Resumen
Capítulo 13: ¡¡¡Barranca – Yaco!!!
Después de que Facundo triunfa en Ciudadela, en el país quedan pocos defensores del sistema unitario. El espíritu de ciudad, de libertad e independencia deja de existir. Solo queda el nombre del caudillo para llenar el “vacío de las leyes. Quiroga lleva a cabo la “fusión unitaria más completa”, la que Rivadavia quiso dar a la República, aunque sigue promoviendo la causa de la federación en el interior, proponiendo al Dr. Ortiz para la presidencia (p.185).
Rosas vence a Lavalle y es solicitado en el gobierno de Buenos Aires, función para la cual exige ser investido de facultades extraordinarias. Su primer gobierno transcurre de 1829 a 1832. Después deja la gobernación para realizar, al año siguiente, una expedición conocida como la Campaña del desierto, cuyo fin es ganar terreno a los indígenas. Para Sarmiento, se trata de una “pomposa expedición” que deja la frontera indefensa, igual a como estaba antes (p.188). En esta campaña, Rosas enarbola por primera vez su bandera colorada, dándose el título de Héroe del Desierto, que suma al obtenido previamente de Ilustre Restaurador de las Leyes.
A Quiroga se le encarga mandar sus fuerzas del interior, a las que envía sin su presencia. Una de sus divisiones intenta una revolución en Córdoba para quitar del Gobierno a los Reinafé. Nada dicen los diarios de la época de que esto se hace por determinación de Facundo. Aunque pocos lo saben, Rosas y Quiroga se disputan el poder durante cinco años. Hacia 1832, la República Argentina se divide en dos regiones: la de los Andes, unida bajo la influencia de Facundo, y la del pacto de la Liga Litoral, federación encabezada por Ferré, López y Rosas. Más adelante, Ferré se opondrá a la centralización del poder en el gobernador de Buenos Aires.
Terminada la expedición, Facundo se dirige a Buenos Aires y, cuando entra en la ciudad, no le anuncia a nadie su llegada. Allí se establece, se rodea de hombres notables y habla con desprecio de Rosas. Incluso habla de la Constitución y se declara unitario entre los de este partido. Sus hijos van a los mejores colegios y se visten de frac y levita. De esta forma, Quiroga conspira para presentarse como el centro de una nueva organización del país. Pero su pereza de pastor y su falta de hábito de trabajo lo dejan expectante, hecho que lo perjudica frente a su rival.
La desobediencia de la campaña preocupa a la ciudad porteña, que le pide a Rosas que vuelva para controlar la desorganización social. La insurgencia del interior termina ingresando en la ciudad, entre un grupo de hombres “que recorren las calles [distribuyendo] latigazos a los pasantes” (p.193). Rosas al principio se rehúsa a gobernar, hasta que exige que se cambie el período de gobierno de tres a cinco años, y que se le entregue la suma del poder público. Ambas cosas se le conceden y Rosas comienza su segundo mandato en 1835.
Llegan noticias a Buenos Aires de un conflicto entre las provincias del norte. Rosas convoca a Facundo para que interponga su influencia y calme los ánimos de los gobernadores. El caudillo vacila, pero al final se decide y el 18 de diciembre de 1835 emprende viaje.
De vuelta en el campo aparecen de nuevo en Quiroga la brutalidad y el terror. En Santa Fe, Facundo se inquieta mientras espera reponer sus caballos para continuar la marcha. Luego, en Córdoba, uno de los Reinafé lo invita a hospedarse en la ciudad, pero Quiroga se queda en la galera solicitando caballos. Facundo parte, pero un joven que venía con él se queda en la ciudad, y oye rumores de que se planea el asesinato del caudillo riojano. Toda Córdoba está enterada del complot.
