Resumen
Capítulo XXX: De lo que le avino a don Quijote con una bella cazadora
Luego del episodio del barco encantado, don Quijote y Sancho prosiguen su camino. Un par de días después, saliendo de una selva, don Quijote divisa gente al final de un prado. Al acercarse, observa a una gallarda señora vestida de verde. Don Quijote le pide a Sancho que vaya a decirle a aquella señora que el Caballero de los Leones está dispuesto a servirla. El escudero obedece. Luego de escucharlo, la señora le pide que vaya a buscar al famoso Caballero de la Triste Figura, que bien puede servirles tanto a ella como a su esposo, el duque. Antes de que Sancho vaya a buscarlo, la señora le pregunta si su amo no es acaso el caballero de la historia que se cuenta en un libro llamado El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, a lo que el escudero responde que sí.
Don Quijote y Sancho alcanzan al duque y su señora. El escudero se enreda un pie con el estribo, y don Quijote, confiado de que Sancho estará ahí para asistirlo, baja de Rocinante y cae abruptamente al piso. Luego de sacar algunas conclusiones con respecto a Sancho -como que es gracioso y hablador-, el duque invita a don Quijote a su castillo para acogerlo, como él y la duquesa hacen con todos los caballeros andantes.
Capítulo XXXI: Que trata de muchas y grandes cosas
Don Quijote llega al castillo del duque y su esposa, y es recibido por dos hermosas doncellas que le dan la bienvenida a "la flor y la nata de los caballeros andantes" (784). A las doncellas se le suman varias personas que celebran la llegada de don Quijote. Le dan ropa para que se cambie y, luego, él y Sancho son llevados por dos pajes hasta la mesa servida, donde sus anfitriones los esperan para comer. El duque le cede la cabecera de la mesa a don Quijote. Sancho dice que quiere contar una historia sobre su amo, lo que preocupa a don Quijote, quien piensa que su escudero está a punto de hacerle pasar vergüenza diciendo alguna tontería.
Sancho cuenta la historia en la que un labrador va a la casa de don Quijote y ambos quieren cederle la cabecera de la mesa al otro. El cuento concluye con el hidalgo forzando al labrador a sentarse en la cabecera, ya que en su casa se hace lo que él manda. Finalizado el relato, don Quijote se pone "de mil colores" (791) por la vergüenza. Un eclesiástico, que está también en la mesa y que ha escuchado de este hombre que se cree caballero andante y aparece en un libro, le habla directamente a don Quijote y le pregunta: "¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines?" (792). El capítulo termina con el narrador explicando que la respuesta de don Quijote merece un capítulo aparte.
Capítulo XXXII: De la respuesta que dio don Quijote a su reprehensor, con otros graves y graciosos sucesos
Don Quijote se defiende de las palabras del eclesiástico argumentando que cada persona toma sus decisiones y afirma: "... inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra" (793). Sancho celebra las palabras de su amo, y el eclesiástico le pregunta si él es el famoso Sancho Panza a quien su amo le debe una ínsula. Sancho dice que sí y que es quien más merece esa ínsula por llevar tanto tiempo al lado de su amo. En este punto, el duque dice que él tiene una isla abandonada y que con gusto le cede el gobierno de ella a Sancho. El escudero besa los pies del duque, y el eclesiástico protesta: "¡Mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras" (794), dice, y abandona el lugar.
Don Quijote dice no sentirse ofendido por lo que el eclesiástico ha dicho: después de todo, las mujeres, los niños y, justamente, los eclesiásticos son personas que no pueden defenderse por sí mismas y, por lo tanto, no están en condiciones de ofender a nadie. Luego de la cena, entran a la sala un grupo de doncellas barberas que le lavan la barba a don Quijote. El duque pide que se la laven a él también, y Sancho pregunta si él también puede ser beneficiario de aquellos servicios, frente a lo cual la duquesa le ordena a sus doncellas que atiendan los pedidos del escudero. Tanto ellas como él salen de la sala.
