Los ríos profundos

Los ríos profundos Resumen y Análisis Capítulos VII-VIII

Resumen

Capítulo VII: El motín

Ernesto se reencuentra, más tarde, con Ántero. Le entrega la carta que escribió para Salvinia y le cuenta a su amigo sobre la situación con Rondinel. Ántero se apiada, y le dice a Ernesto que deben buscar la reconciliación, que no lo enfrente. Encuentran a Rondinel, quien, llorando, le pide perdón a Ernesto. Los tres salen a jugar, renovados, con sus respectivos zumbayllus.

Más tarde, desde el colegio comienzan a escucharse gritos de mujeres que provienen de las calles. Muchos internos salen rápidamente del Colegio antes de que el Padre Director pueda frenarlos para ir a ver qué pasa en las calles de Abancay. Entre ellos corren Ántero y Ernesto, que se meten entre las cinturas de las mujeres para llegar a ver qué pasa. Las mujeres indígenas están reunidas en la plaza del pueblo en protesta porque se enteran de que los hacendados están adquiriendo la sal para sus vacas, mientras que es un producto que escasea en el pueblo.

Doña Felipa, dueña de una chichería y cabecilla del grupo, habla para todas. Arenga el motín y propone ir a buscar la sal al almacén. Allí encuentran cuarenta bolsas de sal. Las cholas se apoderan de ellas y, organizadamente y en silencio, reparten la mercadería. Ernesto está asombrado del modo en que lo hacen, de la autoridad de Doña Felipa, de su coraje. Se conmueve cuando Felipa se acuerda de los pobres de Patibamba y separa tres bolsas para ellos. Sin dudarlo, el joven se une a las mujeres que, cantando huaynos, toman el camino hacia la hacienda de Patibamba para repartir la sal.

Una vez allí, la comunicación es complicada. Las indias de Patibamba son temerosas y no responden inmediatamente al llamado de Doña Felipa, que se impacienta. Finalmente toman la sal y las mujeres emprenden el regreso a Abancay. Ernesto, agotado por el viaje y las emociones del día, no camina junto a ellas. Frena, se sienta y se queda dormido junto a la reja del caserón de la hacienda.

Cuando despierta, Ernesto tiene su cabeza sobre el regazo de una mujer robusta que lo acaricia. La mujer, rubia y de ojos azules, está preocupada por él. Le cuenta que, mientras él dormía, los soldados irrumpieron en la hacienda y, a fuerza de zurrigazos, se llevaron la sal entregada poco antes. Ernesto, angustiado, emprende su vuelta a Huanupata. Al pasar por las chicherías se encuentra con una gran alegría festiva en el barrio.

Ántero encuentra a Ernesto en una de las chicherías. Lo lleva a ver a su enamorada, Salvinia, esperando que esté con su amiga, Alcira, para presentársela. Pero Salvinia está sola. Los jóvenes, mientras caminan al Colegio, conversan sobre el amor, el coraje y los ríos.

Capítulo VIII: Quebrada Honda

Una vez en el Colegio, el Padre Director castiga a Ernesto. Los azotes no doblegan su espíritu; cuando el Padre le pregunta si cantaba con las forajidas mientras se dirigían a Patibamba, Ernesto responde que sí, que cantaban mientras llevaban la sal para los pobres. El fraile destaca que lo robado es robado incluso si se trata de los pobres, y castiga al joven prohibiendo sus salidas los domingos. Ernesto se va a dormir aturdido por los eventos del día y se cubre la cabeza con la frazada para esconderse de sus compañeros, que quieren saber todo sobre su aventura.

Al día siguiente, el Padre lo obliga a ir con él a la misa de la hacienda Patibamba. Ernesto escucha el sermón en quechua. El Padre Director remarca, ahora para los indios, que nada justifica el robo. Les dice a los colonos que se alegra de que hayan devuelto la sal; recibirán más aún por ese gesto. Todos comienzan a llorar, se arrodillan y rezan. Todos menos Ernesto. El Padre, ofuscado, lo manda nuevamente al Colegio.

