¡Que viva la música!

¡Que viva la música! Imágenes

Las reuniones callejeras previas a las rumbas (Imagen visual y auditiva)

Los amigos de Mona y Mariángela llegan hasta la esquina de un sitio llamado Oasis con el objetivo de aglutinarse y esperar la llegada de la noche y, por consiguiente, la rumba. La imagen es la de un escenario urbano en el que numerosos jóvenes van acercándose a pie y sumándose a la espera. En un atardecer cada vez más oscuro, iluminado por las ráfagas de luces artificiales producidas por los automóviles al pasar y sonorizado por los transistores portátiles que acarrean y las charlas constantes entre ellos, las montañas de fondo cambian sus tonos y la ansiedad de los presentes se vuelve protagónica. La narradora percibe ese momento como algo mágico: "El repentino fuego de los autos, las montañas a morado, la música de palmoteos y saltos y chillidos que entonaron los muchachos, yo sonreí y mis dientes y los de Mariángela se vieron brillantes en la nueva oscuridad" (77-78).

El amanecer (Imagen visual y auditiva)

En contraste con las luces artificiales y los sonidos de la noche, se encuentra la calma de las madrugadas: el momento del amanecer, en el que incluso la temperatura cambia y hace tiritar de frío a los personajes que continúan vestidos con la ropa que se pusieron la tarde previa. En esos momentos, la protagonista observa el paisaje que la rodea: el parque con sus figuras geométricas y las montañas, que cambian de color a medida que el tiempo pasa, "reflejo del sol que salía por el Este [...]. Grises que eran las montañas se cortaron en azul duro y después en zapote intenso. Tiempo que nos tomó caminar en medio de aquel color que avanzaba despacio, con la niebla baja que expiraba la tierra húmeda" (100).

El silencio es total, por lo que, por ejemplo, un aullido producido a siete cuadras de distancia se siente como algo horrible, "como un aullido de lobo herido" (101).

La escena de un crimen (Imagen visual)

Cuando Bárbaro mata al gringo, una escena brutal, digna de una película de terror o de crímenes salvajes, se presenta ante la mirada atónita de la narradora. Tras el asesinato, hay sangre, navajazos y dientes desperdigados. Mona se sorprende, dado que no esperaba encontrarse con tal imagen frente a sí:

Uno diría que totalmente recto, a no ser por la cabeza ladiada sobre un hombro, estaba sentado el gringo. Sobre su propio charco de sangre. Le habían enterrado la navaja en el ombligo. Y yo no me pierdo nada, y vi que alrededor de los zapatos habían quedado diversas piezas blancas, estrambótica conformación y raíces ensangrentadas. Mi amigo le había extraído, seguro cuando yo contaba una a una las pestañas de María, la dentadura completa (206).

Los encuentros sexuales (imágenes visuales, táctiles, olfativas)

Cuando la protagonista describe los encuentros sexuales con sus diversas parejas, menciona diferentes sensaciones que va atravesando en el acto sexual y en los momentos previos. Además de describir ciertas imágenes visuales relacionadas con las poses que toma y las acciones que realiza ("Me desnudé sin prisa, me abrí de piernas, recibí su cara horrible contra la mía, para los muertos, intentó meterlo pero no encontró por dónde, el experto. Tuve que bajar la mano y enterrármelo", p. 221) y hace mención a otras sensaciones relacionadas con lo táctil y lo olfativo. Por ejemplo, el primer acercamiento, que no se concreta, es el que se produce entre Mona y Mariángela en la cocina de la casa de esta última: allí, Mariángela le desabotona el vestido y le coloca las manos sobre los senos. Luego, cuando tiene sexo por primera vez en su vida, con Leopoldo, menciona los gemidos y rasguños, los dolores. Más tarde, cuando experimenta el sexo grupal con los tres voleibolistas, la escena está envuelta por los olores de un desayuno que llegan desde las casas cercanas, a tocino y huevo frito, y el léxico sexual incorpora metáforas relacionadas con la comida: "¿Quieren comerme aquí?".

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