Don Quijote de la Mancha (Segunda parte)

Don Quijote de la Mancha (Segunda parte) Resumen y Análisis Capítulos LXVI-LXXI

Resumen

Capítulo LXVI: Que trata de lo que verá el que lo leyere o lo oirá el que lo escuchare leer

Al quinto día de haber dejado Barcelona, don Quijote y Sancho llegan a un mesón en donde hay un gran grupo de gente reunido. Un labrador del grupo les cuenta a los recién llegados que un hombre que pesa 125 kilos desafió a correr una carrera a su vecino, que pesa tan solo 60. El problema es que el primero quiere obligar al segundo a colgarse unos hierros hasta igualar su peso. Frente a esta situación, la gente del lugar necesita un juez externo que determine si está bien lo que el vecino gordo quiere imponerle al vecino flaco. En este sentido, Sancho, que viene de ser gobernador y mediar en varios conflictos, toma la responsabilidad: aconseja al gordo perder los kilos necesarios hasta llegar a los 60 de su competidor. Todos los presentes celebran la sabiduría de Sancho. Don Quijote pide disculpas por encontrarse sumido en tanta tristeza y le da espuelas a Rocinante para continuar su camino.

Al día siguiente, don Quijote y Sancho se cruzan con Tosilos, el lacayo del duque que decidió no pelear contra el Caballero de los Leones y casarse con la hija de doña Rodríguez. El hombre cuenta que, finalmente, no logró llevar a cabo el matrimonio porque la muchacha se ordenó como monja y, como si fuera poco, el duque le dio cien palazos por no haber hecho lo que le había pedido. Tosilos quiere invitarle un trago a don Quijote, pero este lo rechaza y dice que pueden quedarse el lacayo y Sancho bebiendo mientras él continúa. Pero su escudero no quiere dejarlo solo, le agradece a Tosilos el ofrecimiento y continúa con su amo.

Capítulo LXVII: De la resolución que tomó don Quijote de hacerse pastor y seguir la vida del campo en tanto que se pasaba el año de su promesa, con otros sucesos en verdad gustosos y buenos

Don Quijote le recrimina a Sancho una vez más por esos azotes que debe darse en las posaderas para deshacer el encantamiento de Dulcinea y que todavía adeuda. Su escudero, por su parte, dice que lo hará cuando se le dé la gana y le quede cómodo. Avanzan y llegan hasta el lugar donde fueron embestidos por los toros. Don Quijote recuerda que allí, el grupo de pastores y pastoras habían querido representar una obra de teatro. Luego de divagar con su escudero respecto de cómo sería una obra en la que ellos fueran pastores, el Caballero de los Leones le ordena a Sancho que se aparten un poco del camino real para cenar, descansar y continuar viaje al día siguiente.

Capítulo LXVIII: De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote

Don Quijote despierta a Sancho y le pide, nuevamente, que se dé los azotes. Su escudero le pide que lo deje dormir y le advierte que si sigue insistiendo con lo de los azotes, acabará por hacer que no se los dé jamás. Mientras discuten, escuchan, de repente, un ruido que los estremece. Al poco tiempo notan que se trata de un grupo de hombres que van a una feria vender más de seiscientos puercos. Es tanto el ruido que provocan los animales, que Sancho y don Quijote no entienden qué está pasando. El escudero le pide la espada a su amo para matar esas bestias, pero el Caballero de los Leones dice que no, que eso es lo que él se merece por haber sido derrotado en Barcelona. El tropel de cerdos pasa por encima de ellos. Luego, don Quijote le pide a Sancho que vuelva a dormir mientras él vela por los dos. Cuando su escudero hace esto, él se lamenta y llora por su suerte.

Al día siguiente, don Quijote y Sancho continúan su camino. Está cayendo la tarde cuando ven a diez hombres a caballo y cinco a pie. El Caballero de los Leones se queja de que por la promesa que hizo al perder el combate, no puede utilizar sus armas para liberar a aquellos pobres prisioneros. Sin embargo, dos de los de a pie toman las riendas de Rocinante y el rucio de Sancho y, sin dejar que sus jinetes osen decir palabra, los llevan al castillo del duque.