Facundo llega a su destino, arregla las diferencias entre los gobernadores y se dispone a volver por donde vino. Los gobernadores le ofrecen custodia y le sugieren que tome de regreso el camino de Cuyo. Quiroga ya sabe el peligro que le espera, y de pasar por La Rioja podría desenterrar sus depósitos de armas y organizar las ocho provincias que están bajo su influencia. Pero en vez de esto, sigue su rumbo a Córdoba, en dirección a su propia muerte.
En el camino, le llega la advertencia de que en Barranca-Yaco lo espera una partida, liderada por Santos Pérez, con órdenes de matarlo a él y a sus acompañantes. Quiroga responde que todavía no existe el hombre que ha de matarlo, y que a un solo grito suyo tal partida se pondrá a sus órdenes. El doctor Ortiz, que viaja junto a él, no se anima a contradecir la determinación de su amigo por miedo a despertar su enojo, y se prepara para morir.
Cuando llegan al punto fatal, dos descargas traspasan la galera sin herir a nadie. Luego, unos soldados con sables se echan encima, inutilizan los caballos y descuartizan al postillón, al asistente y a dos correos que acompañan el carro. Quiroga se asoma para preguntar: “¿Qué significa esto?”, a lo que le responden con un balazo en el ojo que lo deja muerto (p.198). Luego Santos Pérez apuñala varias veces el cuerpo de Quiroga y ordena tirar al bosque la galera y los cadáveres. Queda vivo un niño, que es sobrino del sargento de la partida, quien responde por él. Santos Pérez asesina al sargento y degüella al niño a pesar de sus gemidos, hecho que luego lo martirizará.
Santos Pérez es “el gaucho malo de la campaña de Córdoba”, conocido por sus numerosas muertes y su carácter osado y aventurero (p.198). Por un largo tiempo es perseguido por la justicia, hasta que una noche, después de pegarle a una mujer con la que dormía, esta se levanta mientras él duerme, le quita las armas y lo denuncia a la policía. Santos Pérez es llevado a Buenos Aires, donde una muchedumbre presencia su ejecución.
Capítulo 14: Gobierno unitario
Para Sarmiento, la muerte de Quiroga no es un hecho aislado, sino que se explica por antecedentes sociales y es el resultado de un desenlace político concreto. El asesinato es una “medida de Estado”, concretado por el gobierno de Córdoba y planeado con otros gobernadores. Por eso, es necesario ver qué consecuencias tiene en el “drama sangriento” que, cuando se publica el Facundo, todavía no ha terminado (p.203).
Facundo muere el 18 de febrero de 1835, y el 5 de abril se elige gobernador de Buenos Aires a Juan Manuel de Rosas, que adquiere la suma del poder público por medio de una votación casi unánime. Pasados los cinco años, Rosas, después de sufrir la muerte de su esposa y de su padre, decide retirarse de la vida pública. Pero la Sala de Buenos Aires le pide que se quede y Rosas continúa por seis meses más. Después, “se abandona la farsa de la elección” y Rosas se queda en el poder, que conserva todavía en 1845 (p.205).
Aquel 5 de abril, el gobernador electo se retira de la Sala de Representantes dentro de un coche colorado, acompañado por la Sociedad Popular, que carga puñal, chaleco y cinta colorada, en la que se lee “Mueran los unitarios”. Allí se ve la “manifestación de adhesión sin límites, a la persona del Restaurador” (p.206). Al día siguiente, sale una proclama con una lista de proscriptos que da a entender que quien no está con Rosas es su enemigo.
Pasado el primer año, lleno de celebraciones y festejos, el color colorado pasa a ser la insignia de adhesión a la causa federal, como también lo es el retrato de Rosas. Aparece la Mazorca, el cuerpo de policía federal que, con sus azotes, lavativas de ají y aguarrás y degollamientos, es “un instrumento poderoso de conciliación y de paz”. Se ordena dos años de luto por la muerte de Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas, obligando a toda la población a ir uniformada con un ridículo ribete colorado en el sombrero. Cantos de “¡Viva el Restaurador!” y “¡Mueran los salvajes unitarios!” se oyen constantemente. Así, Rosas consigue crear “la idea de la personalidad del jefe del Gobierno” (p.208).