El duque le pregunta a don Quijote por Dulcinea, y este le cuenta que la encontró encantada, luciendo como una vulgar labradora. El duque pregunta quién puede haber sido tan cruel, y el Caballero de los Leones responde que ha sido alguno de los tantos encantadores que lo persiguen. En este punto, la duquesa hace referencia a que mucha gente opina que esta Dulcinea es producto de la imaginación de don Quijote, a lo que este responde que Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo. El duque, por su parte, afirma que, a raíz de las historias que ha leído de don Quijote, no cabe duda de que esta Dulcinea existe. La duquesa dice que está a dispuesta a creerlo, pero que, sin embargo, tiene dudas con respecto a su linaje, ya que el propio Sancho ha dicho que la ha encontrado limpiando un costal de trigo cuando le ha llevado una carta de parte de su amo. Don Quijote apoya su teoría del encantamiento de Dulcinea diciendo que, como él ya se ha librado de ese tipo de magias antes, ahora los encantadores se la agarran con las cosas que él más quiere. Por otro lado, enumera las virtudes de Sancho como escudero y le pide al duque que no le otorgue el gobierno de la ínsula.
En eso, entra Sancho esquivando al barbero que quiere limpiarle la barba. La duquesa pregunta qué está sucediendo, y Sancho contesta que sí quiere que le limpien la barba, pero con toallas más limpias. Don Quijote, enojado por lo desalineado que se ve su escudero, le pide a los barberos que lo dejen en paz. Entre risas, la duquesa le da la razón a Sancho y les pide a los barberos que se retiren. Sancho se tira a los pies de ella y le agradece su intervención.
Por último, don Quijote se retira a dormir la siesta y la duquesa invita a Sancho a que pase un rato con ella y sus doncellas en una habitación fresca. El duque, por su parte, renueva la orden de que traten a don Quijote como un caballero andante.
Capítulo XXXIII: De la sabrosa plática que la duquesa y sus doncellas pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note
Sancho se presenta donde está la duquesa con sus doncellas. La mujer quiere saber algunas cosas de don Quijote. El escudero le confiesa que tiene a su amo por "loco rematado" (807), aunque también admite que, a veces, habla con mucha coherencia. En este punto, la duquesa le dice a Sancho que es extraño que, siendo él tan consciente de la locura de su amo, todavía conitnúe sirviéndole. Por otro lado, no está segura de que sea una buena idea darle un isla para que gobierne a una persona que "no sabe gobernarse a sí" (808). Sancho, por su parte, responde que el hecho de seguir a don Quijote es su maldición y, como tal, no puede desprenderse de ella.
La duquesa ahora le dice a Sancho que ella sabe de buena fuente la verdad sobre Dulcinea: aquella labradora que Sancho le hizo creer a don Quijote que era su Dulcinea del Toboso era, en realidad, la mismísima Dulcinea encantada. Agrega que Sancho, que se pensaba engañador, fue, de hecho, el engañado. El escudero dice que eso es muy posible, y que ahora prefiere creer que todo lo que dice su amo que ocurrió en la cueva de Montesinos es cierto. La duquesa le pide a Sancho que le cuente, y este cuenta punto por punto lo relatado por su amo. A raíz de esto, la duquesa dice que no hay duda de que la Dulcinea de la cueva de Montesinos y la Dulcinea-labradora son la misma y que, evidentemente, hay muchos encantadores por todos lados. Luego, tanto Sancho como la duquesa se retiran a descansar.
Cuando ella se encuentra con el duque en su habitación, le cuenta lo sucedido con el escudero, y los dos deciden hacer una burla para don Quijote que se vuelva famosa y que tenga un estilo bien caballeresco.
Capítulo XXXIV: Que cuenta de la noticia que se tuvo de cómo se había de desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más famosas deste libro
El duque y la duquesa tienen intenciones de hacerle una broma a don Quijote. Luego de darles instrucciones a sus sirvientes, ellos invitan a don Quijote y Sancho a un día de caza. Una vez en el bosque, aparece un jabalí de gran tamaño, y mientras don Quijote, el duque y la duquesa se ponen en su camino y desenfundan sus armas, Sancho sale corriendo y se agarra de una rama, pero queda atrapado por ella y comienza a pedir auxilio. El animal es abatido por los cazadores. Don Quijote descuelga a Sancho de la rama, y este dice no entender por qué los nobles deben exponerse a semejantes peligros como, por ejemplo, ser atravesado por un colmillo de jabalí. El duque, por su parte, le habla de lo importante que es la caza a nivel imagen, y le pide que, cuando sea gobernador de la ínsula, se ocupe de cazar. Sancho comienza a decir varios refranes para justificar su postura de no cazar, y don Quijote se enoja y lo maldice por eso. La duquesa, por su parte, elogia el hecho de que Sancho hable con refranes.