Capítulo LXIX: Del más raro y más nuevo suceso que en todo el discurso desta grande historia avino a don Quijote

Don Quijote y Sancho son llevados al patio del castillo de los duques. Allí hay un escenario y dos sillas en las que están sentados dos personajes con coronas en sus cabezas. Delante de este escenario, hay dos sillas en donde sientan al caballero y su escudero. El duque y la duquesa suben al escenario y se sientan cerca de los personajes que hacen de reyes. En este punto aparece un sirviente, coloca sobre Sancho una corona y un traje idénticos a los que la Inquisición colocaba sobre sus condenados; el hombre le dice a Sancho que no se atreva a abrir la boca, porque lo matarán. Don Quijote observa todo, estupefacto. Uno de los que están vestidos de reyes dice ser Minos, uno de los jueces del infierno, y afirma que la resurrección de Altisidora -que yace acostada en un túmulo cerca del escenario, como muerta- depende de que Sancho sea pellizcado y manoseado por algunas doncellas. Sancho, por su parte, replica que no se dejará hacer nada de eso. Radamanto, el otro juez del infierno, le advierte al escudero que, entonces, morirá. Sancho acepta, en consecuencia, dejarse hacer de todo, menos ser manoseado por doncellas, frente a lo cual don Quijote le pide que recapacite. Sancho, ya un poco más tranquilo, se deja manosear y pellizcar por ellas hasta que se cansa y las aparta.

Altisidora, de repente, resucita. Al ver esto, don Quijote se lanza a los pies de Sancho y le dice que ya es tiempo de que se dé esos azotes para desencantar a Dulcinea. Sancho, por su puesto, se niega. La gente empieza a gritar de alegría por la resurrección de Altisidora, y algunas personas la ayudan a bajar del túmulo. Una vez abajo, Altisidora le echa en cara a don Quijote que por su desamor ella tuvo que pasar un tiempo en el infierno. Luego, le agradece a Sancho por haberla salvado. Por último, el duque ordena que lleven al caballero andante y su escudero a sus aposentos.

Capítulo LXX: Que sigue al de sesenta y nueve y trata de cosas no escusadas para la claridad desta historia

Don Quijote y Sancho están en su aposento. El primero reflexiona sobre el poder que tiene el desdén del desamor, que, en su caso, llevó a que Altisidora muriera. Sancho, por su parte, le pide a don Quijote que lo deje dormir, y le aclara que, en última instancia, no entiende qué tenía que ver él en el conflicto entre Altisidora y su amo. Luego, ambos se duermen.

Cide Hamete ahora pasa a contar la historia de por qué los duques decidieron hacerles esa broma a don Quijote y Sancho: el bachiller Sansón Carrasco nunca pudo olvidar la dura derrota que sufrió a manos de don Quijote cuando se hizo pasar por el Caballero de los Espejos. Por tal motivo volvió al castillo de los duques para averiguar dónde podía encontrar al Caballero de los Leones. Los duques se lo indicaron, y Carrasco fue tras él y lo venció en Barcelona, haciéndose pasar por el Caballero de la Blanca Luna. A su regreso, el bachiller pasó por el castillo de los duques y les contó que había derrotado a don Quijote y que lo había obligado a dejar la caballería andante por un año. De ahí les surgió a los duques la idea de hacerles esta broma a don Quijote y Sancho. En este sentido, Cide Hamete dice que cree que están tan locos los bruladores como los burlados.

A la mañana siguiente, Altisidora entra en el aposento de don Quijote y se sienta en una silla. Le explica a su amado que ella murió de amor por él, pero no llegó a entrar en el infierno, sino que se quedó en la puerta, en donde varios diablos jugaban a la pelota, pero en vez de usar balones, usaban libros. Uno de esos libros era la "Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas" (1079). Uno de los diablos pidió que le quitaran de ahí ese libro, que era tan malo, que ni un diablo podría escribirlo peor. Don Quijote, por su parte, dice que claramente lo que vio Altisidora fue una visión, "porque no hay otro yo en el mundo" (1080). Altisidora le sigue reprochando a don Quijote que no la ame, y este insiste en que solo tiene ojos para Dulcinea. En este punto, Altisidora se enfurece y confiesa que todo lo que han visto la noche anterior ha sido una farsa, y deja bien claro que bajo ningún punto de vista moriría por don Quijote, al que llama "don vencido y don molido a palos" (1080).

Luego, entran los duques al aposento de don Quijote, y este les solicita que lo dejen partir ese mismo día. Altisidora se retira de la habitación insultando a don Quijote, quien, junto a su escudero, parten esa misma tarde.

Capítulo LXXI: De lo que a don Quijote le sucedió con su escudero Sancho yendo a su aldea

Mientras regresan a su aldea, Sancho le propone a su amo que le pague por cada azote que él se dé para desencantar a Dulcinea, a lo que don Quijote responde que está bien, que ponga su precio. El escudero calcula que le quedan por darse tres mil trescientos azotes y pide un cuarto de real por cada uno. Esa misma noche, fuera de la vista de don Quijote, Sancho comienza a azotarse y, para que no se rinda, su amo ofrece pagarle el doble. La cuestión es que el escudero, ante el dolor, termina fingiendo que se azota, pero, en realidad, está azotando a un árbol. Don Quijote dice que ya contó como mil azotes, que está bien por ese día.