Sarmiento argumenta que estas ideas de gobierno pueden verse en la vida anterior del tirano, que proviene de una familia de viejas costumbres señoriales, cuya severidad Rosas debe soportar hasta que su padre lo envía a una estancia. Allí, Rosas se convierte en “el potro salvaje de la Pampa” (p.210), un hombre desenfrenado que sufre arrebatos causados por su exceso de vida. En sus estancias introduce una administración severa y una disciplina de hierro; sus peones tienen prohibido cargar con un puñal, y cuando él se lo deja puesto una vez por equivocación, ordena que se le den doscientos azotes. Este es el sistema que después ensaya en la ciudad, para que la población se acostumbre a la agresión física, a los degüellos y a los gritos de “¡Mueran los salvajes unitarios!”, hasta que ya no produzcan réplica o escándalo.
A pesar de llamarse Confederación Argentina, la República marcha a la unidad que proviene del terror que ejerce Rosas. El gobernador de Buenos Aires acusa a los unitarios de asesinar a Quiroga y propone castigar a los culpables. Como juez de la causa, depone a los Reinafé y mete preso a los que tuvieron parte en el atentado. Este acto, que lo autoriza a condenar a otro gobernador, instaura “en las consciencias de los demás la idea de la autoridad suprema de que está investido”. De esta manera, Rosas se convierte en el jefe del Gobierno unitario absoluto, haciendo de los demás gobernadores sus “simples bajáes” (p.214).
Rosas elimina los correos y establece chasques de gobierno, que despachan solo órdenes suyas, medida que sirve para unificar en desinformación al interior. En la ciudad, el gobernador consigue que la población afrodescendiente le sirva para espiar dentro de las familias de la elite criolla, así como para robustecer su ejército. Con miras a extender su poder por fuera del país, Rosas toma parte en la guerra que tiene Chile con Santa Cruz; en la República Oriental consigue que el gobierno de Oribe expulse a unitarios exiliados, como Rivadavia y Varela, y, cuando el doctor Francia muere, Rosas niega reconocer la independencia del Paraguay. Su propósito, dice Sarmiento, es reconstruir el “antiguo virreinato de Buenos Aires” (p.218).
Para demostrar el poder de su gobierno americano, Rosas busca un antagonista europeo y lo encuentra en Francia, que en 1838 le impone un bloqueo comercial a la Confederación Argentina. Rosas utiliza el bloqueo francés para propagar el sentimiento de americanismo que, para Sarmiento, constituye “todo lo que de bárbaros tenemos” (p.220). Con el periódico La Gaceta, Rosas agita este americanismo instaurando el odio a los europeos, a sus trajes y a sus ideas. Luego quita a los catedráticos de las universidades y a los maestros de las escuelas, mientras la ciudad trata de salvarse, “de no ser convertida en pampa”, y por eso los profesores siguen enseñando gratis y la Sociedad de Beneficiencia busca secretamente suscriptores (p.221). Estas son las consecuencias morales que ha traído la lucha entre la campaña y la ciudad para el porvenir de la República.
Capítulo 15: Presente y porvenir
En 1840, mientras continúa el bloqueo francés, se dice en América que “Rosas ha probado […] que la Europa es demasiado débil para conquistar un Estado americano que quiere sostener sus derechos” (p.225). Sarmiento considera que Rosas demostró que Europa no sabe cómo hacer prosperar sus propios intereses y los de los americanos, sin menoscabar la independencia del continente.
El sistema de Rosas hizo que la parte de la población porteña más interesada en tener un gobierno racional se refugie en Montevideo. Allí se encuentran los antiguos unitarios, los federales de la ciudad que estaban en contra de Rosas, los que se arrepintieron de apoyarlo y un “cuarto elemento que no [es] ni unitario, ni federal, ni ex rosista”: es la “nueva generación”, la juventud que aprendió de la era rivadaviana a mirar el sistema de ideas europeos, como el romanticismo y el socialismo (p.226). En Buenos Aires, esta juventud continúa sus estudios a escondidas mientras se reúnen en secreto, conformando un movimiento en el Salón Literario.
