Resumen
Libro primero: Boleto de sombra
La escena tiene lugar en el Fuerte de Santa Mónica, un fuerte sobre el mar, donde se detenía a los presos políticos durante las luchas revolucionarias. Todas las tardes, por orden del Tirano, pero sin mediar ningún proceso judicial, se fusila allí a un grupo de revolucionarios.
Nachito y el estudiante, llamado Marco Aurelio, llegan esposados al foso, donde los recibe el Coronel Irineo Castañón, Alcaide de Santa Mónica, un viejo sanguinario que se alegra de recibir nuevos reos. El Alcaide ordena al Cabo de Vara, un mulato llamado Don Trini, que los lleve a una celda. Allí encuentran a varios presos, entre ellos, un viejo que remienda su frazada.
Desde la celda, llegan a ver una gran cantidad de cadáveres balanceándose en el mar. El viejo de la celda exclama que ya ni los tiburones quieren comerse esa carne revolucionaria, pero Banderas aún no se satisface. Nachito pregunta si se trata de cadáveres de náufragos, y el viejo confirma que son compañeros revolucionarios ultimados por el Tirano. Marco Aurelio se horroriza de que no sean enterrados. El viejo les cuenta que él está sentenciado a muerte también, pero no se arrepiente de estar allí, y blasfema contra Santos Banderas. Se le une enseguida el Doctor Alfredo Sánchez Ocaña, poeta revolucionario que también está condenado a muerte. El poeta enfrenta a un centinela que se pasea por las celdas con un fusil, llamándolo, irónicamente, héroe y mártir de una noble causa.
Nachito se lamenta porque morirá siendo inocente, y el viejo le dice que si no es revolucionario, no se merece morir allí como si fuera un hombre honrado. Marco Aurelio confiesa que tampoco es revolucionario, pero él se avergüenza de haber llevado una vida mezquina, infantil y de indiferencia política. Nachito, por su parte, confiesa que él siempre temió al Tirano, pero no fue fácil para él romper la cadena y trata de justificarse, hablando de lo difícil que fue su infancia. Marco Aurelio y el viejo lo escuchan y se debaten entre la compasión y el desdén. Nachito les pide que o bien pongan fin a su vida para no alargar más el tormento, o bien lo consuelen.
Libro segundo: El número tres
En el maloliente calabozo número tres, por orden del Coronel Castañón, los revolucionarios se mezclan con otros criminales. El poeta Sánchez Ocaña pronuncia elocuentes palabras contra la tiranía, vinculando al Tirano con el absolutismo colonial. Por otro lado, Roque Cepeda conversa con un hombre que lee las Evasiones Célebres, un libro francés de comienzos del siglo XX. El hombre le dice que es probable que los fusilen esa misma tarde, pero Cepeda asegura que ese no es su destino; él está destinado a ver el triunfo de la Revolución y morirá luego de ello. El hombre le dice que no cree en esas cosas, y Roque Cepeda le habla de las fuerzas espirituales que hay que convocar para torcer el destino y le asegura que mientras carezca de espíritu religioso, será un revolucionario mediocre. Ante la sorpresa del hombre, Cepeda asegura que la conciencia religiosa y los ideales políticos son la misma cosa, y que el ideal de la Revolución -la redención del indio- es un sentimiento cristiano. El narrador explica que Don Roque es profundamente religioso y que su conciencia religiosa lo lleva a desconcertantes lecturas, que lo acercan a la cábala o al ocultismo.
Libro tercero: Carceleras
Un grupo de prisioneros juega a las cartas. Tira las cartas Chucho el Roto, un ladrón y estafador famoso. Nachito Veguillas sigue la partida desde afuera, sin jugar. Le dice a uno de los hombres que juega, que tiene el aspecto de un espectro, que en su situación ganar o perder no hace la diferencia, pues al final todos serán fusilados. Pero el hombre responde que mientras se vive, la plata es importante para los hombres, incluso si sirve para distraerse de la inminente muerte.
Entonces Nachito se suma a jugar con el espectro, llamado Bernardino Arias, y comienza a demostrar mucha suerte en el juego. En un momento, Bernardino quiere dar por terminado el juego y repartir el dinero, pero Nachito se empeña en seguir jugando, argumentando que si pierden, les vendrá una compensación por otro lado, y quizás logran que no los fusilen. Sin embargo, Nachito sigue ganando, y, con horror, lee el triunfo como un mal augurio: el éxito en el juego decreta su muerte próxima.