El mayordomo de la hacienda es quien lleva a Ernesto hasta Abancay en su caballo. Allí conversan, y el joven aprovecha para preguntarle por la mujer que el día anterior lo cuidó en su sueño y se preocupó por él. El mayordomo le responde que partirá al día siguiente, temerosa por la llegada del ejército. Ernesto no comprende, hasta que el mayordomo usa la palabra “escarmiento”, que resuena con un escalofrío en la memoria de Ernesto. El ejército vendrá a “poner orden”.

Una vez en el Colegio, a Ernesto lo recibe el Hermano Miguel. Ántero llega también al rato, con un regalo especial para su amigo: un zumbayllu muy particular. Es un zumbayllu winku. Winku es la deformidad de los objetos que deberían ser redondos. Esto le da un carácter especial al zumbayllu, además de un sonido particular. A la vez es laik’a, brujo. Ántero le dice a Ernesto que puede mandarle un mensaje a su padre a través del winku, porque su canto viaja leguas.

El Hermano Miguel, que ha ido a tender la red de vóley para jugar con los estudiantes, grita. Ordena al Lleras a caminar de rodillas. A Lleras le sangra la nariz; el Hermano le dio un puñetazo. En medio del alboroto llega el Padre Director, ante quien Lleras se lanza gritando que el “negro abusivo” lo golpeó, pero los jóvenes saben que Lleras le dijo “negro e mierda”. Valle, arrogante, señala que, efectivamente, el Hermano Miguel es negro. Otro estudiante, Chipro, señala la cobardía de Valle y lo desafía.

Mientras tanto, el ejército avanza hacia Abancay. El portero les brinda un panorama oscuro para el futuro, pero el Padre Director intenta transmitir tranquilidad. Forma a todos los estudiantes como para misa y llama al Hermano Miguel. También a Lleras y Añuco. Lleras comienza a pedir perdón, pero a la mitad de las disculpas se interrumpe y alega que no puede. Grita que no, que es negro, y agrega, ofensivo, una interjección de asco en quechua: atatauya. Se va corriendo.

Añuco, por el contrario, sí le pide perdón al Hermano Miguel. El Hermano los perdona y se disculpa a su vez; luego los invita a la capilla, donde dice unas hermosas palabras. Una vez allí, incluso Chipro y Valle, enemistados antes, se sonríen. Ernesto se pregunta cómo puede ser que siendo negro el Hermano pueda pronunciar tan bello discurso. Después se acerca al Añuco, que está muy compungido, y lo invita a jugar con el winku laik’a. En un impulso de alegría, se lo regala. Todos los estudiantes rodean el trompo mágico.


Análisis

La mirada de Ernesto con respecto a la naturaleza entra en diálogo con la de Ántero al final del capítulo VII. Los estudiantes tienen una conversación en la que el río entra en escena más de una vez. El río, entre otras cosas, simboliza el sentido de la naturaleza para Ernesto; es al mismo tiempo un ser viviente y un poder divino. En el capítulo VI, Ántero expone que para él también el río tiene una gran relevancia, casi mítica: “Si yo, algún día, llevo a Salvinia a mi hacienda, ellos dirán que sus ojos fueron hechos de esa agua; dirán que es hija del río (...) Yo conozco los ríos bravos, a estos ríos traicioneros; sé cómo andan, cómo crecen, qué fuerza tienen por dentro; por qué sitios pasan sus venas” dice; “solo por asustar a los indios me tiraba al Pachachaca en el tiempo de lluvias” (pp.151-152). El río, para Ántero, es algo que puede poseer, como Salvinia. A la vez, es algo que dominar, que doblegar. Esta mirada de su amigo sorprende a Ernesto: “[Ántero] ya no parecía un colegial; a medida que hablaba su rostro se endurecía, maduraba. No le conocía bien, no le conocía bien, pensaba yo, mientras tanto” (p.153). Para Ernesto, la contemplación y los viajes de “lentitud inagotable” (p.45) son el modo de vincularse con los ríos y con el mundo en general.