Los primeros intereses de este grupo son literarios, no políticos; incluso hubo quienes creyeron que Rosas encarnaba una verdadera civilización americana, con sus formas originales. Los ensayos de este movimiento son al principio inexpertos, pero de allí se desprende un grupo de personas inteligentes que se asocia secretamente para conformar “las bases de una reacción civilizada contra el Gobierno bárbaro que había triunfado” (p.227).
En el acta de esta organización, que Sarmiento tiene en su poder, los integrantes juran llevar a cabo sus principios de igualdad, libertad y fraternidad a través de la asociación de ideas e intereses que antes han dividido a los unitarios y los federales, con los que esta nueva generación puede armonizar por su deseo de unión.
“¡Fuimos nosotros!”, dice Sarmiento, y no los viejos unitarios, los que buscaron apoyo de Francia para salvar a la civilización, con el fin de derrocar al tirano. Antes había demasiada preocupación por una idea de nacionalidad americana que trajo consigo la “pasión brutal”, la América “bárbara como el Asia, despótica y sanguinaria como la Turquía” (p.229). Los viejos unitarios, sin aprender de sus errores, entorpecieron los planes de derrocamiento al considerar inútil apoderarse de Buenos Aires y temiendo todavía a los gauchos, si bien tomaban de ellos sus tácticas de guerra y sus trajes para el ejército.
Mientras tanto, en la República, los hombres que escaparon del horror de Buenos Aires yendo a la campaña empiezan a fomentar entre los gauchos el odio a Rosas, creando “una fusión radical entre los hombres del campo y los de la ciudad”. La campaña deja de pertenecer a Rosas, que ahora solo cuenta con “una horda de asesinos disciplinados” y un ejército que utiliza las armas de los unitarios: la infantería y el cañón (p.230).
Empiezan entonces los complots para vencer al gobernador de Buenos Aires. El coronel Maza, un jefe militar del rosismo, planea una conspiración que se demora mucho y es descubierta, lo que termina en la muerte del coronel. Luego estalla una sublevación en el campo liderada por el coronel Cramer, Castelli y hacendados; este intento también fracasa. En Buenos Aires muchos quieren la revolución, pero no tienen las suficientes fuerzas para enfrentar a Rosas y a la Mazorca.
El gobierno francés quiere ayudar firmando un tratado que deja a Lavalle a cargo de vencer a Rosas, plan que, para Sarmiento, produce un desencantamiento con Francia, a la que siempre se admiró por su civilización. El autor cuestiona también a Inglaterra, que durante 20 años abandona a la República Argentina a su suerte, más por ignorancia que por determinación, “coadyuvando en secreto, a la aniquilación de todo principio civilizador en las orillas del Plata” (p.232). No obstante, solo del viejo continente se adquirirá ese gusto por la navegación que tanto se necesita para movilizar la industria en el país.
La patria está destinada a progresar, y Rosas es también instrumento de esta Providencia, a pesar suyo. Él logra la unión que le faltaba a la República y que tanto deseaban los unitarios. Vencido Rosas, un buen gobierno hallará las condiciones necesarias para la unidad de la nación. Ya no existe la división entre la ciudad y las campañas, porque ahora los guachos han simpatizado con la causa de los citadinos. Los extranjeros, los únicos que gozan en el país de derechos y garantías, ocupan cada vez más espacios, haciendo de sirvientes, lecheros, panaderos, peones; así, va desapareciendo la población argentina. Y aunque Rosas no quiere que se naveguen los ríos, existe una guerra interior y exterior que busca fomentar su tránsito libre. Incluso el intento de Rosas de ahogar las voces opositoras a su gobierno ha producido más gritos que resuenan por toda Europa y América.