El atardecer los sorprende todavía en el bosque: cuando la oscuridad se hace presente, comienzan a escucharse cornetas y otros instrumentos de guerra; también se ve fuego en todas direcciones. De pronto, aparece un hombre disfrazado de demonio tocando un corno. Cuando el duque le pregunta quién es y qué hace allí, el hombre responde que es el Diablo y que está buscando a don Quijote; agrega que Dulcinea del Toboso y Montesinos vienen con él, ya que este último quiere indicarle al Caballero de los Leones cómo desencantar a su amada. Luego de esto, da media vuelta, toca el cuerno y, sin esperar respuesta, se va. Al poco tiempo, comienzan a escucharse ruidos de bocinas, clarines y trompetas. Luego, un carro llega hasta donde ellos se encuentran. El cochero se presenta como el sabio Lirgandeo y avanza. Detrás de él viene otro carro, el del sabio Alquife. Detrás de este, el de Arcalaús el encantador. Los tres carros se estacionan en el mismo lugar. De repente, comienza a sonar una música, y esto tranquiliza a Sancho, quien le dice a la duquesa: "Señora, donde hay música no puede haber cosa mala" (821).
Capítulo XXXV: Donde se prosigue la noticia que tuvo don Quijote del desencanto de Dulcinea, con otros admirables sucesos
Luego de varios carros, aparece uno más grande que el resto. En él viene sentada una muchacha de no más de veinte años y con el rostro cubierto con un delicado cendal. A su lado, hay una figura con una vestidura larga y lujosa que, cuando se corre su respectivo velo, descubre la figura de la muerte. Se presenta diciendo que es Merlín, príncipe de la magia. Luego agrega que a sus oídos llegó el pedido de Dulcinea del Toboso, una princesa convertida en rústica aldeana, y que tiene la fórmula para liberarla del encantamiento, y dirigiéndose a don Quijote dice:
... es menester que Sancho tu escudero
se dé tres mil azotes y trecientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo,
que le escuezan, le amarguen y le enfaden (...).
Sancho no está dispuesto a que lo azoten. De hecho, dice que, por él, Dulcinea puede irse a la tumba encantada. Don Quijote enfurece y le pide que se desnude, ya que le va a dar seis mil azotes, por las dudas. Sancho continúa negándose y, en ese momento, interviene la muchacha, que descubre su rostro y dice ser la mismísima Dulcinea, atrapada en el encanto que la hace parecer labradora. Acto seguido, le pide a Sancho que no pierda tiempo y que se azote. Sancho sigue sin dar el brazo a torcer, y el duque le aclara que, si no se deja azotar para desencantar a Dulcinea, él no va a poder darle el gobierno de esa ínsula que le ha prometido. En este punto, Sancho dice que lo hará con la condición de que pueda azotarse cuando a él se le dé la gana. Merlín se lo concede. Antes de partir, la muchacha le agradece a Sancho por salvarla del encantamiento. El duque y la duquesa vuelven al castillo a reírse entre ellos de lo bien que les salió la burla a don Quijote.
Análisis
El capítulo XXX da comienzo a lo que será la gran aventura de don Quijote de esta segunda parte. Así y todo, esta aventura -larga, compleja, compuesta, a su vez, por varios episodios- no será responsabilidad del caballero andante, sino que serán sus anfitriones, los duques, quienes monten el teatro perfecto para que el Caballero de los Leones le dé rienda suelta a su locura. En principio, don Quijote divisa a la hermosa duquesa en el prado, envía a Sancho a ofrecerle sus servicios, y cuando ella reconoce que se trata del Caballero de la Triste Figura y su escudero, se muestra encantada y no duda en ir avisarle a su esposo, el duque, quien los invita enseguida a su castillo. Esta tan arbitraria como categórica buena predisposición de los duques hacia don Quijote y Sancho ya nos pone en alerta respecto de cuáles podrán ser sus intenciones con relación a ellos.