Entre tanto, en otra parte del calabozo, un indio tuerto, llamado Indalecio Santana, cuenta a sus compañeros de celda sobre la derrota de las tropas revolucionarias en Curopaitito, a manos de una balacera de las tropas federales. Presta atención al relato, con amargura, el Doctor Atle, un famoso orador de la Revolución, encarcelado desde hace muchos meses.
Avanza el día y los prisioneros piensan en su muerte. La igualdad de sus destinos determina en ellos un mismo tono triste en sus rostros.
Análisis
La quinta parte de Tirano Banderas transcurre en el Fuerte de Santa Mónica, que en épocas coloniales sirvió muchas veces como prisión de reos políticos y que lleva consigo una serie de mitos y leyendas pavorosas en torno a los tormentos allí vividos. En el régimen de Santos Banderas, esa tradición es refrendada: el Fuerte es una cárcel donde el Tirano manda a fusilar a los revolucionarios que detiene, sin mediar ningún proceso legal, es decir, de manera totalmente ilegítima. Se trata entonces de un lugar donde se condensan los rasgos violentos e ilegales de la tiranía. Es lo que sucede con Marco Aurelio y Nacho Veguillas, que ingresan allí sin cargos concretos y arbitrariamente, “sin otro trámite que el parte verbal depuesto por un sargento” (161). En efecto, una de las imágenes más macabras de la novela se encuentra en el primer libro de esta parte, titulado “Boleto de sombra”, cuando los recién llegados observan los cadáveres de revolucionarios que se mecen con las olas, golpeando las paredes del edificio: “Llegaron al baluarte y se asomaron a mirar el mar alegre de luces mañaneras, nigromántico con la fúnebre ringla balanceándose en las verdosas espumas de la resaca…” (163). En esta cita se construye una antítesis entre la alegría de la luz en el mar y lo oscuro y tremendo de los cadáveres balanceándose.
El horror de esa escena es matizado con la expresión del viejo que remienda su frazada: “-¡Los chingados tiburones ya se aburren de tanta carne revolucionaria, y todavía no se satisface el cabrón Banderas! ¡Puta madre!” (163). Frente al terror que impone el Tirano, los revolucionarios no se dejan amedrentar. El viejo asegura que no se arrepiente de haberse levantado contra el Tirano, aun cuando eso lo haya llevado a estar preso y, pronto, a ser fusilado; Sánchez Ocaña se dirige violentamente contra un centinela que se pasea por allí con un fusil y lo increpa, sarcásticamente: “¡Héroes de la libertad! ¡Mártires de la más noble causa! ¡Vuestros nombres escritos con letras de oro, fulgirán en las páginas de nuestra Historia” (164).
Cabe aclarar que en esta parte del libro vuelve a aparecer el Doctor Sánchez Ocaña, que ya había sido presentado en la segunda parte (“Boluca y mitote”) con motivo del acto encabezado por Roque Cepeda en el Circo Harris. Sin embargo, aquí el personaje de Sánchez Ocaña es presentado otra vez, como si el lector no supiera de él y lo enfrentara por primera vez: “El Doctor Alfredo Sánchez Ocaña, poeta y libelista, famoso tribuno revolucionario” (164). Algo similar sucedió en la cuarta parte de la novela, cuando se presentó a Zacarías y a su familia, sin aclarar que se trataba del mismo personaje que en el prólogo se presentó a Filomeno Cuevas ostentando el alforjín-amuleto con los restos del hijo muerto. Esto compone la naturaleza fragmentaria de la novela, que está armada sobre la base de retazos, instantáneas y pequeñas historias de personajes, que no necesariamente están ubicadas siguiendo una cronología y no pretenden dar cuenta de un relato ordenado. De hecho, como se verá más adelante, lo que se narró en el prólogo es cronológicamente posterior a la historia de la muerte del hijo de Zacarías.