Sin Rosas, finalmente, no se habría llegado a formar un nuevo movimiento generacional que supere la inexperiencia y la falta de ideas prácticas de los unitarios. “¡Nuestra educación política está consumada!”, dice Sarmiento, porque la sangre derramada ha dado suficiente experiencia (p.238). El nuevo gobierno, cada día más próximo, restablecerá los correos y asegurará los límites del territorio, distribuirá a la población en territorios fértiles para levantar ciudades en el medio del desierto, fomentará la navegación fluvial, organizará la educación pública y extenderá el beneficio de la prensa en todo el país. También cuidará a todos los hombres por igual y restablecerá las formas representativas del gobierno asegurando los derechos de todas las personas, permitiendo la libertad de culto y las opiniones diversas. Por último, el nuevo gobierno establecerá las redes internacionales necesarias para la paz en el exterior y el interior.
La inmigración europea es el principal elemento de orden y moralización con el que cuenta la República Argentina, que de tener un gobierno capaz de dirigir su movimiento, podría sanar en poco tiempo “todas las heridas que han hecho a la patria los bandidos, desde Facundo hasta Rosas, que la han dominado”. El nuevo gobierno distribuirá a los inmigrantes por las provincias para que la República doble su población con “vecinos activos, morales e industriosos” (pp.242-243).
Pero el remedio no vendrá solo del exterior; es necesario que el vencedor de la Tablada, de Oncativo y de Caaguazú, “el manco Paz”, continúe su destino de “vengar la República, la Humanidad y la Justicia” (p.244). En él deposita Sarmiento sus esperanzas en el final del Facundo, solicitando a Dios que proteja sus armas para que los pueblos se asocien a su causa.
Análisis
El capítulo 13, que trata sobre el final de la vida de Quiroga y de cómo fue asesinado, es el último que aparece en la sección de folletín de El Progreso. Es un final más poético que el de la versión libro del Facundo, en la que se suman dos capítulos de reflexión política. Este cierre, en cambio, tiene el impacto de terminar en un espectáculo: la ejecución pública de Santos Pérez frente a una muchedumbre enfurecida, que quiere ver morir al asesino de Facundo Quiroga.
El título “¡¡¡Barranca-Yaco!!!”, con sus signos de exclamación, indica el tono apasionado con que debe leerse el capítulo. Estamos en un momento de clímax que anticipa el desenlace final, con la República ya invadida por esa fuerza federal que ha eliminado el espíritu de civilización. En esta parte, el tema del campo vs. la ciudad da por ganador a la campaña. Pero todavía falta lo peor: el comienzo de la era de Rosas, que cuando se publica el Facundo sigue vigente.
Sarmiento quiere poner en evidencia que Rosas y Quiroga, aunque pertenezcan al mismo partido federal, se disputan secretamente el poder. Se torna evidente que para que Rosas se consagre vencedor, la influencia de Facundo en el interior debe desaparecer. El escritor se pregunta cuál es el motivo secreto que conduce a Quiroga a Buenos Aires, y su respuesta es que el caudillo tiene intenciones de consolidarse como opositor a Rosas, abrazando por conveniencia las ideas unitarias. Facundo ya había manifestado esta resolución cuando intentó sacar del gobierno cordobés a los Reinafé, aliados de Rosas, a quienes se acusa de haber orquestado el asesinato del Tigre de los Llanos.
En Buenos Aires, Facundo parece sufrir una transformación. La primera vez que va a la ciudad, como se describe en el capítulo 11, Quiroga desencaja con su traje gaucho frente a los hombres que visten frac y levita. Ahora, parece que “el espectáculo de la civilización [ha] dominado, al fin, su rudeza selvática” (p.191), y si bien conserva el poncho y la barba larga –la fisonomía que despierta el terror–, Quiroga se acerca a los ciudadanos más notables, y sus hijos adoptan las costumbres de la ciudad y se educan en los mejores colegios. Aquí, Sarmiento sugiere que los actos bárbaros de Quiroga, que hacen a su vida pasada, se explican por la necesidad de vencer y de conservarse en el ámbito de la campaña; en la ciudad, su conducta civilizada responde a las mismas necesidades. Por eso, cuando vuelve al campo, Facundo retoma sus costumbres salvajes.