Ahora bien, ¿quiénes son estos duques? Por el momento, no sabemos mucho sobre ellos, excepto que ambos son grandes lectores de la primera parte de Don Quijote. Esta información puede parecer poco trascendente en este punto, pero será determinante para los capítulos que siguen, en los que los duques montarán una serie de ficciones para divertirse con la locura de don Quijote, tal y como lo hicieron leyendo el libro en el que se relatan sus disparatadas aventuras.
La presentación de don Quijote y Sancho frente a los duques se parece a un paso de comedia o a la entrada de dos payasos en escena: el delgado y triste caballero cayéndose de Rocinante aparatosamente al suelo, y el gordo y gracioso escudero colgando del estribo de su asno con la cabeza para abajo. Todo a partir de aquí será una ficción creada especialmente para don Quijote y Sancho, como si los duques quisieran reproducir las condiciones propias de un libro para ver el despliegue de la locura del caballero andante en todo su esplendor y divertirse a costa de él. Sin ir más lejos, el duque se adelantará cuando están yendo todos juntos hacia el castillo para preparar la llegada de don Quijote y Sancho, es decir, para advertirles a sus mozos, pajes, criados y dueñas qué papel deben interpretar.
Ya en el castillo, se produce una situación muy significativa dentro de la novela: la discusión entre don Quijote y el eclesiástico, quien se exaspera tanto con los disparates que está diciendo el Caballero de los Leones como con las ganas de reírse de él que muestran sus anfitriones. Luego de que el religioso acusa a don Quijote de loco, el Caballero de los Leones responde con indignación:
¿Por ventura es asumpto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos dél, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad? Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite: caballero soy, y caballero he de morir, si place al Altísimo (793).
Luego de la desdeñosa respuesta del Caballero de los Leones al eclesiástico, este se retira muy disgustado. Ahora bien, ¿por qué decimos que esta situación es significativa? En principio, porque estamos ante el único personaje de esta segunda parte que denuncia explícitamente la locura de don Quijote. Asimismo, lejos de conformarse con esto, se indigna con quienes quieren reírse a costas de su locura. En ese sentido, el personaje del eclesiástico posee una doble función: por un lado, se erige como portavoz de la razón -esa que don Quijote niega en su obsesión por ser considerado caballero- y, por otro lado, fija criterios morales, a partir de los cuales aquello que están haciendo los duques con un loco tan popular como don Quijote es más que reprochable.
Dicho esto, es interesante observar qué ocurre en este episodio con el tema de lo religioso. Está claro que Cervantes siempre ha sido muy cuidadoso con el tratamiento de lo religioso en general y del catolicismo en particular a lo largo de toda la novela. En parte, porque comprende que la fe en Dios es uno de los pilares fundamentales de un caballero andante como don Quijote; en parte, porque él mismo era un hombre de fe. Así las cosas, se entiende que este eclesiástico funcione como una suerte de brújula moral y, al mismo tiempo, de embajador de la razón. No obstante, este personaje abandona el castillo de los duques indignado luego de la respuesta de don Quijote. Es decir, se va y no volverá a aparecer -ni él ni ningún otro religioso como él- en toda la novela. ¿Por qué? Porque esta segunda parte busca el humor e, incluso, el drama por caminos muy diferentes a los de la primera. Para tal fin, en este segundo libro, don Quijote y, sobre todo, los que se ríen de él necesitan más libertad, menos restricciones morales y, fundamentalmente, menos conciencia de realidad. Esto le permite a Cervantes llevar a sus personajes a ciertos niveles de profundidad y complejidad que en la primera parte eran impensados. Cabe señalar que muchos críticos coinciden en que esta segunda parte de Don Quijote es definitamente más generosa que la primera en términos de búsqueda y recursos literarios, y parte de esa generosidad, sin duda, está relacionada con esas libertades que buscó Cervantes prescindiendo de las restricciones morales que podía imponerle una presencia más fuerte, no del catolicismo per se, sino de sus portavoces, es decir, de los eclesiásticos, ya que son estos, en definitiva, quienes juzgan a los personajes.