Al día siguiente continúan su camino y llegan a un mesón que, a diferencia de lo que ocurrió en la primera parte, esta vez don Quijote no confunde con un castillo. Una vez allí, don Quijote le pregunta a Sancho si esa noche se dará una nueva tanda de azotes, frente a lo cual su escudero dice que sí, pero que prefiere dárselos entre los árboles porque, afirma, lo ayudan a llevar adelante el trabajo. A esto, el Caballero de los Leones responde que mejor no, que se guarde los azotes para cuando lleguen a su aldea, que, estima, será en dos días.

Análisis

Don Quijote y Sancho han iniciado el regreso a casa. Durante estos capítulos, el texto no hace más que mostrar el profundo abatimiento de don Quijote: deja que Sancho resuelva el dilema planteado por los labradores y, luego, se retira hasta la sombra de un árbol para dejar que el lacayo del duque y su escudero coman a discreción. Todos son gestos de pasividad, inéditos en un personaje que ha sido tan hiperactivo durante más de ochocientas páginas. Ahora bien, esta profunda melancolía que invade a don Quijote se hace más evidente a partir del contraste que genera con el ritmo narrativo de la novela. Dicho de otra forma, todo alrededor del caballero andante (que aquí pareciera ser el "Caballero de la Triste Figura" más que en cualquier otra región del texto) sigue igual, es decir, se sucede de la misma forma que en el resto de la novela. El problema es que don Quijote ya no es el mismo, y esto produce un choque violento entre la velocidad de los sucesos exteriores y ese lento y pesado ensimismamiento del protagonista. En ese sentido, el ritmo narrativo, por momentos, se vuelve más lento; el tono, más introspectivo; y el contraste entre ese mundo exterior y don Quijote adquiere un tono profundamente melancólico.

Ya en el capítulo LXVII, la narración trata de mitigar un poco esa sensación de pesadumbre que ha comenzado a sobrevolar el texto cuando don Quijote le recuerda a Sancho que todavía debe varios azotes en sus posaderas. Así y todo, en el capítulo siguiente, Sancho le advierte que si le sigue pidiendo que se dé los azotes, acabará haciendo que no se los dé nunca; y, luego, cuando don Quijote se queda velando por la seguridad de los dos, la narración vuelve a espesarse: el tono narrativo se vuelve nostálgico, el ritmo se ralentiza, y don Quijote llora y maldice su suerte en la soledad de la noche. Es también en el capítulo LXVII en donde se da uno de los momentos más extraordinarios -si no, el más- de todo el Quijote: el divague de varias líneas entre Sancho y su amo respecto de cómo sería una obra en la que ellos fueran pastores:

Este es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia, pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo «el pastor Quijótiz» y tú «el pastor Pancino», nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos o de los caudalosos ríos. Darános con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, (...) sombra los sauces, olor las rosas (...), aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no solo en los presentes, sino en los venideros siglos (1061).

Partiendo de ese tono narrativo pesado, íntimo, de la melancolía por la derrota final, de repente, el texto pasa a la velocidad incontrolable de don Quijote y Sancho ilusionándose con el proyecto de un nuevo libro: El ingenioso pastor Quijotiz. Lo extraordinario es que la locura de los dos protagonistas, que parecía ya estar extinguiéndose en el nostálgico regreso a la aldea, cobra aquí, de repente, un impulso sublime; incluso, parecería llegar a su cenit. En ese sentido, hay que señalar que la idea de hacerse pastor le nace a don Quijote a raíz de ese encierro de un año al que lo ha condenado Caballero de la Blanca Luna. Está claro que no puede imaginar para sí mismo una vida humilde de hidalgo. Quiere más, necesita más. No hay honores en esa vulgar vida de aldeano. En relación con esto, descartada la posibilidad de la caballería andante, proyecta para sí una vida pastoril. Paradójicamente, este summum de la locura de don Quijote aparece aquí, en este capítulo, a pocas páginas de una suerte de cordura final que lo asaltará cuando ya esté en su lecho de muerte.

Ahora bien, con respecto al episodio con el tropel de cerdos del capítulo LXVIII, la crítica notó muy pronto la estrecha relación entre esta "cerdosa aventura" y la pasada "de los toros", interpretando, en general, el parecido entre las dos como una prueba del apuro de Cervantes por terminar la segunda parte de su Quijote. Si se analiza con detenimiento, hay ciertos elementos que llevan a pensar que esta aventura de los cerdos fue escrita para concluir, en realidad, el capítulo LVIII de esta segunda parte, antes de que Cervantes conociera la existencia del Quijote apócrifo de Avellaneda. Cuando pudo leerlo, la mayoría de los críticos coincide en que el autor cambió la conclusión del capítulo, sustituyendo los cerdos por toros e insertando antes la historia de la fingida Arcadia, con las zagalas y los pastores que ya conocen la historia impresa en 1605 y con una imitación "mejorada" del capítulo XXIV del propio Avellaneda (donde el protagonista reta también, en la ciudad de Sigüenza, a cuantos caballeros no estén dispuestos a aceptar que Cenobia, "reina de las Amazonas", es la más hermosa de las mujeres).