Sarmiento advierte que Rosas decide no continuar su primer mandato en el gobierno de Buenos Aires por una estrategia política: “si salía del Gobierno, era solo para poder tomarlo desde afuera por asalto, sin restricciones constitucionales, sin trabas ni responsabilidad” (p.187). Lo que quiere Rosas, sostiene el escritor, es tener un poder ilimitado y tiránico. Por eso primero consigue facultades extraordinarias –es decir, que como gobernante pueda actuar más allá de lo que permite la Constitución–, y luego la suma del poder público, o sea, retiene los tres poderes del Estado: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Esto, además de la oportunidad de extender su gobierno a cinco años, es prueba suficiente para Sarmiento de las pretensiones déspotas de su enemigo.
El segundo gobierno de Rosas, que empieza en 1835 y finalizará después de publicado el Facundo con su derrocamiento en 1852, es comparado con el impacto de la caída de un cometa: “Me imagino lo que sucedería en la Tierra, si un poderoso cometa se acercase a ella: al principio, el malestar general; después, rumores sordos, vagos; en seguida, las oscilaciones del globo atraído fuera de su órbita, hasta que, al fin, los sacudimientos convulsivos, el desplome de las montañas, el cataclismo, traerían el caos que precede a cada una de las creaciones sucesivas de que nuestro globo ha sido testigo” (p.192). Con esta metáfora, el escritor concibe a Rosas como una catástrofe sin precedentes, que destruyó el mundo tal cual lo conocemos.
Sarmiento narra los hechos que suceden a la muerte de Facundo como si pudieran haber sido evitados, dadas todas las advertencias que recibió el caudillo en su camino. Sin embargo, es la condición bárbara de Quiroga, que no puede controlar su carácter, lo que sella su destino fatal: “el orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de su elevación, lo llevan, maniatado, a la sangrienta catástrofe que debe terminar su vida” (p.196). Facundo cree que el poder de su nombre es suficiente para frenar la cuchilla de sus adversarios, y por esta razón no piensa estratégicamente y rechaza los consejos de seguir otro camino o de armarse para la batalla. Su pregunta ante el ataque –“¿Qué significa esto?” (p.198)– manifiesta el desconcierto de no haber podido frenar el atentado mediante el terror casi sobrenatural que ejerce sobre el pueblo.
En el capítulo 14, Sarmiento pretende revelar el rédito político que le da a Rosas la muerte de Quiroga, gracias a la cual consigue dominar el interior del país, instaurando aquel sistema de gobierno unitario que emana de su despotismo. Arguye que los otros gobernadores son los bajáes de Rosas, es decir, los funcionarios dentro de su imperio musulmán, recurriendo nuevamente a la analogía orientalista para denunciar el autoritarismo de quien ostenta títulos de tirano, como “Restaurador de las Leyes” o “Héroe del desierto”. Eliminando a Facundo, a quien Rosas pretende vengar –aunque Sarmiento da a entender que fue él quien ordenó su muerte– el gobernador de Buenos Aires puede construir, sin un rival que le dispute el poder, el sistema de adhesión personalista con el que consigue consenso popular.
Dicho sistema es el que Sarmiento analiza en este capítulo, el primero del Facundo que se dedica exclusivamente a su oculto protagonista, Juan Manuel de Rosas. Podemos destacar, en primer lugar, que Rosas encarna la suma del poder público, incluyendo “tradiciones, costumbres, formas, garantías, leyes, culto, ideas, conciencia, vidas, haciendas, preocupaciones; […] todo lo que tiene poder sobre la sociedad” (p.204). Con esto, Rosas está habilitado para instaurar una dictadura temporal que pasa a convertirse en una dictadura permanente, lo que se manifiesta en el hecho de que Rosas sigue en el poder diez años después de su elección.
