conocido como don Quijote de la Mancha, para "quitar la ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas" (1104). Luego de esta última ironía respecto del texto de Avellaneda, ahora sí, la segunda parte de Don Quijote de la Mancha concluye; este libro que, en palabras del escritor y crítico Federico Jeanmaire, "cambió la historia del resto de los libros" (Jeanmaire, 2004).