Así las cosas, en el proceso de sustitución de una aventura por otra, introduciendo en el texto esos leves retoques de detalle que requería la operación, Cervantes incurrió en un descuido, pequeño, sí, pero decisivo para la justificación de la tesis planteada por los críticos. Al comienzo del capítulo LIX, don Quijote, sentado con Sancho en un prado, se niega a comer y, por un instante, parece poseído por una terrible pulsión autodestructiva: "Considérame impreso en historias, famoso en las armas, respetado de príncipes, solicitado de doncellas: al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces" (996). Ningún español de la época hubiese llamado a los nobles y respetados toros "animales inmundos y soeces". En todo caso, eso sí es lo que se decía, de modo casi automático, a propósito de los cerdos. Esa frase se convierte para muchos críticos en el "rastro no borrado", es decir, en el indicio de que lo que sucedió aquella mañana a don Quijote era originariamente una cosa distinta.

En otro orden de cosas, en el capítulo LXVIII, luego del divague sobre la posibilidad de una vida pastoril, aparecen unos hombres armados y se llevan a don Quijote y Sancho al castillo de los duques. Una última diversión, quizás, una despedida, antes de perder a don Quijote para siempre. De todas formas, la pieza teatral montada por los duques tiene como principal víctima a Sancho, quien debe someterse a pellizcos de doncellas para resucitar a Altisidora. Esta escena parece una variante de la que, varios capítulos atrás, montaron los mismos duques a propósito del desencantamiento de Dulcinea: Sancho al principio se niega (antes, a los azotes; ahora, a ser pellizcado y manoseado por doncellas), pero finalmente termina aceptando, de malísima gana, los términos de la burla (por supuesto, sin percibir que se trata de una).

Como ya hemos mencionado, Sancho es el gran protagonista de esta segunda parte del Quijote, no solo por las aventuras que le tocan vivir, sino por cómo y cuánto ha evolucionado su locura respecto de la primera parte. Dicho de otra forma, Sancho Panza, que, como escudero de don Quijote, durante el primer libro percibía la realidad de una manera nítida y trataba de proteger a su amo de su propia locura; aquel hombre que no era brillante, pero sí podía distinguir sin problema un gigante de un molino de viento; ese ángel protector de don Quijote, de repente, en esta segunda parte, ha perdido ese don de distinguir entre realidad y ficción. En ese sentido, esta segunda parte nos propone a un Sancho Panza alienado hasta un punto casi quijotesco; al propio don Quijote, cuya locura parece intacta respecto de la de la primera parte, aunque con matices mucho más sobrios a la hora de exteriorizarla; y a los duques, que al buscar divertirse todo el tiempo a costa de dos lunáticos, no parecen menos locos que amo y escudero. Está claro que esta segunda parte del Quijote posee muchas menos situaciones de violencia y, al mismo tiempo, está mucho más superpoblada de personajes alienados que la primera parte. Esto responde, como ya hemos señalado, a que Cervantes asimiló rápidamente tanto las críticas negativas de su primero libro como los comentarios favorables. En relación con esto último, estaba claro que los momentos de alienación de don Quijote eran los pasajes con los que el público más se divertía. Por eso proliferaron en esta segunda, aunque, ahora, no solo por parte del caballero andante, sino también de su escudero.

El día siguiente de la resurrección de Altisodora, los actores van al aposento de don Quijote para hablar de lo sucedido, pero el caballero andante pide que lo dejen partir. Necesita irse de allí cuanto antes, tanto como Cervantes necesita que su personaje vuelva rápido a su aldea, para matarlo, terminar de una vez por todas su libro, y que este, a su vez, salga a pelear con el texto apócrifo de Avellaneda. En el contexto del regreso a la aldea, Sancho le pide a don Quijote que le pague por cada azote, y este acepta. Sancho entonces finge azotarse y le pega a los árboles. Ahora bien, aquí el escudero parece haber perdido toda esa ingenuidad que viene arrastrando durante esta segunda parte. De hecho, no tiene ningún escrúpulo en estafar a su amo. Así y todo, lo que más se pone de relieve en esta escena es la resignación de don Quijote, quien acepta pagarle lo que sea a su escudero sin ningún tipo de cuestionamiento, casi como si ya no le importara si lo hace o no, si Dulcinea se desencanta o no; en pocas palabras, como si ya percibiera que su muerte es tan inevitable como cercana.

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