En segundo lugar, está el uso de símbolos visuales, como la divisa punzó, el retrato del Restaurador o el luto impuesto por la muerte de su esposa, elementos con los que Rosas busca fanatizar a sus aliados y humillar a sus enemigos, al forzarlos a vestir insignias que mancillan su civilización. De la cinta colorada dice Sarmiento que es “una materialización del terror que os acompaña a todas partes, en la calle, en el seno de la familia; es preciso pensar en ella al vestirse, al desnudarse, y las ideas se nos graban siempre por asociación” (pp.207-208). Con el mismo fin de afianzar hasta el hartazgo el partidismo político, el rosismo emplea un lenguaje de odio dirigido a sus oponentes unitarios, a quienes se los llama "impíos", "inmundos" y "salvajes". Para Sarmiento, en el vocabulario rosista “el epíteto unitario deja de ser el distintivo de un partido, y pasa a expresar todo lo que es execrado” (p.215).
El terror que expresa simbólicamente la divisa punzó tiene su paralelo en el que impone la Mazorca con sus azotes, sus lavamientos de ají y aguarrás y los degollamientos con los que atemorizan a la ciudad. Para describir su influencia, Sarmiento compara a la Mazorca con una serie de ejemplos históricos, como la Inquisición y los Cabochiens de la Edad Media en Francia, grupo que también estaba compuesto por carniceros y desolladores, según cuenta el escritor. Aquí aparece la analogía medieval, para enfatizar que la barbarie americana solo imita de Europa modelos caducos de un período que, en el siglo XIX, se asocia con prácticas bárbaras y déspotas. Sarmiento señala también la asistencia de la raza africana, a la que describe como “guerrera, llena de imaginación y de fuego, y aunque feroces cuando están excitados, dóciles, fieles y adictos al amo o al que los ocupa” (p.217). De esta manera, el autor pone en evidencia los prejuicios raciales de su época, que juzgan a este grupo étnico como intrínsecamente fuerte y servil que, para Sarmiento, le da al poder de Rosas “una base indestructible” (p.218).
Aunque en el inicio del Facundo Sarmiento asegura que no escribirá, en sus páginas, la biografía de Rosas, en un fragmento del capítulo 14 se dedica brevemente a los antecedentes personales de su enemigo que explican sus ideas de gobierno. En el modo en que lo describe, Rosas es la conjunción perfecta entre civilización y barbarie: por un lado, lo caracteriza como un potro salvaje, que tiene arrebatos pasionales como los que sufrían otros grandes hombres, como Napoleón y Lord Byron. Pero, por otro lado, de su familia de ascendencia hispánica aprende la disciplina severa que aplica en la campaña y que después traslada a la gobernación de Buenos Aires.
Es esta horrenda conjunción de civilización y barbarie lo que explica lo eficaz de su sistema, que Rosas pretende llevar por fuera de los límites de la República hasta restaurar el virreinato del Río de la Plata, arrasando con todo lo que se consiguió desde la Independencia. Según Sarmiento, Rosas quiere que el suyo sea un ejemplo de gobierno original americano, que genere una adhesión continental que rechace de suyo a toda Europa. La lucha entre la civilización y la barbarie toma una dimensión más grande que la del enfrentamiento entre ciudad y campo: es América vs. Europa, oposición que Sarmiento quiere resolver para torcer el curso bárbaro que la política de Rosas ha establecido para el futuro del país.