En estas primeras páginas que transcurren en el castillo, también notamos un clima festivo, motivado tanto por los anfitriones como por sus súbditos. Todos quieren divertirse, todo el tiempo, sin parar; en cierta medida, es como si estuviesen obsesionados con la idea de reírse del caballero andante y su escudero. Esto se traduce en la ausencia total de escrúpulos o de algún tipo de barrera moral para con sus invitados. Dicho de otra forma, en estos primeros capítulos en el castillo queda esbozada una idea que no solo se mantendrá, sino que se profundizará con el correr de las páginas: los duques y sus criados están dispuestos a todo con tal de divertirse con este personaje extravagante y loco que es don Quijote. En este sentido, esta falta de consideración, en varias ocasiones, se parecerá más a una forma de crueldad que a otra cosa, hasta el punto de llevarnos a una pregunta absolutamente válida: ¿quiénes están más locos, don Quijote o estos duques, miembros de la nobleza que, en su afán de divertirse a costa de un hombre mentalmente desequilibrado, han perdido esa brújula moral que caracteriza a las personas cuerdas?
En otro orden de cosas, en este pasaje de la historia también se pone de relieve algo que ya viene insinuándose desde hace varias páginas: el verdadero protagonista de esta segunda parte de Don Quijote es Sancho Panza. Todos lo buscan, todos quieren hablar con él; todos, sin excepción -y esto incluye tanto al propio don Quijote como a los lectores- se maravillan de la evolución que ha sufrido el personaje respecto de aquel patético y bruto Sancho de la primera parte. Ahora habla mejor, es más ocurrente y también es un poco más susceptible a confundir realidad con ficción. Arrobándonos una licencia poética, podríamos decir que Sancho se quijotizó.
Asimismo, en el capítulo XXXIII, podemos apreciar un generoso despliegue del repertorio lingüístico -y humorístico- de Sancho: coloquialidades, tonterías sobre su asno, expresiones ocurrentes y despectivas hacia la dueña de la duquesa, retruécanos disparatados, y, sobre todo, el anárquico y pintoresco ensartamiento de refranes y frases hechas de tipo popular, ya sea en versión original o en variaciones del propio Sancho. Todo esto fascina a la duquesa y, en cierta medida, refleja fielmente los gustos del lector promedio de la época. Cervantes acentúa la "rusticidad"del caudal expresivo de Sancho haciendo que lo derroche ante un personaje, la duquesa, cuyo rango social debería exigir una respetuosa formalidad por parte de los inferiores en la forma de hablar.
Si tomamos como referencia a Alonso López Pinciano, autor de la influyente Philosophía antigua poética (1596), era impropio que un lacayo pronunciase la palabra "jarro", por ejemplo, por ser un vocablo excesivamente prosaico, ante un rey. De esta forma, podemos imaginar el efecto que causaba en los lectores contemporáneos del Quijote este pasaje en que Sancho suplica a la duquesa que se ocupe de su asno: "En la caballeriza basta que esté (...) que sobre las niñas de los ojos de vuestra grandeza ni él ni yo somos dignos de estar solo un momento, y así lo consintiría yo como darme de puñaladas; que aunque dice mi señor que en las cortesías antes se ha de perder por carta de más que de menos, en las jumentiles y asininas se ha de ir con el compás en la mano y con medido término" (813). La duquesa, por su parte, como lo hará después en su intercambio de cartas con Teresa Panza (Capítulos L y LII), se deleita en incitar y poner de relieve estas infracciones contra las leyes del decoro que propone el estilo de Sancho.
