“Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico; bullían bajo el segundo piso encalado, que por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante: «yawar mayu», río de sangre; «yawar unu», agua sangrienta; «puk’tik’ yawar k’ocha», lago de sangre que hierve; «yawar wek’e», lágrimas de sangre. ¿Acaso no podría decirse «yawar rumi», piedra de sangre, o «puk’tik’ yawar rumi», piedra de sangre hirviente? Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman «yawar mayu» a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman «yawar mayu» al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan”.
Este pasaje del primer capítulo expone los conocimientos de Ernesto del quechua. La lengua quechua no es solo una herramienta de comunicación: en este caso hay una reflexión con respecto al lenguaje y, a través de las palabras, el joven frente al muro puede aprehender algo de su existencia.
Además, esta es una cita de un fuerte contenido poético: las imágenes del muro que hierve, la zona temible del centro del caudal de los ríos, la sangre que fluye y brilla dan cuenta de un lirismo habilitado, según Arguedas, por el español. Este lirismo permite al narrador abordar el contenido poético de la mirada andina. “Quechuizar” el español es el modo en que Arguedas decide abordar y trabajar el lenguaje de Los ríos profundos.
“[El pongo] tenía un poncho raído, muy corto. Se inclinó y pidió licencia para irse. Se inclinó como un gusano que pidiera ser aplastado”.
La figura del "pongo", el indio colono que sirve en la casa de la hacienda, sorprende a Ernesto. Es la primera vez que el joven ve uno. Lo que más cautiva su atención en sus dos encuentros con el pongo es su sumisión.
La violencia social y racial es uno de los temas principales de Los ríos profundos, la figura de los indios colonos más adelante en la hacienda acentuará este comportamiento del pongo y su sumisión al inclinarse como un gusano. La actitud del pongo y de los colonos en Patibamba, que apenas recuerdan su lengua, contrasta con los indios libres que Ernesto ha conocido en los ayllus.
“En los pueblos, a cierta hora, las aves se dirigen visiblemente a lugares ya conocidos. A los pedregales, a las huertas, a los arbustos que crecen en la orilla de las aguadas. Y según el tiempo, su vuelo es distinto. La gente del lugar no observa estos detalles, pero los viajeros, la gente que ha de irse, no los olvida”.
La memoria tiene, para Ernesto, dos sentidos cruciales. En primer lugar, el joven, como su padre, hace uso de su memoria prodigiosa y de su capacidad de observación, en sus viajes, para captar lo mejor posible esa totalidad que lo rodea. La memoria, a través de la errancia, es un modo de habitar esa totalidad, de integrarse a ella y formar parte. El viajero ve cosas que el lugareño no, y las ve porque tiene que partir y esas cosas solo quedarán en su memoria.
Por otro lado, Ernesto atesora estos recuerdos. Los recuerdos del viajero errante son su escudo contra la soledad, y le brindan un sentido de pertenencia particular. Ernesto recurre a imágenes como esta en situaciones difíciles, y a través de estos recuerdos se aferra a su identidad errante.
“Recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los niños, cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego, y de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las piedras y las islas”.
Ernesto en este momento se queda, por primera vez, solo. Su padre partirá hacia otro pueblo y él quedará internado en el Colegio de Abancay. En esta cita resuena cierto motivo propio de la novela de aprendizaje; el de lanzarse al mundo, que es un momento bisagra en este tipo de textos. A pesar de que Los ríos profundos participa en cierta medida del género, no es de manera contundente y absoluta. Ernesto aprenderá a través de la experiencia en el Colegio con sus compañeros, los mayores y las aventuras en el pueblo, pero también a través de experiencias místicas, revelaciones y eventos que lo diferencian de todo aquello que lo rodea de un modo casi mesiánico. Es por eso que también Los ríos profundos es una novela que relata de alguna forma un rito de iniciación. Se da aquí un ingreso al mundo adulto que no tiene que ver con el abandono del pensamiento mágico sino con la maduración de ese pensamiento mágico andino. Esta cita anticipa de algún modo lo que le depara el futuro inmediato a Ernesto.
“Entonces, mientras temblaba de vergüenza, vino a mi memoria, como un relámpago, la imagen del Apu K’arwarasu. Y le hablé a él, como se encomendaban los escolares de mi aldea nativa, cuando tenían que luchar o competir en carreras y en pruebas de valor (...). Los indios invocan al K’arwarasu únicamente en los grandes peligros. Apenas pronuncian su nombre el temor a la muerte desaparece”.
Ernesto teme al inminente enfrentamiento con Rondinel, un compañero que lo insultó diciéndole “indiecito”, pero tiene esta súbita imagen del Apu. Los Apu son los dioses de las montañas. Cada montaña, en la cultura andina, es un dios. El K’arwarasu es el monte de la aldea nativa de Ernesto. A pesar del insulto de Rondinel, Ernesto encuentra su valor en la invocación a su cultura andina y su pensamiento mágico. La memoria y las creencias son su mayor protección ante la violencia social y racial del Colegio y del pueblo, que oprimen su identidad andina.
“Yo soy tu hermano, humilde como tú; como tú, tierno y digno de amor, peón de Patibamba, hermanito. Los poderosos no ven las flores pequeñas que bailan a la orilla de los acueductos que riegan la tierra. No las ven pero ellas les dan el sustento. ¿Quién es más fuerte, quién necesita mi amor? Tu, hermanito de Patibamba, hermanito; tú solo estás en mis ojos, en los ojos de Dios nuestro señor. Yo vengo a consolarlos, porque las flores del campo no necesitan consuelo; para ellas el agua, el aire, la tierra les es suficiente. Pero la gente tiene corazón y necesita consuelo. Todos padecemos, hermanos. Pero unos más que otros. Ustedes sufren por los hijos, por el padre y el hermano; el patrón padece por todos ustedes; yo por todo Abancay; y Dios nuestro Padre, por la gente que sufre en el mundo entero”.