En el capítulo 15, Sarmiento recupera los ideales de su generación. Para ellos, es interesante destacar que el autor enunciará desde un nosotros en vez de un yo. Se trata de un final programático, en el que propone un plan específico para civilizar el territorio. Su tono en este capítulo es combativo y asertivo, porque explica cuáles son las condiciones necesarias para que advenga un nuevo gobierno que le dé a la República el futuro próspero que se merece. Dichas condiciones las ha dispuesto el propio Rosas, porque sin él no habría unidad en la República, ni se hubiera dado el contexto propicio para que surja aquel “cuarto elemento” que supere las diferencias entre unitarios y federales. El escritor habla aquí indirectamente de la Asociación de Mayo, una agrupación clandestina liderada por Esteban Echeverría que se propuso derrocar a Rosas para que se concreten en el país los principios humanitarios que consideran esenciales.
La mirada eurocéntrica de Sarmiento se afianza en este capítulo más que en ninguna otra parte del Facundo. Si antes supo valorar el costado poético de la barbarie americana, en este final el escritor sostiene que las formas americanas, que tanto los unitarios de la vieja escuela (que intentaron imitar los trajes y los modos de luchar del gaucho) como Rosas han querido reivindicar solo llevan al despotismo, que una vez más compara con las codificaciones europeas de Oriente, diciendo que América es bárbara como Asia y sanguinaria como Turquía. Sin dejar de criticar el error de los europeos, que no supieron cómo lidiar con la barbarie americana, Sarmiento sostiene que solo de Europa podremos adquirir los elementos necesarios para el progreso del país. De Europa, dice, se aprenderá a navegar los ríos, y de allí vendrán los inmigrantes que tanto necesita la República para progresar.
Si antes Sarmiento aseguraba que la lucha entre el campo y la ciudad persistía aún en el momento en que escribe el Facundo, en este capítulo anuncia que tal enfrentamiento se ha terminado, no porque la campaña ha barbarizado a la ciudad, sino porque ahora la ciudad ha fomentado el deseo de civilización en la campaña. Esto ha sucedido también gracias a Rosas, que espantó a los hombres más ilustres de Buenos Aires, quienes fueron a propagar sus ideas civilizadas en el interior. Ahora que el país está unido por el temor que produce Rosas, “La idea de los unitarios está realizada; solo está de más el tirano” (p.234). Para Sarmiento, la fórmula para resolver el conflicto es simple: muerto Rosas, vendrá la civilización.
En una seguidilla de párrafos que empiezan con las palabras “Porque él”, haciendo referencia a Rosas, Sarmiento vuelve a utilizar el recurso oratorio de la repetición para enfatizar todas las cosas que ha hecho Rosas y que lo perjudican sin que él lo sepa. Según el escritor, Rosas ha establecido las bases para su propia aniquilación. En contraste con lo que ha hecho su terrible enemigo, el escritor utiliza verbos en futuro que indican lo que hará el Nuevo Gobierno, conducido por su generación, para resolver el problema de la navegación, de la distribución de la población del país, y otras tantas medidas que forman parte del proyecto que Sarmiento comparte con sus contemporáneos antirrosistas.
Sarmiento ve como algo positivo que desaparezca la población argentina, porque para él es importante que aquella originalidad americana y bárbara se disuelva con la llegada de inmigrantes europeos que se distribuyan por el territorio, generando prosperidad donde antes solo había desierto. Finalmente, deposita todas sus expectativas eurocéntricas en el general Paz, a quien ve como el único héroe que puede liderar el combate contra Rosas, el que permitirá que lo que se plantea en este capítulo como promesa a futuro se convierta en una realidad y un presente de la República.
El último capítulo cierra así el Facundo con un mensaje esperanzador y de fuerte presencia en el plano de lo político, porque propone una solución concreta para el problema de la lucha entre la civilización y la barbarie. Aunque Sarmiento y los jóvenes de la Generación del 37 deberán esperar unos años más, hasta 1852, para ver caer a Rosas, el Facundo dejó una marca en su época como instrumento de guerra para combatir, desde el exilio, a su principal oponente. Pero el autor no solo concibió su libro como un medio para intervenir en la política, sino también para consagrarse como escritor. Fue tal el éxito de esta empresa, que el Facundo se considera, hoy en día, uno de los escritos más importantes de la literatura argentina.