Dicho esto, cabe adentrarnos en los temas centrales de esta parte de la novela: la violencia racial y social. En la primera escena, el zumbayllu muestra el alcance de su magia y sella una reconciliación entre Ernesto y Rondinel. Recordemos que el conflicto comienza cuando Rondinel insulta a Ernesto con un comentario discriminatorio. Ántero, mediador entre ambos, humaniza la figura de Rondinel, explicándole a Ernesto que es un niño que ha sufrido mucho en la infancia. Los estudiantes se abrazan y festejan la reconciliación jugando con sus trompos mágicos casi como un rito. Esta alegría solo aparece para ser inmediatamente interrumpida por el alboroto de la calle. El capítulo VII rompe con el ritmo y el tono íntimo que Los ríos profundos traía hasta ahora. Ernesto cambia; Abancay y su paz triste cambian también. Los gritos de las mujeres son el indicio de que algo sucede allá afuera y algunos jóvenes escapan del colegio para ser parte de eso que oyen.

El encuentro de Ernesto con la figura de Doña Felipa es clave: a través del regocijo que siente ante la presencia de un acto de justicia social, al ver a las mujeres repartiendo la sal, la imagen Felipa abre una idea nueva: hay una posibilidad de justicia a través de la organización. Es importante poner esta idea junto a la figura del padre de Ernesto. Gabriel es un abogado itinerante que aconseja a los indios en los litigios contra los hacendados. Es por eso que es despreciado en algunos pueblos y que su trabajo es complejo; a pesar de que probablemente hayan existido, en la novela no se relata ninguna victoria judicial de Gabriel. La idea de que ante una situación de injusticia social la salida es colectiva no es explícita en Los ríos profundos, pero resuena.

El valor de Doña Felipa se pone en juego en su enfrentamiento respetuoso pero contundente con el Padre Director. El Padre es casi una divinidad en Abancay; su sola presencia infunde respeto. Sin embargo, las mujeres avanzan y, al encontrar la sal, Doña Felipa lo invoca: “¡Padrecito Linares: ven! -exclamó con un grito prolongado la chichera-. ¡Padrecito Linares: ahistá sal! -hablaba en castellano-. ¡Ahistá sal! ¡Ahistá sal ¡Este sí ladrón! ¡Este sí maldecido!” (p.135). Minutos antes, el Padre Linares, que se había acercado a la cabecilla de las mujeres para negociar y disuadir, había largado una maldición. “-Dios castiga a los ladrones, Padrecito Linares- dijo a voces la chichera, y se inclinó ante el Padre. El Padre dijo algo y la mujer lanzó un grito: -¡Maldita no, padrecito! ¡Maldición a los ladrones!” (p.133).

A lo largo de estos dos capítulos, la figura del Padre revela su verdadero rol en el entramado social de Abancay y las haciendas de Patibamba. La violencia social y racial contra los indios encuentra en la religión y en la figura del Padre su garante. Al otro día del motín, el Padre Linares habla ante los indios colonos de Patibamba, a quienes les quitaron la sal a rebencazos:

Con su voz delgada, altísima, habló el Padre, en quechua:

-Yo soy tu hermano, humilde como tú; como tú, tierno y digno de amor, peón de Patibamba, hermanito. Los poderosos no ven las flores pequeñas que bailan a la orilla de los acueductos que riegan la tierra. No las ven pero ellas les dan el sustento. ¿Quién es más fuerte, quién necesita mi amor? Tu, hermanito de Patibamba, hermanito; tú solo estás en mis ojos, en los ojos de Dios nuestro señor. Yo vengo a consolarlos, porque las flores del campo no necesitan consuelo; para ellas el agua, el aire, la tierra les es suficiente. Pero la gente tiene corazón y necesita consuelo. Todos padecemos, hermanos. Pero unos más que otros. Ustedes sufren por los hijos, por el padre y el hermano; el patrón padece por todos ustedes; yo por todo Abancay; y Dios nuestro Padre, por la gente que sufre en el mundo entero. (pp.160-161)

Con un discurso condescendiente y fraterno en lengua quechua, el Padre predica el conformismo y la sumisión a los colonos. Queda clara, así, la complicidad de la Iglesia con la explotación de los cañaverales y la violencia impartida por los hacendados.