Por otra parte, resulta significativo para la construcción de la novela que el narrador parece recurrir a ciertas fuentes históricas, que respaldan su relato. En ese sentido, dice sobre el Coronel Irineo Castañón, que “aparece en las relaciones de aquel tiempo como uno de los más crueles sicarios de la Tiranía” (161). Las relaciones de sucesos son un género histórico-literario dedicado a relatar determinados acontecimientos históricos importantes, con el fin de informar y entretener. Así, Valle-Inclán logra darle al relato ficcional de la tiranía de Santos Banderas un alto grado de verosimilitud, en la medida en que el narrador, para sustentar su relato, expone fuentes históricas reales.
El dramatismo que se vive en Santa Mónica queda también matizado por la parodización que sufren algunos personajes. Por ejemplo, Nacho Veguillas, quien primero asegura que él no es un revolucionario, clamando por su inocencia, pero luego, en la medida en que los presos revolucionarios lo increpan, intenta justificar su falta de participación política. Cuando el viejo se entera de que Nacho no es un revolucionario le dice: “¿No sos revolucionario? Pues sin merecerlo vas vos a tener el fin de los hombres honrados” (165). Ante esa humillación, Nacho arroja halagos exagerados a los revolucionarios y luego siente la necesidad de justificarse; asegura que, si bien él siempre se horrorizó ante Tirano Banderas, “no era fácil romper la cadena” (166), pues como él tuvo una infancia difícil, marcada por un padre alcohólico y una madre con desvarío histérico, el aprecio del Tirano siempre fue importante para él. Ante esta victimización patética, los revolucionarios y Marco Aurelio lo oyen y no saben si sentir odio o pena por él.
También Roque Cepeda es parodiado, cuando conversa con un preso y expone sus creencias religiosas. Ante la sorpresa de su interlocutor, Roque Cepeda dice que hace falta tener espíritu religioso para ser un buen revolucionario y termina por asegurar que la conciencia religiosa y los ideales políticos son lo mismo. Luego agrega que “la redención del indio es un sentimiento fundamentalmente cristiano” (171). El efecto paródico es aún mayor cuando el narrador intercede, intentando explicar las intrincadas ideas religiosas y políticas del líder, para concluir con cierta resignación: “Don Roque era varón de muy varias y desconcertantes lecturas, que por el sendero teosófico lindaban con la cábala, el ocultismo y la filosofía alejandrina” (172). La ideología de Don Roque queda esbozada como una mezcla esperpéntica de tradiciones, que rompe con la imagen estereotípica de un revolucionario.
Entre los presos que residen en Santa Mónica hay un personaje llamado Doctor Atle, un famoso revolucionario que escucha con amargura el relato del indio Indalecio Santana respecto de la derrota de un batallón revolucionario, y que está inspirado en un personaje real de la realidad mexicana. “Doctor Atl” era el seudónimo del pintor y escritor revolucionario mexicano Gerardo Murillo, con quien el autor simpatizaba. De hecho, el relato que hace el indio tuerto se corresponde con un cuento de Murillo, llamado “La juida”. El escritor había entregado a Valle-Inclán varios escritos sobre la Revolución mexicana, entre los que pudo estar ese cuento. De esta manera, una vez más Valle-Inclán introduce la intertextualidad en su novela y plasma elementos propios de la realidad mexicana en su inventada Santa Fe de Tierra Firme.
A pesar del orgullo de muchos revolucionarios presos por morir heroicamente, en el último libro de esta parte, “Carceleras”, la novela introduce el tópico literario de la muerte igualadora (Omnia mors aequat): todas las diferencias sociales, económicas y de carácter se terminan con la muerte, que iguala a todos los hombres y mujeres. El tópico entra por boca de Nacho Veguillas, que no encuentra razón para jugar a las cartas: “-En nuestra lamentosa situación, ganar o perder no hace diferencia. Foso-Palmitos a todos iguala” (174), dice Nachito. Como es usual en Tirano Banderas, el dramatismo es matizado con burla por Bernardino Arias, que responde: “Mientras hay vida, la plata es un factor muy importante. ¡Hay que considerarlo así!” (174). Sin embargo, esta quinta parte de Tirano Banderas se cierra con una reflexión del narrador que refuerza esa idea de la muerte como igualadora de destinos: “El pensamiento de la muerte había puesto en aquellos ojos, vueltos al mundo sobre el recuerdo de sus vidas pasadas, una visión indulgente y melancólica. La igualdad en el destino determinaba un igual acento en la diversidad de rostros y expresiones” (179).