Por otro lado, hay un momento previo en este mismo capítulo en el que el personaje de Sancho alcanza verdadera grandeza, en la breve pero sentida declaración de lealtad y de cariño con la que defiende la asociación con su amo, incluso aceptando que don Quijote está loco:
Par Dios, señora (...) que ese escrúpulo viene con parto derecho; pero dígale vuesa merced que hable claro, o como quisiere, que yo conozco que dice verdad, que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo. Pero esta fue mi suerte y esta mi malandanza: no puedo más, seguirle tengo; somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel, y, así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón (808).
Así las cosas, esa mezcla de fe ingenua y escepticismo que caracterizaba la actitud de Sancho ante su amo en la primera parte, y motivaba algún que otro titubeo de lealtad, ha sido reemplazada por un sentimiento consciente de solidaridad, basado en el reconocimiento de cuánto los une; entre otras cosas, en este punto, incluso el hecho de compartir la misma fortuna literaria.
Ahora bien, las burlas que encontraremos de ahora en adelante pueden relacionarse con espectáculos teatrales que imitan muy de cerca las fiestas palaciegas y públicas -máscaras, torneos, comedias al aire libre, batallas fingidas, fuegos artificiales, cabalgatas, procesiones cívicas y religiosas- comunes en la sociedad europea del Renacimiento y del Barroco, y muy frecuentes en la España de aquella época. Estas fiestas le proporcionaban a Cervantes un modelo natural por varias razones: por un lado, con la publicación de la primera parte del Quijote., las figuras del caballero andante y Sancho fueron incorporadas a este tipo de fiestas; por otro lado, las máscaras palaciegas del siglo XVI y XVII, por lo general, se basaban en temas caballerescos, tomando como uno de sus temas predilectos el desencantamiento de una doncella encerrada en un castillo encantado. Estos espectáculos normalmente tenían como objeto celebrar algún acontecimiento notable -la llegada de un príncipe, por ejemplo-. En relación con esto, podemos establecer fácilmente un punto de comparación con la acogida de don Quijote en el palacio ducal y, después, hacia el final de la novela, en Barcelona.
Por otro lado, es interesante detenernos en ciertos aspectos de la jornada de cacería. Los duques invitan a don Quijote y Sancho a cazar en el monte. Ante la aparición del jabalí, el escudero se agarra de una rama y queda atascado en ella. Este acto de cobardía sí es parte de esa identidad que Sancho ya trae de la primera parte. En ese sentido, los cambios que se han producido en él son complementarios a esa identidad. Cuando se hace de noche, comienzan a escucharse cornetas, gritos de todo tipo. La situación adquiere tanta intensidad que hasta los mismos conocedores de la burla (los criados de los duques) se espantan; Sancho se desmaya en los brazos de la duquesa. Ya en el capítulo XXXV, Sancho se convierte en el único instrumento capaz de desencantar a Dulcinea. Ahora bien, el escudero se niega a recibir los tres mil trescientos azotes en sus posaderas, pero no porque se haya dado cuenta de la farsa que montaron los duques para reírse de ellos, sino porque el desencantamiento de Dulcinea no le parece razón suficiente para sufrir semejante dolor y humillación. En ese sentido, si bien en esta segunda parte el escudero se muestra mucho más proclive a confundir ficción con realidad, hay un límite muy claro para él: el de su integridad física. Este límite lo diferencia de su amo, don Quijote, quien, impulsado por su delirio caballeresco, se expone a situaciones que ponen en riesgo su salud como, por ejemplo, en el capítulo XXIX, en el que casi se ahoga por intentar rescatar a unos supuestos prisioneros de una fortaleza en medio del río que era, en realidad, un molino harinero de agua.
En este punto, podemos decir que la de Sancho es una locura más bien prudente, mientras que la de su amo, no, aunque en este segundo libro las situaciones de exposición al peligro serán escasas en comparación con las del primero. En síntesis, esta segunda parte de Don Quijote parece haber capitalizado los aspectos más relevantes y divertidos de la primera, pero está claro que busca una versión más refinada o profunda de los mismos. Sobre todo, se ocupa de prescindir de ciertas cuestiones que habían sido criticadas por los lectores de la primera parte como, por ejemplo, el exceso de violencia. En todo caso, si hay algún tipo de exceso en estas páginas, será en relación con los duques y su forma inescrupulosa de divertirse a costa de don Quijote y Sancho.