El Padre Linares lleva a Ernesto a Patibamba cuando pronuncia esta misa. Ernesto no se arrodilla ante el pedido del Padre, y este lo despacha hacia Abancay. El día anterior, el joven estudiante había sido severamente castigado al volver del motín. El Padre, luego de golpearlo, le dice que tiene ojos inocentes: “¿Eres tú mismo o eres el diablo disfrazado de cordero?” (p.156), le pregunta. “Eres enfermo o estás enfermo. Te han insuflado algo de su inmundicia, las indias rebeldes. ¡Arrodíllate!” (p.157). El aislamiento de la escuela, la religión católica, la violencia impartida por algunos compañeros y el Padre Linares son fuerzas que pueden aniquilar la pertenencia al mundo indio de Ernesto. Volviendo sobre uno de los temas principales del texto, es su identidad la que está puesta en juego en esta lucha de fuerzas.

Es la identidad de Ernesto la que se pone en juego, también, en su espontánea adhesión a las filas de las cholas hacia la salinera y luego hacia Patibamba. Por primera vez, el joven melancólico y solitario se desdibuja en una multitud, se mezcla y es uno con los otros. La aparición de la primera persona del plural en medio de su relato delata esta integración nueva de Ernesto a su entorno, este abandono por un momento de la distancia y la contemplación que lo caracterizan: “como ellas [las chicheras], tenía impaciencia por llegar. Una inmensa alegría y el deseo de luchar, aunque fuera contra el mundo entero, nos hizo correr por las calles (...). La gente salía de las casas para vernos pasar, corrían de las calles transversales para mirarnos desde las esquinas” (p.138).

Una vez que llegan a Patibamba, la violencia social y racial se pone de manifiesto también en la diferencia entre las indias colonas de la hacienda y las chicheras. Las colonas tardan mucho en salir de sus casas. Reciben la sal y rápidamente vuelven a su hogar y cierran la puerta. El temor es grande, como las amenazas ese mismo día de los rebencazos para que la devuelvan, y tiene su correlato en la devoción que muestran hacia el Padre Linares al día siguiente, en la misa.

El colegio es un reflejo de la situación social general. En una discusión en medio de un partido de vóley, el Lleras, uno de los estudiantes más maliciosos, le dice “Negro ‘e mierda” al Hermano Miguel. No solo eso, sino que a la hora de pedirle disculpas no puede hacerlo y, luego de expresar su asco por pedirle perdón a un negro, sale corriendo. Esta amargura es difícil de digerir para Ernesto.

La frustración es grande: en Huanupata la sal ha sido devuelta el mismo día en que fue entregada a las indias y en el colegio la tensión es asfixiante. Ernesto reflexiona sobre esto y, en sus ideas, vuelve a estar presente el pensamiento mágico:

Algún mal grande se había desencadenado para el internado y para Abancay ; se cumplía quizá un presagio antiguo, o habrían rozado sobre el pequeño espacio de la hacienda Patibamba que la ciudad ocupaba, los últimos mantos de luz débil y pestilente del cometa que apareció en el cielo, hacía sólo veinte años. «Era azul la luz y se arrastraba muy cerca del suelo, como la neblina de las madrugadas, así transparente», contaban los viejos. Quizá el daño de esa luz empezaba recién a hacerse patente. «Abancay, dicen, ha caído en la maldición», había gritado el portero, estrujándose las manos. (p.183)

Este presagio mágico se vincula con anticipaciones concretas de lo real: la inminente llegada de la represión policial es otro plano de esta misma experiencia de amenaza permanente. El ejército irrumpirá en Abancay esa misma tarde para “imponer el orden”. La palabra “escarmiento” despierta también en Ernesto un escalofrío: “¿Escarmiento? Era una palabra antigua, oída desde mi niñez en los pueblos chicos. Enfriaba la sangre” (p.164).

El capítulo VIII cierra como abre el VII: con una reconciliación y con el zumbayllu. Luego de que el Lleras salga corriendo sin pedirle disculpas al Hermano Miguel por la ofensa, el Añuco queda solo frente al Hermano, delante de todo el colegio. Le pide disculpas, se abrazan y se reconcilian. Ernesto se acerca entonces a Añuco y lo invita a jugar con su nuevo zumbayllu, que es winku y laik’a (deforme pero redondo y brujo), hecho por Ántero. Finalmente, ante el pedido de Añuco, Ernesto se lo regala. Por un momento vuelven la magia y la alegría al patio del colegio, alrededor de este objeto que condensa los recuerdos y las fuerzas ocultas.

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