El Padre Linares dice estas palabras a los indios colonos de Patibamba en la misa. Esta misa se da luego de que las chicheras rebeldes se amotinaran y tomaran la sal de la Salinera y se la regalaran a las indias de la hacienda. En sus palabras yace la estructura jerárquica que organiza las relaciones sociales en Patibamba y en Abancay; a través de la mención de quién sufre por quién, el Padre les recuerda a los colonos la organización vertical de la hacienda y su lugar en esa escala de “sufrimiento”. Ernesto descubre, poco a poco, a través de estas palabras y algunas acciones del Padre, su rol como garante de esa sumisión de los indios de la hacienda.
“Su canto [el de la calandria] transmite los secretos de los valles profundos. Los hombres del Perú, desde su origen, han compuesto música, oyéndola, viéndola cruzar el espacio, bajo las montañas y las nubes, que en ninguna otra región del mundo son tan extremadas. ¡Tuya, tuya! Mientras oía su canto, que es, seguramente, la materia de que estoy hecho, la difusa región de donde me arrancaron para lanzarme entre los hombres, vimos aparecer en la alameda a las dos niñas”.
En esta cita está presente la visión de la naturaleza de Ernesto, a la que él mismo se integra. Ernesto, como el canto de la calandria, está hecho de los secretos de los valles profundos, una difusa región de nubes extremadas. Lo divino es inmanente a las aves, los ríos, la música andina, las montañas, y también a Ernesto. Su forma de integrarse a esto es a través de la errancia. Viajar, como vimos en el ítem 3 de esta sección, integra al joven a lo que lo rodea de un modo particular.
A la vez, Ernesto se siente “lanzado” a los hombres. El Colegio y Abancay rompen con esta visión del mundo integrada y coherente, y es el contacto con esta realidad inestable y fragmentada lo que transforma a Ernesto en Los ríos profundos.
“Pero yo también, muchas tardes, fui al patio interior tras de los grandes, y me contaminé, mirándolos. Eran como los duendes, semejantes a los monstruos que aparecen en las pesadillas, agitando sus brazos y sus patas velludas (...) todo parecía contaminado, perdido o iracundo. Ningún pensamiento, ningún recuerdo podía llegar hasta el aislamiento mortal en que durante ese tiempo me separaba del mundo”.
Ernesto se encuentra con la lascivia de los compañeros más grandes que él que se juntan en el patio interno y esperan la llegada de Marcelina, “la opa”, y abusan de ella en los baños del Colegio. Esta es una de las primeras experiencias en Abancay en las que aparece “el mal”, estos monstruos que Ernesto anticipó que encontraría, una vez que despidiera a su padre y se quedase solo para enfrentar al mundo.
A su vez, así como Ernesto es uno con la naturaleza que lo rodea en las tardes en que se sienta a contemplar, por ejemplo, en río Pachachaca, también aquí se integra con esta realidad cruel: se “contamina” con tan solo mirarlos.
“Lo haré bailar [al zumbayllu] sobre alguna piedra del Pachachaca. Su canto se mezclará en los cielos con la voz del río, llegará a tu hacienda, al oído de tus colonos, a su corazón inocente, que tu padre azota cada tiempo, para que jamás crezca, para que sea siempre como de criatura. ¡Ya sé! Tú me has enseñado. En el canto del zumbayllu le enviaré un mensaje a doña Felipa. ¡La llamaré! Que venga incendiando los cañaverales, de quebrada en quebrada, de banda a banda del río”.
Ántero le dice a Ernesto que, de sublevarse los indios, él estaría del lado de los hacendados y saldría a matar a los rebeldes. Ernesto se sorprende. Ántero le señala que él no comprende que hay que castigar a los indios porque no es dueño.
Ser dueño no significa nada para Ernesto, y a las palabras de Ántero responde con esta amenaza de invocar a doña Felipa a través del canto del zumbayllu para que queme los cañaverales y las quebradas e invocar a los colonos de la hacienda del padre de Ántero y subleve sus corazones. La respuesta de Ernesto hace honor a su filiación: él es indio, no dueño.
“El cantor olía a sudor, a suciedad de telas de lana; pero yo estaba acostumbrado a ese tipo de emanaciones humanas; no sólo no me molestaban, sino que despertaban en mí recuerdos amados de mi niñez. Era un indio como los de mi pueblo. No de hacienda. Había entrado a la chichería y había cantado; el cabo le rindió homenaje; y la chichería también; ahora estábamos sentados juntos".
El kimichu es un indio que se opone como figura al "pongo", tanto en lo íntimo y afectivo en la mirada de Ernesto, como en la mirada del resto de los parroquianos en la chichería. A pesar del olor a suciedad de las lanas que lleva, a Ernesto le despierta recuerdos de los indios del ayllu. Se hacen presentes la ternura y la inmediata fraternidad. A su vez, Jesús, el kimichu, entra a la chichería y canta; no es sumiso. El cabo y la chichera le rinden homenaje. Es reconocido por sus pares como un indio libre; no es un indio de hacienda, aplastado como el pongo por el poder de los Padres y los hacendados.